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Es demasiado
evidente que la mentada estrategia –practicada con ingentes recursos
materiales– no funciona. O, en todo caso, los resultados no sólo no
permitieron reducir la actividad, sino que la incidencia de los narcos no ha
dejado de crecer. Los motivos son casi
obvios: América Latina y el Caribe exportaron legalmente más de 1100 millones
de millones de dólares durante 2012. Las exportaciones ilegales no tienen una
verificación estadística tan rigurosa, pero las estimaciones de los expertos
las ubican en valores próximos a la mitad. Con
un dato decisivo: el 50 por ciento del total, unos 300 mil millones de dólares
se consumen en los Estados Unidos. Cualquiera que haya viajado a Estados Unidos
en los últimos diez años no sólo fue sometido a un ingente estudio previo para
conseguir la visa de admisión, sino que a su arribo al aeropuerto fue sometido
a un riguroso control de ingreso. Con
una sofisticadísima parafernalia de instrumentos los aduaneros revisan todo.
Nada pareciera poder traspasar esa frontera y sin embargo, cargamentos enormes
de drogas la atraviesan día tras día. Un mercado de alto poder adquisitivo, con decenas de millones
de consumidores, es adecuadamente abastecido. .
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Estrategia armada democrática y globalización política.
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Temas como el narcotráfico hacen
necesario pensar e instrumentar un nuevo modelo de seguridad común.
Info.news Lunes 9 de diciembre del 2013.
Alejandro Horowicz.
No es bueno para la libertad de los pueblos la
presencia de un militar afortunado", José de San Martín.
Reducir la globalización a un fenómeno puramente
económico suele ser un gravísimo error altamente practicado. Ningún factor
determinante puede no afectar el orden social y político. Y si el
comportamiento de los mercados tiende hacia una cierta uniformidad, algunas
estrategias políticas parecieran tener que acomodarse a esta lógica sistémica.
En todo caso, el orden global empuja en esa predeterminada dirección. Así como
la solución económica común para enfrentar la crisis, la que recomienda el
Fondo Monetario Internacional, sólo funciona en favor de la bancocracia
globalizada, así como los demás intereses suelen ser arrasados sin mayor consideración,
las estrategias contra el delito global copian punto por punto ese programa
financiero.
Una rápida mirada permite entender que la "guerra contra las drogas",
camino estadounidense para enfrentar el narcotráfico, no es sólo
estadounidense. Tanto México como Colombia aceptaron militarizar ese conflicto.
Ambos países son productores y exportadores de
drogas, en ambos el sistema político está permeado por los narcos, y también en
ambos el control territorial –la soberanía del Estado Nación– es una teoría sin
verificación práctica. Los narcos no sólo gobiernan directa o indirectamente
regiones enteras –basta pensar en el cártel de Sinaloa a modo de ilustración–,
además son vistos por buena parte de la sociedad como factores de orden y
estabilidad. Donde los narcos gobiernan no se roba, dicen, y debemos admitir
que algo de eso sucede. En las proximidades de Sinaloa se puede dejar el
auto abierto, y una cuatro por cuatro con vidrios polarizados, con hombres
armados, garantiza "tus pertenencias". Vale decir, casi nadie imagina
una sociedad sin narcos, ya que su existencia pareciera obligado correlato del
creciente consumo de drogas. Y el mundo feliz, que Aldous Huxley parodiara en
1932, resulta impensable sin cocaína latina.
Es demasiado evidente que la mentada estrategia
–practicada con ingentes recursos materiales– no funciona. O, en todo caso, los
resultados no sólo no permitieron reducir la actividad, sino que la incidencia
de los narcos no ha dejado de crecer. Los motivos son casi obvios: América
Latina y el Caribe exportaron legalmente más de 1100 millones de millones de
dólares durante 2012. Las exportaciones ilegales no tienen una verificación
estadística tan rigurosa, pero las estimaciones de los expertos las ubican en
valores próximos a la mitad. Con un dato decisivo: el 50 por ciento del total,
unos 300 mil millones de dólares se consumen en los Estados Unidos.
Cualquiera que haya viajado a Estados Unidos en los
últimos diez años no sólo fue sometido a un ingente estudio previo para conseguir
la visa de admisión, sino que a su arribo al aeropuerto fue sometido a un
riguroso control de ingreso. Con una sofisticadísima parafernalia de
instrumentos los aduaneros revisan todo. Nada pareciera poder traspasar esa
frontera y sin embargo, cargamentos enormes de drogas la atraviesan día tras
día. Un mercado de alto poder adquisitivo, con decenas de millones de
consumidores, es adecuadamente abastecido. Una pregunta no puede no formularse:
¿cómo sería la vida en Nueva York, en Chicago o en San Francisco sin cocaína
durante 90 días?
