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Las instituciones apenas funcionan (a
excepción de los entes de la represión), la corrupción no cesa y un descrédito
enorme deteriora la escasa legitimidad del régimen, sustentada en elecciones
supuestamente impecables pero corrompidas hasta la médula por los vicios del
caciquismo, la manipulación, la
exclusión sistemática de la oposición, la compra descarada del voto y, para que
no falte, la violencia directa que se aplica cuando los demás mecanismos
fallan. No sorprende entonces que Colombia
registre una abstención permanente (ronda el 50% del censo electoral) y que
últimamente crezca el colectivo que opta por el voto nulo o en blanco como
forma de protesta. El desprestigio del
poder legislativo no podría ser mayor. Un elevado número de parlamentarios
está acusado o condenado por corrupción o vínculos criminales con la extrema
derecha armada, algo impensable en cualquier nación civilizada. La justicia ha caído en total desprestigio,
pocos confían en la policía y hasta el ejército -aunque la propaganda
oficial insiste en elevarlos permanentemente al podio de los héroes- comparte
la mala imagen del conjunto de las instituciones. No son pocos sus miembros que aparecen vinculados a casos sonados de
corrupción, a la guerra sucia (la sistemática violación de los derechos
humanos es una práctica oficial y no el comportamiento díscolo de algunos) o al narcotráfico, igual que sucede con
jueces, fiscales, notarios y con tanto funcionario de una administración
pública en la que nadie cree. Un mal instrumento éste para el gobernante que se aplique a
las reformas que el país necesita.
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COLOMBIA UN
PROCESO REVELADOR.
*****
Juan
Diego García (especial para ARGENPRESS.info).
Domingo
29 de diciembre del 2013.
El
proceso social y político del año que culmina en Colombia muestra con toda su
crudeza tanto las debilidades como las fortalezas de esta sociedad. En vísperas
de cambios electorales en la primera mitad del 2014 se vislumbran los desafíos
que tienen que enfrentar el gobierno y las fuerzas sociales para intentar su
ingreso como colectividad nacional en un orden moderno y sobre todo
democrático. El actual no es ni lo uno ni lo otro.
Los
celebrados datos del crecimiento económico (alrededor de un 5%) no son una
muestra de desarrollo. Se mantienen las desigualdades que hacen de este país
uno de los más injustos de la región. Aunque la cifra oficial del desempleo
abierto no es alarmante nadie desconoce que más que reflejo de un tejido
económico sano la realidad es que la inmensa mayoría de quienes trabajan lo
hacen en condiciones muy precarias.
La
industria ha sufrido los duros embates de la competencia extranjera (propiciada
por los tratados de libre comercio firmados por éste y anteriores gobierno) y
enfrenta un pronóstico nada halagador tal como sucede con el sector rural donde
el descontento es mayúsculo y ha llevado a cientos de miles de campesinos a
movimientos de protestas que paralizaron el país y pusieron de manifiesto la
inexistencia de mecanismos civilizados para el diálogo entre las autoridades y
los sectores populares. Como es tradicional aquí, a la protesta se responde con
la violencia -oficial o paramilitar-, un tándem siniestro que sigue funcionando
a la perfección a pesar de las declaraciones oficiales que lo niegan.
Las
instituciones apenas funcionan (a excepción de los entes de la represión), la
corrupción no cesa y un descrédito enorme deteriora la escasa legitimidad del
régimen, sustentada en elecciones supuestamente impecables pero corrompidas
hasta la médula por los vicios del caciquismo, la manipulación, la exclusión
sistemática de la oposición, la compra descarada del voto y, para que no falte,
la violencia directa que se aplica cuando los demás mecanismos fallan. No
sorprende entonces que Colombia registre una abstención permanente (ronda el
50% del censo electoral) y que últimamente crezca el colectivo que opta por el
voto nulo o en blanco como forma de protesta. El desprestigio del poder
legislativo no podría ser mayor. Un elevado número de parlamentarios está
acusado o condenado por corrupción o vínculos criminales con la extrema derecha
armada, algo impensable en cualquier nación civilizada.
