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“El
principio del mundo es muchas cosas. Es un canto de amor maternal y
es un vómito negro sobre el Perú;
también es el réquiem por el país dividido entre modernidad y tradición; es un espejo inclemente para los limeños;
es un retrato terrible de la educación
pública y un elogio del maestro
capaz de salvar; ojalá fuera, además, el disparador de una conversación pública sobre nuestros
desprecios en todos los sentidos. Y
la novela es también una muestra de
este país abatido que, a pesar de todo, es capaz
de narrarse y pensarse en los mejores términos. Es también una novela irregular donde las últimas 200 páginas (¡de casi mil!) se le escaparon de las manos a un
autor que imagino extraviado en sus miles de folios sin poder poner un punto final. Y, sin embargo, nos ha
entregado una gran novela que viene
a empujar la piedra de la
autoconsciencia nacional: la de este
siglo XXI sin
sueños de pongo ni miraflorina tentación del fracaso.
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LA
SOLEDAD DEL AGRAVIO, POR ALBERTO VERGARA.
*****
Yo no había leído en la literatura peruana una
narración tan atenta a las microexperiencias del migrante en Lima. Una cosa es conocer el proceso social y otra
la arcilla literaria. Y Gamboa lo ha hecho de una manera que estruja el corazón.
Por Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente. Diario La República 6 de julio del 2025.
I
Jeremías Gamboa ha escrito una novela
conmovedora. El principio del
mundo no es redondo, pero es
honda, preciosa, importante. Es la estación más reciente y lograda de nuestra vieja tradición --intelectual,
literaria, política-- de asedio a la cuestión nacional. Una novela que anuda de manera notable las microexperiencias de la
migración a Lima de los años cincuenta y sesenta con las transformaciones de
los 90 y los 2000. Una novela ante la cual no hay forma de quedar ileso.
La
historia narra los
días posteriores al regreso de Manuel a
Lima, quien viene de realizar una maestría en literatura
latinoamericana en Estados Unidos. En
esas jornadas (con sus noches) emprende un viaje al pasado a través de un
puñado de conversaciones. Pero la
obsesión con el pasado en esta novela no es nostálgica. Los recuerdos de
Manuel y sus interlocutores están urdidos desde la pena y el agravio. Es una novela del y desde el resentimiento.
La estructura de El principio del mundo invierte el orden cronológico de la historia narrada. La primera parte se organiza alrededor de una larga conversación (y borrachera) con Sabino --amigo del barrio y del colegio público--, centrándose sobre todo en los años ochenta y noventa en Lima. La segunda se ocupa, esencialmente, de la historia de Candelaria, la madre de Manuel, devolviéndonos a los años cincuenta cuando era una campesina y su posterior travesía a Lima ya en los sesenta.
II.
Aquí
quiero regresar al orden cronológico convencional. De un lado,
porque facilita lo que quiero sugerir respecto del libro, pero también porque, aunque Manuel es quien narra la novela y pareciera el personaje
principal, ese papel, en realidad, le
corresponde a Candelaria, la madre.
Candelaria
es una campesina quechuahablante en Carhuanca, en las alturas de
Ayacucho, condenada a la pobreza
rural, a un padre brutal y, sobre todo, al tedio interminable de las faenas
del campo. La hermana mayor es la primera en partir a Lima. A la vuelta
de unos años volverá por la siguiente
hermana y esta hará lo propio con Candelaria.
El proceso en que las hermanas traman y fugan de Carhuanca es particularmente
emocionante: niñas sin educación,
quechuahablantes y analfabetas, con un coraje y lucidez para dar vuelta al mundo. Al leerlo, he pensado que hasta hoy nadie había hecho
literatura de esta belleza con aquello que Carlos
Franco defendió hace 35 años:
“… al optar por sí mismos,
por el futuro, por lo desconocido, por el riesgo, por el cambio, por el
progreso, en definitiva, por partir, cientos de miles o millones de jóvenes comuneros, campesinos y provincianos en las últimas décadas se autodefinieron
como "modernos", es decir,
liberaron su subjetividad de las amarras de la tradición, del pasado, del suelo, de la sangre, de la servidumbre,
convirtiéndose psicológicamente en "hombres
libres".
Como
demuestra Candelaria,
también en mujeres libres. Y resalto
el calificativo “psicológicamente”.
Porque Candelaria pronto va a
descubrir que ha trocado la explotación del campo por la de los limeños. Los
capítulos que retratan la llegada de Candelaria
a Lima me han emocionado y
perturbado. Nuevamente: yo no había leído en la literatura peruana
una narración tan atenta a las microexperiencias
del migrante en Lima. Una cosa es conocer el proceso social y otra la
arcilla literaria. Y Gamboa lo ha
hecho de una manera que estruja el corazón.
El
largo capítulo en
que Candelaria rememora sus años de empleada
doméstica en Lima es descomunal.
El agravio sin fin. Violentada en las calles, agredida
en las casas, ninguneada en todas
partes. Nadie le permite asistir a la
escuela. En un momento de particular belleza y tristeza, tras haber sido
expulsada de otro trabajo, Candelaria acaba asomándose a los acantilados de
Miraflores, quién
sabe para terminar de una vez con todo. Porque no
solo la han botado del trabajo, la patrona le ha gritado: “Pobre de ti que vengas
embarazada de alguien de esta casa, perra de mierda.” (p.698).
