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Estas Comunidades de Población en Resistencia
estaban formadas por campesinos
humildes, que en realidad no eran miembros activos del movimiento
guerrillero, y que por la misma necesidad de sobrevivencia en condiciones
extremas fueron desarrollando modos organizativos fabulosos. “Elevaron mucho su nivel
de capacitación en educación y de organización en la producción y con pocos
recursos producían mucho. A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos
en ese sentido”, afirmó Enrique Corral, ex cura y luego integrante del movimiento
armado guatemalteco, actualmente de la
Fundación Guillermo Toriello, vinculado siempre a las CPR. Tras la firma de
los Acuerdos de Paz en 1996, estas poblaciones se fueron asentando en diversos
puntos del territorio nacional, ya sin
el acoso perpetuo de vivir guerra, pero sin ver materializado ninguno de
los compromisos tomados en esa firma. Mantuvieron su organización de democracia
viva, aunque sin el más mínimo apoyo por parte del Estado en créditos, infraestructura,
facilidades diversas, etc., su situación actual los arroja a la pobreza
profunda.
“Como población civil se logró establecer un
sistema de organización democrática dando vida a los valores y principios
humanos de sobrevivencia, haciendo de la
resistencia la forma de organización comunitaria, organizando
el trabajo colectivo, la distribución equitativa de lo que producimos y de lo
que se recibía de la Solidaridad [internacional]”, explicaba un
miembro de las CPR. Sin ningún lugar
a dudas si un grupo en condiciones tan tremendamente extremas pudo sobrevivir
dignamente, más allá de la pobreza
material, esto muestra que la organización real desde abajo es posible. Es
más: sin esa organización democrática de base, real, genuina, no hubieran
podido sobrellevar la situación. ¿Qué
nos dice todo esto? Que la democracia de base sí es posible, y que la organización
política actual que impone “el desarrollo” no es más que formalidad. Una vez
más: ¿a quién representan los representantes?
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Campesina guatemalteca, organizada en las Comunidades de Resistencia, hoy fortaleza de la Democracia Directa.
GUATEMALA. Comunidades de Población en
Resistencia: Un ejemplo de Democracia de Base.
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Jueves 30 de agosto del 2012.
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Pocos conceptos hay tan
manipulados como el de “democracia”. En su nombre se puede hacer cualquier
cosa, por ejemplo, invadir países y masacrar a gran cantidad de población. Su supuesta “defensa” irrestricta permite
las peores tropelías, y la guerra “por la democracia” es una de sus más
incomprensibles formulaciones: ¿matar a otro para defender la libertad? No hay
dudas que la imaginación humana da para mucho.
El sistema capitalista
actual, dominante largamente a escala planetaria, se atribuye como una de sus
notas distintivas el ejercicio de la democracia. Así, dicho con cierta cuota de
ampulosidad (“democracias de mercado”,
por ejemplo), la democracia sería un bien en sí mismo, y su sola mención
tendría un poder casi mágico, sinónimo de corrección, buen camino y luz en el
medio de las tinieblas. De todos modos –la historia de la humanidad nos lo
confirma– las relaciones de poder entre los miembros de nuestra especie son el
núcleo problemático por excelencia. Nada hay más dificultoso ni plagado de
tensiones en el orden humano que las relaciones en torno a la construcción del
poder. El poder no sólo como expresión
de la clase dominante a través de su aparato de dominación, el Estado
(quizá la forma tradicional de entenderlo), sino el poder en su faceta
definitoria de la cotidianeidad, como aquello que está siempre presente y
actuando cuando se juntan dos o más individuos; el poder como aspiración de
infinitud y completud de nosotros los humanos, por definición finitos e
incompletos; el poder que se da entre géneros, entre etnias, entre adultos y
jóvenes, etc., etc.