La justicia ha caído en total desprestigio, pocos confían en la policía y hasta el ejército -aunque la propaganda oficial insiste en elevarlos permanentemente al podio de los héroes- comparte la mala imagen del conjunto de las instituciones. No son pocos sus miembros que aparecen vinculados a casos sonados de corrupción, a la guerra sucia (la sistemática violación de los derechos humanos es una práctica oficial y no el comportamiento díscolo de algunos) o al narcotráfico, igual que sucede con jueces, fiscales, notarios y con tanto funcionario de una administración pública en la que nadie cree. Un mal instrumento éste para el gobernante que se aplique a las reformas que el país necesita.
En este difícil contexto la iniciativa más destacada del presidente Santos es su apuesta por la paz en diálogo con las FARC-EP. Ha sido un paso valiente si se tienen en cuenta sus antecedentes (ministro de defensa del anterior gobierno), la resistencia a toda salida civilizada de la clase dominante del país (en particular del sector más tradicional, primitivo y violento encarnado por ganaderos y terratenientes) y la oposición de amplios sectores de las llamadas “clases medias”, literalmente intoxicadas durante décadas por la propaganda oficial (y por los medios de comunicación, todos ellos oficialistas) mediante las prácticas más conocidas de la manipulación mediática pintando a los insurgentes como fieras desalmadas, terroristas y narcotraficantes. Convencer ahora a buena parte de la población de la necesidad de sentarse a dialogar con tales “demonios” no es, por supuesto, tarea fácil.
La justicia ha caído en total desprestigio, pocos confían en la policía y hasta el ejército -aunque la propaganda oficial insiste en elevarlos permanentemente al podio de los héroes- comparte la mala imagen del conjunto de las instituciones. No son pocos sus miembros que aparecen vinculados a casos sonados de corrupción, a la guerra sucia (la sistemática violación de los derechos humanos es una práctica oficial y no el comportamiento díscolo de algunos) o al narcotráfico, igual que sucede con jueces, fiscales, notarios y con tanto funcionario de una administración pública en la que nadie cree. Un mal instrumento éste para el gobernante que se aplique a las reformas que el país necesita.
En este difícil contexto la iniciativa más destacada del presidente Santos es su apuesta por la paz en diálogo con las FARC-EP. Ha sido un paso valiente si se tienen en cuenta sus antecedentes (ministro de defensa del anterior gobierno), la resistencia a toda salida civilizada de la clase dominante del país (en particular del sector más tradicional, primitivo y violento encarnado por ganaderos y terratenientes) y la oposición de amplios sectores de las llamadas “clases medias”, literalmente intoxicadas durante décadas por la propaganda oficial (y por los medios de comunicación, todos ellos oficialistas) mediante las prácticas más conocidas de la manipulación mediática pintando a los insurgentes como fieras desalmadas, terroristas y narcotraficantes. Convencer ahora a buena parte de la población de la necesidad de sentarse a dialogar con tales “demonios” no es, por supuesto, tarea fácil.
Pero lo
que más sorprende en este año es la vitalidad de la protesta popular.
Recorrieron el mundo las imágenes de los indígenas exigiendo que no se utilicen
sus resguardos como campo de batalla y en defensa de su identidad como pueblos;
las calles se llenaron de estudiantes, profesores, maestros y público en
general para exigir al gobierno el retiro de una ley de educación retrógrada (y
lo consiguieron) y reclamar una política educativa acorde con las necesidades
del país (el reciente informe PISA sobre educación en el mundo deja a Colombia
en un pésimo lugar); los trabajadores del sector salud han hecho lo propio para
oponerse a la privatización total del sistema sanitario y denunciar el robo y
la corrupción existentes a manos de intereses privados y de políticos venales.