A la postre, el azar, la fe y la familia salvan a Candelaria. Pero nada disuelve su rencor. Más bien, este se convierte en activo: Candelaria lo metaboliza para salvar a sus hijos. La amenaza ya no es la postración rural sino la segregación capitalina. Y echa a andar la estrategia de superación familiar: ocultar el quechua, esconder orígenes, negar a los parientes pobres y encomendarse, con más fe que realismo, al poder reparador de la educación. Candelaria evangeliza a los hijos en el mandato de estudiar para llegar a “ser alguien”. En otras palabras, triunfar en la ciudad pasa por la disolución de las identidades que daban sentido a la vida previa y abrazar una empresa individual. Algunos lectores probablemente reconozcan aquí lo que Carlos Iván Degregori, a mediados de los ochenta, describió como la difusión del mito del progreso en los sectores populares peruanos. Mientras unos pocos se embarcaban en la acción revolucionaria, Candelaria y millones de migrantes cargaban ante todo con –y acudo otra vez a Franco— “una enérgica voluntad de integración social”.
III
“Yo no pensaba en mi madre. Ni en Irene ni en Virginia ni en mi
padre. Solo en mí. Solo en mis cursos. No pensé en mi país, en mis vecinos o en
mis compañeros”.
El principio del mundo. p.532
La
rabia convertida en imperativo categórico de la movilidad social
germina en la generación siguiente: Manuel
deviene un integrista del ascenso
social. Ahora, si la madre lo ha
catequizado en ese objetivo, es Manuel quien descubre que ni el colegio público ni la ciudad se lo van a
facilitar. Manuel y su amigo Sabino
viven en San Luis, barrio que cumple un papel crucial en una novela atenta a la geografía de la capital; es el torreón desde el cual se
divisa --en los devastados años ochenta--
la ciudad de las oportunidades al oeste
y, al este, la de la penuria. Aunque
el narrador no utiliza el tecnocrático lenguaje de las oportunidades:
constata la ciudad blanca y la ciudad chola. La grieta que parece
organizarlo todo.
Y
luego está el colegio,
que permite un desarrollo logradísimo de
la escuela pública peruana. A
diferencia de La ciudad y
los perros o de Paco Yunque, las aulas de los años ochenta aparecen menos como espacios de despotismo que como
uno dominado por la apatía, la anemia y la deriva: los niños se duermen, los profesores no llegan, los alumnos se tiran la pera sin que nadie lo note. El colegio público, con sus profesores empobrecidos, transparenta que no es ascensor ni escalera.
Manuel
construye su propia escalera. Se va a salvar él, como pueda. Si en Candelaria despuntaba la novedad del
individualismo, en la siguiente generación se afirma el egoísmo: centrarse en
lo propio, pero también boicotear a los demás si hace falta. Son los noventa, ya es el Perú contemporáneo. A Manuel no le alcanza con quemarse las pestañas,
necesita renegar de cuanto lo ha
rodeado. Su amigo Sabino lo describe así cuando se apartó de sus compañeros de colegio
para seguir su cruzada por ingresar a la Universidad
de Lima:
“Decías
que teníamos que dejar de ser quienes éramos. Hablabas de la necesidad de salir
del barrio, ascender de clase, mejorar la raza.” (p. 353).
Es
interesante que
Manuel hace una autocrítica devastadora de su comportamiento en esos años y pide
disculpas. Pero no aparece el arrepentimiento. A lo largo de la novela uno siente que Manuel volvería a hacer todo igual. Acepta su arribismo como un
todo: con culpas y esplendores. De hecho, a diferencia de otros arribistas
clásicos de la literatura – pienso en
Julien Sorel o el gran Gatsby—, a Manuel
no le aguarda ninguna tragedia. La tragedia pertenece al pasado.
Y,
sin embargo,
esto no hace de Manuel un personaje despreciable y, aún menos,
plano. Cuando logra ingresar a la
Universidad de Lima (digresión: la escena cuando le cuenta a la madre que ha obtenido la beca total que le permitirá quedarse en
esa universidad inalcanzable es
bellísima) sufre toda una galería de discriminaciones; cuando sale con una chica que vive por la clínica Ricardo Palma (“sí conozco, es Córpac”; “no, responde ella,
“es San Isidro”) la familia lo maltrata
con saña.
Y
Manuel no olvida nada. El resentimiento ata toda la narración. Pero
es el resentido en su soledad. No hay dónde encontrarse con otros agraviados. Ni Manuel ni nadie pasa cerca de la
política. No se insinúa ni el discurso ni la acción colectiva. En Uruguay La Vela Puerca puede cantar “abran
paso que viene un tren de rabiosos hasta morir”. En el Perú, cada rabioso conduce su mototaxi compitiendo contra otros
rabiosos. La rebeldía es una
excentricidad casi imposible de pagar. Si
Manuel llegó a “ser alguien”, como predicó Candelaria, es porque utilizó la única vía disponible: salvó su pellejo con su pañuelo. La
única insumisión que le resta es su disposición a pensar de manera
incansable la desgracia nacional. De hecho, en esta novela el rebelde es su amigo Sabino, entregado a la poesía y la música. Y termina abandonando la universidad
y siendo un electricista cocainómano que
vive aún en San Luis.
IV
El
principio del mundo es
muchas cosas. Es un canto de amor
maternal y es un vómito negro sobre el Perú;
también es el réquiem por el país dividido entre modernidad y tradición; es un espejo inclemente para los limeños;
es un retrato terrible de la educación pública y un elogio del maestro capaz de salvar; ojalá fuera, además, el
disparador de una conversación pública
sobre nuestros desprecios en todos los
sentidos.
Y
la novela es también una muestra de este país abatido
que, a pesar de todo, es capaz de
narrarse y pensarse en los mejores términos. Es también una novela irregular donde las últimas 200 páginas (¡de casi mil!) se le escaparon de las manos a un
autor que imagino extraviado en sus miles de folios sin poder poner un punto final. Y, sin embargo, nos ha
entregado una gran novela que viene
a empujar la piedra de la
autoconsciencia nacional: la de este
siglo XXI sin sueños de pongo ni miraflorina tentación del fracaso.
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