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"Bajo el dominio ideológico de
lo que por convención llamamos neoliberalismo,
la globalización implicó una serie
de soluciones espaciales y financieras
a la crisis de rentabilidad de las
grandes corporaciones industriales
occidentales y japonesas. Desde los años setenta, y en el lapso de unas pocas décadas, se desplazó buena
parte de la producción intensiva en mano de obra de
los viejos centros industriales
occidentales a la costa asiática del
Pacífico,
en una secuencia que comenzó con
los four tigers (Corea, Singapur, Taiwán y Hong-Kong), y que se puede dar por
concluida con el
dominio de China de la mayor parte de
las ramas industriales, incluidas las de alta
tecnología. La globalización implicó también
una política forzada de libre comercio,
sobre el presupuesto de la especialización
de todos los países en aquellas producciones en las que tuvieran ventajas competitivas para la exportación, y cuyo resultado fue la crisis de buena parte de los países en vías de desarrollo,
así como la articulación de la compleja
cadena de suministro
global de la que hoy dependemos. La globalización supuso
también el estímulo de la desregulación
financiera, como forma de generar
beneficios rápidos sobre unos mercados de capitales
permanentemente engordados. A pesar
de las desigualdades crecientes dentro
de cada país y de la creciente presión
sobre el gasto público, la globalización feliz permitió
a los países occidentales atravesar
su desindustrialización relativa
sobre la base de un acceso casi
ilimitado al crédito barato y a la propiedad
inmobiliaria. En definitiva, durante un
par de décadas (los noventa y los
dos mil) se vivió
bien, a pesar de los bajos
salarios, gracias al consumo a crédito".
"La solución espacial a la crisis de
rentabilidad entrañó, además, un efecto que en los años ochenta no era ni esperado, ni
desde luego deseado. La transformación en
los grandes talleres del mundo primero, de los pequeños aliados occidentales en el Pacífico, y luego del gigante comunista convertido
al credo capitalista, hizo de estos tres
mil quinientos kilómetros de costa asiática el área más dinámica del planeta y progresivamente su principal polo económico. En 1980, solo Japón estaba entre las diez
primeras economías del planeta por PIB nominal. Hoy
son cuatro (China, Japón, India, Corea del Sur).
Antes de que acabe esta década, es más
que probable que Indonesia entre en ese selecto grupo y China
se convierta en la principal economía del mundo".
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LA
CRISIS NOS HARÁ MÁS POBRES Y TAMBIÉN MÁS VULNERABLES.
La crisis es una mierda I.
*****
Por Emmanuel Rodríguez | 26/08/2022 | Economía
Fuente Rebelión jueves 26 de agosto del
2022.
En una situación de
atomización laboral y de-sindicalización de la masa
trabajadora, los incrementos de precios van a ser absorbidos en su
práctica totalidad por la caída del nivel adquisitivo de la inmensa mayoría de
los asalariados
La vuelta del verano traerá una serie de confirmaciones
largamente anunciadas: una inflación
sostenida en el umbral del 10%, una caída de todos los indicadores relativos al
crecimiento económico (PIB, índices de producción industrial, consumo
doméstico, etc.) y la consecuente pérdida de empleos. Este último factor
caerá como una losa sobre cualquier atisbo de movilización que apunte a corregir la inflación con subidas salariales. La subida del 10% de los precios será
unilateral y forzosamente asumida
por la población con una caída simétrica
del 10%
de su poder adquisitivo. El decrecimiento
capitalista era esto.
En el discurso periodístico,
las causas y
responsabilidades de la crisis han
sido ya repartidas. Un autócrata oriental que gobierna sobre alrededor de 18 millones de
kilómetros cuadrados, algo así como cuarenta
veces la península ibérica o casi el 15% de la superficie
emergida de la Tierra, decidió invadir
una joven democracia
de Europa oriental. El zar malvado, en lugar de arrepentirse de invadir esa nueva tierra de la libertad,
decidió extender la guerra empleando
su posición en el mercado de exportación
de productos energéticos y materias primas (especialmente grano)
para generar una crisis de suministros de gigantescas proporciones. No obstante, y a pesar del alto precio económico, EE.UU. y la Unión Europea, valedores de los principios universales de la libertad y la democracia, decidieron
apoyar hasta al final a la joven Ucrania en su defensa contra el agresor ruso. El próximo invierno se prevé
durísimo ante los previsibles cortes
del suministro de gas y petróleo rusos. Pero resistiremos… bla, bla, bla.
