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Pero también estaba “el optimismo de la
voluntad”. Paco sonreía ante cada gesto hermoso del mundo. Siempre con esa cara de ternura hacia los que
buscábamos pero aún no encontrábamos. Él
nos puso sobre las pistas. Nos deja muchas enseñanzas. Después de él no
podemos seguir reclamando la intolerancia en nombre de la consecución de
nuestras metas. Después de Paco no
podemos leer a Marx con maneras de loro ortodoxo ni de Torquemada radical
por que no sabe entender los tiempos de perplejidad que nos han tocado. Después de Paco sabemos que Gramsci es el
marxista que nos va a conducir con más astucia por el siglo XXI. Después de Paco sabemos que no hay socialismo si no es ecologista,
si no es feminista, si no es pacifista. Después de Paco sabemos que los
partidos -él, un
hombre siempre “del” partido- no bastan para cuidar de los asuntos públicos.
Después de Paco -y mucho antes que Zizèk
y otros asustaviejas- sabemos que en la vertiginosidad de los fotogramas de una película hay más pistas sobre nuestro mundo
que en buena parte de los libros
políticos que editan editoriales que hacen dinero con libros de cocina.
Después de Paco sabemos que sin una buena teoría la práctica anda ciega, que necesitamos hacer el esfuerzo de
interrogar a la metodología, de volver a preguntarle a la ciencia por las
cuestiones de la objetividad y de la
transformación social. Después de Paco sabemos que “ni Marx ni menos”. Con esa mirada
irónica, nunca -nunca- cínica, llena de
compasión, profundamente humanista porque era profundamente de izquierdas. Paco nos obliga a los críticos feroces de
nuestros mayores a no meter en el mismo saco a la generación del 68 y sus
entornos. Él no fue como toda esa cuerda de paniaguados que dejaron de
pelear, que sembraron la transición con las minas del consenso y la ocultación
y que, además,
pretendían seguir dando lecciones de radicalidad de izquierda a los que venían
detrás.
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¿Es tan malo ser anti-sistema?
Uno de los últimos artículos del maestro Francisco Fernández Buey.
FERNANDEZ BUEY, un hombre rojo y bueno.
*****
Público.
Domingo 26 de agosto del 2012.
Por
Francisco Fernández Buey y Jordi Mir.
No me preocupa el grito de los
violentos. El movimiento de los corruptos. La grita de los deshonestos. El odio
de los intolerantes. La desvergüenza de los inmorales. El impudor de los sin
ética y la delincuencia del criminal…. Lo que me preocupa es el silencio de los
buenos.
Venimos
observando que, en los últimos tiempos, los medios de comunicación de todo tipo
han puesto de moda el término anti-sistema. Lo usan por lo general en una
acepción negativa, peyorativa, y casi siempre con intención despectiva o
insultante. Y aplican o endosan el término, también por lo general, para
calificar a personas, preferentemente jóvenes, que critican de forma radical el
modo de producir, consumir y vivir que impera en nuestras sociedades, sean
estos okupas, alter-mundialistas, independentistas, desobedientes, objetores al
Proceso de Bolonia o gentes que alzan su voz y se manifiestan contra las
reuniones de los que mandan en el mundo.
Aunque no lo parezca, porque enseguida nos
acostumbramos a las palabrejas que se ponen de moda, la cosa es nueva o
relativamente nueva. Así que habrá que decir algo para refrescar la memoria del
personal. Hasta comienzos de la década de los ochenta la palabra antisistema
sólo se empleaba en los medios de comunicación para calificar a grupos o
personas de extrema derecha. Vino a sustituir, por así decirlo, a otra palabra
muy socorrida en el lenguaje periodístico: ultra. Pero ya en esa década la
noción se empleaba principalmente para hacer referencia a las posiciones del
mundo de Herri Batasuna en el País Vasco. En la década siguiente, algunos
periódicos a los que no les gustaba la orientación que estaba tomando Izquierda
Unida ampliaron el uso de la palabra anti-sistema para calificar a los
partidarios de Julio Anguita y la mantuvieron para referirse a la extrema
derecha, a los partidarios de Le Pen, principalmente, y a la llamada izquierda
abertzale. Así se mataba de un solo tiro no dos pájaros (de muy diferente
plumaje, por cierto) sino tres.