Es sabido que una gran urbe sin electricidad
durante diez días se transforma en un foco infeccioso inhabitable, y por tanto
debe ser abandonada. Hollywood, que desarrolló el género catástrofe imaginando
lo imaginable hasta chocar con lo inverosímil, todavía no abordó el problema.
En todo caso, yo no vi esa película. Pero en los Estados Unidos nadie pareciera
creer que esa posibilidad –un mercado de drogas sin abastecimiento suficiente–
suponga una amenaza real. Dicho de otro modo, nadie imagina la vida diaria sin
drogas, más acá o más allá de que las consuma personalmente. Y un mercado que
aúlla su demanda con tanta intensidad no puede ser ignorado. Ese es exactamente
el punto. Una estrategia de seguridad sudamericana que no contemple este
problema está irremisiblemente condenada al fracaso.
LAS CRISIS POLICIALES ARGENTINAS Y LA GLOBALIZACIÓN.
Sergio Berni lanzó una dura
advertencia a quienes protagonizaron las recientísimas protestas uniformadas:
"La policía de todas las provincias tiene la obligación constitucional de
velar por la seguridad de cada una de las poblaciones y sería inadmisible que
repitan el esquema extorsivo que hizo sobre la sociedad de Córdoba", dijo.
Eso es hablar claro.
La relación policía-drogas no admite demostración
en contra. Y no estoy considerando tan sólo el problema dentro de las fronteras
nacionales. La DEA estadounidense se parece más a una institución reguladora
del consumo y el abastecimiento de drogas que a una estructura operativa
destinada a combatirlas. El modo elegido para "el combate" permite
controlar el mercado, regular los ingresos y los precios, pero de ningún modo
está en condiciones de ponerle fin, y no lo ignora. Ahora bien, dos políticas
de seguridad resultan imaginables. Una consiste en equipar adecuadamente las
fuerzas de seguridad, pagarles salarios razonables, dotarlas de control
político externo y ponerlas al servicio de una política de "seguridad
democrática". La otra pasa por la "mano dura", la baja de la
imputabilidad penal, la represión sin muchas contemplaciones, llenando de
policía y cámaras hasta el menor recoveco. La primera goza de cierto prestigio
en las escuelas garantistas del Derecho Penal, y la segunda es la bandera de
los halcones sedientos de sangre de todas las comarcas.
No cabe duda de que en territorio conceptual ambas
posturas se oponen, pero me pregunto si sobre el terreno una cosa no termina
siendo finalmente la otra. El punto clave pareciera ser el ejercicio del
control político de una fuerza armada. Un funcionario público con las mejores
intenciones tiene que enfrentar el siguiente dilema: ¿cuáles son los reclamos
legítimos y cuáles no lo son? ¿Cómo evitar transformarse en el vehículo legal
de un sistema de extorsión policial? ¿En qué fuerza se respalda para negarse a
satisfacer las demandas ilegítimas?
Una observación desapasionada del comportamiento
del socialismo de Santa Fe permite ver que el intento inicial pasó por el
control político externo de la policía, y que cansados de fracasar terminaron
aceptando el autocontrol. Las mismas idas y vueltas pueden contabilizarse en la
provincia de Buenos Aires. A tal punto que el gobernador que
"inventó" la mejor policía del mundo fue también el que intentó
desarmar el monstruo.
Eduardo Duhalde personifica tanto al doctor Jekyll
como a mister Hyde, y debemos admitir que entre ambos polos osciló y sigue
oscilando el problema. Si observamos una Argentina más segura vemos dos
cosas. El consumo de drogas era ínfimo, el garante del accionar policial eran
las Fuerzas Armadas. La represión política descompuso a las Fuerzas Armadas. El
'76 es en ese sentido un tajo sanguinoliento. La descomposición militar alcanza
su cenit con la destrucción de la cadena de mandos, con la conformación de los
grupos de tareas, con la decisión política "autónoma" de financiar la
práctica de la dictadura burguesa terrorista mediante el "botín de
guerra" y las zonas liberadas.
Ese
modelo de seguridad interna terminó arrasando las instituciones armadas, y las
que sobreviven parecieran más próximas a delatar ese problema que a facilitar
alguna solución. Al parecer, el problema político a resolver requiere la
conformación de un poder armado democrático. En la tradición militar que dio
origen a la historia nacional (estoy pensando en las milicias organizadas para
la autodefensa de Buenos Aires, y en el cuadro de oficiales construidos por el
general San Martín para el Ejército de los Andes), toda la sociedad intervino.
Me pregunto si no es tiempo de volver a parir mediante la intervención colectiva un nuevo
modelo de seguridad común.
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