Más allá de la guerra de Ucrania, lo cierto es que la tensión de precios se venía anunciando por lo menos desde el inicio de la pandemia, en la primavera de 2020. Durante todo el año 2021, hemos observado encarecimientos en casi todos los mercados de exportación desde los productos energéticos hasta los manufacturados, desde el grano hasta los microchips. Por debajo de la guerra, como factor determinante de la invasión rusa, se deben contar, por lo tanto, otra serie de problemas seguramente más graves, más severos.
Rupturas en las cadenas logísticas
Era el 20 de abril de 2020, el precio
del petróleo de referencia en EE.UU., el West Texas, cayó por debajo de cero
dólares. Al día siguiente, los
mercados de futuros se hundieron con caídas que alcanzaron los 20 puntos negativos. Con los depósitos llenos en medio mundo, las empresas intermediarias estuvieron dispuestas, al menos durante unas horas, a pagar para que
otros se hicieran cargo del petróleo
en lugar de almacenarlo para su venta
posterior. Por comparar con la situación
actual, prácticamente durante todo el año
2020, el precio del petróleo se mantuvo por debajo de los 50 dólares.
En abril de 2022, el precio medio del West Texas fue de casi 120 dólares el barril.
La pandemia de la covid-19
detuvo por unos meses el mundo. Y el
mundo
son las cadenas de suministros globales.
La caída de demanda hundió los precios del
petróleo, hizo disminuir severamente el comercio mundial y obligó a las empresas, primero a almacenar grandes cantidades de stock
y luego a disminuir la producción.
Una de las grandes debilidades estructurales
de la llamada globalización económica radica, en efecto, en la complejidad logística. La fábrica
global depende del movimiento
continuo de una enorme cantidad de
componentes que son fabricados por
un número definido de empresas
que en muchos casos presentan una fuerte
concentración en áreas geográficas muy
determinadas. Esto supone un volumen de tráfico gigantesco
gestionado por un número indeterminado de empresas, pero que presentan
también una fuerte tendencia a la concentración. De hecho, solo cuatro operadores
globales (APM-Maersk, MSC, COSCO Group y CMA-CG M Group) distribuyen el 50% del comercio
mundial. Por si esto fuera poco, la parte mayor de este tráfico se realiza también a partir de un pequeño grupo de hubs portuarios
situados en el Extremo Oriente del
planeta y en los grandes centros de
consumo occidentales.
La paradoja de este sistema, complejo y
a la vez gigantesco, es que su flexibilidad no es muy alta. Fallos
en algunos cuellos de botella, como el que se produjo en marzo de 2021 cuando un carguero de 400 metros de eslora quedó varado en el Canal de Suez, o
disminuciones seguidas de crecimientos
repentinos de la demanda, tienen
efectos que el sistema no es capaz
de absorber. Y esto es lo que ocurrió en
el año de la recuperación de la crisis pandémica, 2021. Desde la primavera,
pero sobre todo desde el otoño de ese año, se volvieron habituales las imágenes de decenas de gigantescos cargueros a la espera de
atracar en los puertos de Los
Ángeles, Rotterdam o Shenzhen. Las cadenas de suministros,
deprimidas durante 18 meses, apenas
pudieron responder a los incrementos
repentinos de la demanda. Los cierres parciales
de plantas y puertos en China (todavía la
gran fábrica del mundo) arrastraron a peor la ya compleja situación del comercio mundial.
Durante casi todo el año 2020, el precio del petróleo
se mantuvo por debajo de los 50 dólares. En abril de 2022, el precio medio del
West Texas fue de casi 120 dólares el barril
Consecuentemente, los precios se “tensionaron”. Mucho antes, por tanto, de la guerra de Ucrania, la inflación ya se había hecho presente: en octubre de 2021 la inflación interanual de la eurozona superó el 4%, en enero de 2022 ya era del 5%. La gran promesa neoliberal del libre comercio de bienes más baratos y servidos al instante se había visto repetidamente incumplida por la falta de microchips y retrasos en la distribución de algunos bienes, como los automóviles, que llegaron a servirse con más de seis meses de demora.