Esa práctica se ha seguido manteniendo en
la prensa aproximadamente hasta principios del nuevo siglo, cuando surgió el
movimiento antiglobalización o alter-mundialista. A partir de entonces se
empieza a calificar a los críticos que se manifiestan de grupos anti-sistema y
de jóvenes anti-sistema. Pero la calificación no era todavía demasiado habitual
en la prensa, pues el periodista de guardia de la época, Eduardo Haro Teglen,
en un artículo que publicaba en El País, en 2001, aún podía escribir: “Las
doctrinas policiales que engendra esta globalización que se hace interna hablan
de los grupos anti-sistema. No parece que el intento de utilizar ese nombre
haya cundido: se utilizan los de anarquismo, desarraigo, extremismo, agitadores
profesionales. Pero el propio sistema tendría que segregar sus modificaciones
para salvarse él si fuera realmente un sistema y no sólo una jungla, una
explosión de cúmulos”.
En cualquier caso, ya ahí se estaba
indicando el origen de la generalización del término: las doctrinas policiales
que engendra la globalización. Desde entonces ya no ha habido manifestación en
la que, después de sacudir convenientemente a una parte de los manifestantes,
la policía no haya denunciado la participación en ellas de grupos anti-sistema
para justificar su acción. Pasó en Génova y pasó en Barcelona. Y también desde
entonces los medios de comunicación vienen haciéndose habitualmente eco de este
vocabulario.
El reiterado uso del término anti-sistema
empieza a ser ahora paradójico. Pues son muchas las personas, economistas,
sociólogos, ecólogos y ecologistas, defensores de los derechos humanos y
humanistas en general que, viendo los efectos devastadores de la crisis actual,
están declarando, uno tras otro, que este sistema es malo, e incluso
rematadamente malo. Académicos de prestigio, premios Nobel, algunos presidentes
en sus países y no pocos altos cargos de instituciones económicas
internacionales hasta hace poco tiempo han declarado recientemente que el
sistema está en crisis, que no sirve, que está provocando un desastre ético o
que se ha hecho insoportable. Evidentemente, también estas personas son anti-sistema,
si por sistema se entiende, como digo, el modo actualmente predominante de
producir, consumir y vivir. Algunas de estas personas han evitado mentar la
bicha, incluso al hablar de sistema, pero otras lo han dicho muy claro y con
todas las letras para que nadie se equivoque: se están refiriendo a que el
sistema capitalista que conocemos y en el que vivimos unos y otros, los más
moran o sobreviven, es malo, muy malo.
Resulta por tanto difícil de entender que,
en estas condiciones y en la situación en que estamos, anti-sistema siga
empleándose como término peyorativo. Si analizando la crisis se llega a la
conclusión de que el sistema es malo y hay que cambiarlo, no se ve el motivo
por el cual ser anti-sistema tenga que ser malo. El primer principio de la
lógica elemental dice que ahí hay una incoherencia, una contradicción. Si el
sistema es malo, y hasta rematadamente malo, lo lógico sería concluir que hay
que ser anti-sistema o estar contra el sistema. Tanto desde el punto de vista
de la lógica elemental como desde el punto de vista de la práctica, es
indiferente que el anti-sistema sea premio Nobel, economista de prestigio,
okupa, alter-mundista o estudiante crítico del Proceso de Bolonia.
Si lo que se quiere decir cuando se emplea
la palabreja es que en tal acción o manifestación ha habido o hay personas que
se comportan violentamente, no respetan el derecho a opinar de sus
conciudadanos, impiden la libertad de expresión de los demás o atentan contra
cosas que todos o casi todos consideramos valiosas, entonces hay en el
diccionario otras palabras adecuadas para definir o calificar tales desmanes,
sean éstos colectivos o individuales. La variedad de las palabras al respecto
es grande. Y eligiendo entre ellas no sólo se haría un favor a la lengua y a la
lógica sino que ganaríamos todos en precisión. Y se evitaría, de paso, tomar la
parte por el todo, que es lo peor que se puede hacer cuando analizamos
movimientos de protesta.
*****
Francisco
Fernández Buey y Jordi Mir son Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales
(CEMS)-Universidad Pompeu Fabra
FERNÁNDEZ BUEY, un hombre rojo y bueno.
*****
Juan Carlos
Monedero.
Rebelión
martes 28 de agosto del 2012.
Se ha ido a
asaltar los cielos Paco Fernández Buey. Un hombre bueno. Camino de la última
batalla, cargado de un cuaderno de quejas inmenso para los inexistentes dioses.
“Un neoliberalismo de mierda, una globalización de mierda, un imperialismo
de mierda, una depredación ambiental de mierda. ¿No os da vergüenza estar tan
llenos de mierda?”. Ya lo había dicho antes: “Nunca te bañas dos veces en
el mismo río: la segunda está más sucio”.