Los campesinos, primero de la región de Catatumbo y luego de todo el país
pusieron jaque a la administración y consiguieron una amplia solidaridad de los
sectores urbanos, denunciaron los tratados de libre comercio como una entrega
vergonzosa del trabajo nacional a la voracidad de las multinacionales y
obligaron al gobierno a negociar cuando la represión oficial fracasó ante la
resistencia de las gentes del campo y el clamor general de la ciudadanía. De
igual modo se destaca la movilización de pequeños y medianos productores de la
minería tradicional enfrentados a muerte con las grandes compañías mineras que
saquean los recursos del país y dejan, además de dudosas ganancias a la nación,
el panorama de campos desolados y comunidades arrinconadas o desplazadas.
Huelgas obreras en varios sectores y grandes movilizaciones populares contra
los proyectos de infraestructura que arrasan comunidades enteras y causan daños
irreparables a la naturaleza culminan un año de luchas sociales muy intenso. El
acontecimientos más reciente ha sido el cese del alcalde de la capital y su
inhabilitación por 15 años (literalmente, condenado a muerte política), una
maniobra de la extrema derecha tan burda y evidente que ha levantado la
protesta más airada de la población.
Todo indica que Santos repetirá como presidente. Queda como incógnita saber qué tanta representación parlamentaria obtendrá la extrema derecha (para torpedear un posible proceso de paz) o el centro-izquierda (para apoyarlo). No menor es la incógnita acerca de la capacidad misma de Santos para llevar el proceso de la paz a buen puerto dadas sus limitaciones políticas (sus apoyos no son precisamente sólidos) y sus timideces manifiestas que lo llevan de las euforias pacifistas a salidas belicistas incongruentes. Pero sin duda, la incógnita mayor está en el futuro de los movimientos populares, los mismos que han conseguido hacer frente con cierto éxito a las políticas oficiales. Aunque sus reivindicaciones son bastante realistas y de inmediata aplicación aún se ven afectados por la dispersión, la falta para coordinar esfuerzos y la superación de la perspectiva territorial y reivindicativa particular que dificulta presentarse como una sola fuerza no solo social sino política. Un reto igualmente para los partidos de la izquierda (los pocos y menguados que ha dejado el exterminio físico llevado a cabo por el sistema en las últimas décadas) para insertarse de forma adecuada en este proceso ofreciendo su experiencia y conocimientos del quehacer propiamente político. Por su parte, los movimientos sociales deberán comprender que no basta con movilizarse (por importante que sea) y que en un momento dado es indispensable dar forma política a sus iniciativas, es decir, entender la reivindicación local y particular como parte integrante de un todo nacional y que avanzar en el control de los mecanismos del estado es el primer paso para tomarlo y, desde allí, transformar el orden social en armonía con las exigencias mayoritarias de la población.
Todo indica que Santos repetirá como presidente. Queda como incógnita saber qué tanta representación parlamentaria obtendrá la extrema derecha (para torpedear un posible proceso de paz) o el centro-izquierda (para apoyarlo). No menor es la incógnita acerca de la capacidad misma de Santos para llevar el proceso de la paz a buen puerto dadas sus limitaciones políticas (sus apoyos no son precisamente sólidos) y sus timideces manifiestas que lo llevan de las euforias pacifistas a salidas belicistas incongruentes. Pero sin duda, la incógnita mayor está en el futuro de los movimientos populares, los mismos que han conseguido hacer frente con cierto éxito a las políticas oficiales. Aunque sus reivindicaciones son bastante realistas y de inmediata aplicación aún se ven afectados por la dispersión, la falta para coordinar esfuerzos y la superación de la perspectiva territorial y reivindicativa particular que dificulta presentarse como una sola fuerza no solo social sino política. Un reto igualmente para los partidos de la izquierda (los pocos y menguados que ha dejado el exterminio físico llevado a cabo por el sistema en las últimas décadas) para insertarse de forma adecuada en este proceso ofreciendo su experiencia y conocimientos del quehacer propiamente político. Por su parte, los movimientos sociales deberán comprender que no basta con movilizarse (por importante que sea) y que en un momento dado es indispensable dar forma política a sus iniciativas, es decir, entender la reivindicación local y particular como parte integrante de un todo nacional y que avanzar en el control de los mecanismos del estado es el primer paso para tomarlo y, desde allí, transformar el orden social en armonía con las exigencias mayoritarias de la población.
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