Un apunte histórico sirve para mostrar
la diferencia entre la actual crisis de la fábrica
global y el periodo de alta
inflación del fordismo terminal de los años setenta, casi siempre atribuida a
las alzas del petróleo de 1973 y 1979.
En aquellos años, el llamado problema de estanflación (estancamiento
+ inflación) persistió durante algo más
de diez años debido a una guerra
monetaria sostenida entre capital y trabajo. La razón estaba en el movimiento obrero todavía existente. Las alzas de precios eran inmediatamente respondidas con reacciones de huelgas
obreras y crecimientos aún mayores
de los salarios. Un solo ejemplo: en España en 1976 y 1977, poco después de muerto Franco, la inflación superó el 25%, pero los salarios se incrementaron en un 30%. La mitad del problema de la
Transición a la democracia en España
se concentró en estos guarismos,
para cuya solución se aplicaron los Pactos de la Moncloa, la institucionalización sindical que estabilizó
el mapa laboral en torno a dos
sindicatos moderados (CC.OO., UGT) y el desacople definitivo de la izquierda
respecto del movimiento obrero.
Pero en la crisis actual nada de esto va
a ocurrir. La base de la inflación subyacente, que por lo general se atribuye a la respuesta salarial al alza de los precios, es hoy por hoy –y
salvo sectores muy determinados con un poder
estructural notable, básicamente la logística y los transportes, como se ve en las huelgas inglesas de estas semanas–, prácticamente una quimera. En
una situación caracterizada por la
atomización laboral y la radical de sindicalización
de la masa trabajadora, las alzas de precios van a ser absorbidas
en su práctica totalidad por la caída del nivel adquisitivo de la inmensa mayoría de los asalariados.
La “solución” a la crisis inflacionaria
derivada del colapso de las cadenas de distribución globales no va
a tener otra salida que el empobrecimiento
de la mayoría. La clase política ya
ha asumido que este es el coste y nos
prepara en consecuencia.
La globalización se gripa
La inflación muestra, en todo caso, dimensiones más preocupantes que ciertas tensiones en la cadena de suministros. En cierto modo, esta crisis puede marcar un punto de inflexión en la articulación de la forma actual del capitalismo histórico que llamamos globalización. Por eso conviene profundizar algo más en el análisis de este último periodo. Por globalización entendemos el conjunto de arreglos económicos, pero también sociales y geopolíticos, que siguieron a la gran crisis del capitalismo industrial bajo dominio occidental que se desencadena entre 1968 y 1979, esto es, entre la fecha de comienzo de las revueltas estudiantiles y obreras contra ciertas formas de regulación socioeconómica de la época “fordista” (los “Treinta Gloriosos” de la larga posguerra) y el giro de la Reserva Federal de su entonces presidente Paul Volcker, que elevó los tipos de interés del 11,5 al 21,5%. A modo de aviso para navegantes acerca de lo que implica la política monetaria: la consecuencia de la brutal subida de tipos de Volcker fue una recesión que acabó efectivamente con la espiral de salarios-precios en EEUU, pero al precio de un paro de masas y de una política de recortes sociales que se extendería durante tres décadas.