Lo imagino estos
días cansado del mundo -llevaba tiempo cansado de este mundo desalmado-, aún
más desilusionado cuando su compañera ya se había marchado. Paco miraría cada
mañana la prensa y se diría: “qué disparate, qué disparate”. Paco se va a los
69 años. Qué solos nos estamos quedando. Y los Papas llegando a los 90…
Pudo ver las
fotos terribles de España ardiendo, de un gobierno con una gestión
descerebrada, más atenta al qué dirán que a solventar los problemas del país,
de una Europa volviendo a sus fueros. También, con sana sonrisa, vio el
nacimiento del 15M y las urgencias de convertirlo en un instrumento político
eficaz que reclamaba más tiempo del que él desearía. No pudo ver la foto terrible de esta mañana, donde tres subsaharianos miran a la desvencijada Europa desde la
desahuciada África. Imagen de un mundo que no invita a grandes alegrías.
Quedarse aquí ¿para qué?
A todos nos
compete un pedazo de esa mirada desapasionada. Un mundo donde el socialismo se
cayó junto con un muro que los ciudadanos no quisieron sostener, donde la
mayoría de esa tierra de cabreros llamada España prefería las mentiras del PP y
del PSOE a enfrentar un futuro lleno de desafíos, con un medio ambiente
gritando desesperado ante la mirada displicente del, con exceso y sólo por
comparación, llamado homo sapiens.Demasiado “pesimismo de la
inteligencia”.
Pero también
estaba “el optimismo de la voluntad”. Paco sonreía ante cada gesto hermoso del
mundo. Siempre con esa cara de ternura hacia los que buscábamos pero aún no
encontrábamos. Él nos puso sobre las pistas. Nos deja muchas enseñanzas.
Después de él no podemos seguir reclamando la intolerancia en nombre de la
consecución de nuestras metas. Después de Paco no podemos leer a Marx con
maneras de loro ortodoxo ni de Torquemada radical por que no sabe entender los
tiempos de perplejidad que nos han tocado. Después de Paco sabemos que Gramsci
es el marxista que nos va a conducir con más astucia por el siglo XXI. Después
de Paco sabemos que no hay socialismo si no es ecologista, si no es feminista,
si no es pacifista. Después de Paco sabemos que los partidos -él, un hombre
siempre “del” partido- no bastan para cuidar de los asuntos públicos.
Después de
Paco -y mucho antes que Zizèk y otros asustaviejas- sabemos que en la
vertiginosidad de los fotogramas de una película hay más pistas sobre nuestro
mundo que en buena parte de los libros políticos que editan editoriales que
hacen dinero con libros de cocina. Después de Paco sabemos que sin una buena
teoría la práctica anda ciega, que necesitamos hacer el esfuerzo de interrogar
a la metodología, de volver a preguntarle a la ciencia por las cuestiones de la
objetividad y de la transformación social. Después de Paco sabemos que “ni Marx
ni menos”. Con esa mirada irónica, nunca -nunca- cínica, llena de compasión,
profundamente humanista porque era profundamente de izquierdas. Paco nos obliga
a los críticos feroces de nuestros mayores a no meter en el mismo saco a la
generación del 68 y sus entornos. Él no fue como toda esa cuerda de paniaguados
que dejaron de pelear, que sembraron la transición con las minas del consenso y
la ocultación y que, además, pretendían seguir dando lecciones de radicalidad
de izquierda a los que venían detrás.
Hoy Paco no
ha podido leer en la prensa como cuenta Francisco Rubio Llorente, uno de los vicepresidentes del Tribunal Constitucional,
que suya fue la idea que debía contentar a Tirios y Troyanos -valga decir
fascistas y demócratas- cuando en 1976 había que hacer algo en el Parlamento de
la democracia con los símbolos del franquismo: “Dejarlos y quitarlos era un
problema (…) ¿Solución: los tapamos con tapices”. Esa es la democracia que
hemos heredado: franquismo tapado con tapices. Paco nos ayudó a arrancar los
trapos de fieltro y bordados falsos a tantas mentiras. Porque era generoso.
Porque primó en su vida luchar por la democracia y el socialismo antes que
adornar su biografía con falsas gestas.
Allá anda,
por ese mundo que puebla nuestra conciencia, arrancando las hojas de parra a
los tímidos, preguntando a los ángeles por qué son tan aburridos, organizando
el infierno para decirle al diablo que su sitio en verdad está entre las nubes,
gritándonos desde el más acá: ¡No dejéis de luchar, que se acerca vuestro
tiempo!
Paco
Fernández Buey, de los hombres más generosos de la izquierda española. Un
hombre bueno que nos deja un poco más solos, un poco más urgidos, un poco más
comprometidos, un poco más, como siempre nos recomendaba, insumisos. Parece que
le oigo decir desde algún lugar del eter: “¿cómo que no vais a rodear el
congreso? ¡El pueblo siempre ha de estar por encima de los políticos! ¿Quién
tiene miedo al pueblo? Prudencia siempre, pero también coraje”. Y en esa insumisión
ya te has quedado con nosotras y nosotros.
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