La globalización
implicó también una política forzada de libre comercio, y cuyo resultado fue la
crisis de buena parte de los países en vías de desarrollo
Bajo el dominio ideológico de
lo que por convención llamamos neoliberalismo, la globalización implicó una serie de soluciones espaciales y financieras a la crisis de rentabilidad de las grandes corporaciones industriales occidentales y
japonesas. Desde los años setenta, y en el lapso de unas pocas décadas, se desplazó buena
parte de la producción intensiva en mano de obra de
los viejos centros industriales
occidentales a la costa asiática del
Pacífico,
en una secuencia que comenzó con
los four tigers (Corea, Singapur, Taiwán y Hong-Kong), y que se puede dar por
concluida con el
dominio de China de la mayor parte de
las ramas industriales, incluidas las de alta
tecnología. La globalización implicó también
una política forzada de libre comercio,
sobre el presupuesto de la especialización
de todos los países en aquellas producciones en las que tuvieran ventajas competitivas para la exportación, y cuyo resultado fue la crisis de buena parte de los países en vías de desarrollo,
así como la articulación de la compleja
cadena de suministro
global de la que hoy dependemos. La globalización supuso
también el estímulo de la desregulación
financiera, como forma de generar
beneficios rápidos sobre unos mercados de capitales
permanentemente engordados. A pesar
de las desigualdades crecientes dentro
de cada país y de la creciente presión
sobre el gasto público, la globalización feliz permitió
a los países occidentales atravesar
su desindustrialización relativa
sobre la base de un acceso casi
ilimitado al crédito barato y a la propiedad
inmobiliaria. En definitiva, durante un
par de décadas (los noventa y los
dos mil) se vivió
bien, a pesar de los bajos
salarios, gracias al consumo a crédito.
La solución espacial a la crisis de
rentabilidad entrañó, además, un efecto que en los años ochenta no era ni esperado, ni
desde luego deseado. La transformación en
los grandes talleres del mundo primero, de los pequeños aliados occidentales en el Pacífico, y luego del gigante comunista convertido
al credo capitalista, hizo de estos tres
mil quinientos kilómetros de costa asiática el área más dinámica del planeta y progresivamente su principal polo económico. En 1980, solo Japón estaba entre las diez
primeras economías del planeta por PIB nominal. Hoy
son cuatro (China, Japón, India, Corea del Sur).
Antes de que acabe esta década, es más
que probable que Indonesia entre en ese selecto grupo y China
se convierta en la principal economía del mundo.
Como quien es despertado a bofetones de
un sueño (el de la “paz perpetua”), cuando ahora se nos devuelve a la realpolitik con
la posibilidad de una guerra entre bloques (China-Rusia contra Occidente)
o incluso de una guerra nuclear, quizás solo se nos esté obligando a enfrentar la crisis
de la globalización. El mundo
al que nos acercamos a velocidad de
vértigo no tiene ya nada que ver con el de la globalización pacífica dominada por el guardián
americano de la libertad. Las contradicciones
en este cuento –manifiestas en Irak, Afganistán y en general en la guerra contra el terror– nos debieran haber
dado suficiente aviso.
El mundo futuro estará seguramente más fragmentado. En
términos económicos, se producirá un proceso de regionalización y de reconcentración de los procesos
productivos en bloques comerciales
menos permeables. Políticamente, no es
improbable que veamos sonar las
trompetas de los viejos imperialismos enfrentados que traigan algunos recuerdos de antes de 1914. Socialmente,
las sociedades desestructuradas
deberán ser sometidas a distintos “tratamientos”
y no están excluidas algunas tentaciones
poco deseables que devuelvan a las democracias
occidentales, convertidas en oligarquías, a sus viejos sueños imperiales de tinte fascista.
Las preguntas son por tanto muchas, demasiadas. Con
ánimo de simplificar lo más posible,
/ ¿se puede concebir un proceso de regionalización económica relativamente
pacífico, eludiendo la competencia mortífera por los recursos esenciales del
planeta cada vez más escasos como el petróleo o el gas?
/ ¿Es concebible una retirada negociada
de EE.UU. de determinados ámbitos del dominio militar global en correspondencia con su
menguado peso económico? Y
en los términos más parroquianos a los que en
estos lares nos acostumbran a pensar:
/ ¿qué significa o supone todo esto para
la penúltima provincia del flanco suroccidental europeo?
Hay, no obstante, otro factor
estructural poco
tenido en cuenta en esta crisis y que
probablemente no tenga ninguna corrección a
futuro. Se trata de la onda larga de encarecimiento de
los principales bienes de
que disponemos para vivir: la energía, los alimentos, la tierra-agua y nuestro propio
trabajo. Pero esto se tratará en la segunda entrega de La crisis es una mierda.
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es
editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último
libro es ‘¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen
de 1978’. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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