Es decir: el poder, en
su amplísima gama de posibilidades de las interrelaciones humanas y que termina
con la idea moderna de Estado como expresión de las relaciones políticas que
subsume todas las otras, tendría según esta concepción como punto máximo de
llegada “la democracia” en tanto nivel superior de toda nuestra construcción
histórica. Dicho de ese modo, “la”
democracia sería un bien supremo al que algunos, pareciera, ya han llegado
(¿los desarrollados?), y otros aún están
camino de alcanzar (¿los subdesarrollados?). La idea implícita es que fuera
de “la democracia” –punto máximo de nuestro desarrollo como sociedad política–
lo demás es atraso, primitivismo, salvajismo.
Si fuera necesariamente
cierto, hasta inclusive valdría la pena tomar en serio el debate. Pero estando
tan asquerosamente manipulado como está el concepto, hablar de democracia debe
llevarnos, ante todo, a su crítica radical, a su problematización. ¿De qué
hablamos cuando decimos “democracia”?
“Con la democracia también se come”, expresaba
vehemente en su campaña proselitista Raúl Alfonsín antes de convertirse en el primer presidente
constitucional luego de la dictadura militar que asoló Argentina entre 1976 y
1982. La promesa levantaba grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar
las elecciones. Hoy, ya con tres décadas del así llamado ejercicio democrático,
el país no puede salir de la peor crisis de su historia (aumentó
exponencialmente el índice de suicidios y de disfunción sexual masculina como
una de las tantas consecuencias derivadas de esa crisis, valga adelantar sólo
como mínimo ejemplo), y no es infrecuente que muchos de sus habitantes deban
comer de los tarros de basura, así como no fueron tan raros, en estos últimos
años, saqueos a parques zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la
democracia no ha dado para comer como se esperaba.
Mucha gente en Latinoamérica –de hecho una investigación de Naciones Unidas del
2004: “La democracia en América Latina. Hacia
una democracia de ciudadanas y ciudadanos” lo estudió en profundidad dando
cifras elocuentes: el 55 % de la población– apoyaría de buen grado un gobierno
dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica, lo cual
llenó de consternación a más de un politólogo. Sin ningún lugar a dudas décadas
de dictaduras militares y regímenes totalitarios dejaron una profunda marca
política en la región, por lo que no espanta la idea de un gobierno no
democrático. Pero ello no habla sólo de una cierta vocación autoritaria de las
poblaciones latinoamericanas, transformada ya hoy en hecho cultural; habla, más
que nada, del fracaso de estas democracias formales aparecidas alrededor de la
década de los 80, luego de los tristemente célebres gobiernos militares, donde
la mano de Washington no fue ajena.
Democracia: gobierno del pueblo; es tan amplio que lo dice todo y no dice nada. Una
rápida mirada de la historia, o de cualquier situación actual, nos confronta
con que lo que menos tenemos como experiencia concreta en nuestro largo y
tortuoso proceso civilizatorio es, justamente, “gobierno del pueblo”.
Con el ascenso del
capitalismo y el triunfo político de la
nueva burguesía hace un par de siglos, la democracia representativa toma su
mayoría de edad, y hoy, doscientos años después de haberse impuesto a partir de
la cabeza guillotinada de los monarcas franceses, se presenta como el modelo
más desarrollado de organización social. En ese sentido se autoerige como
condición de la prosperidad. Pero ¿quién dice que es el más “desarrollado”?
¿Desde qué parámetros?
Un informe del Banco
Mundial reveló que la República Popular
China sacó de la marginación a 200 millones de personas en 20 años sin que
sus reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga, pero más aún, con una
organización política abominada por las democracias occidentales en la que
brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros
democráticos. Como dijo Luis Méndez
Asensio: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro
tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la
respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los
números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el
gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades,
sin amnistiar al prójimo.”
Como organizaciones de base, raíz y columna vertebral de la Democracia Asociacionista, protestan y se movilizan para proteger sus derechos sociales y políticos, es la Democracia Directa.
¿Tienen poder los que votan? Los regímenes autocráticos terminan siendo
agobiantes, todos, no importa el color ideológico en juego. Visto el panorama
mundial, en ningún país –ni en los pobres, la gran mayoría del planeta, por
cierto, ni en los ricos– la masa mayoritaria detenta el poder real. Sucede que en
algunos, los menos, la riqueza alcanza para que todos vivan con el mínimo de
dignidad que, hoy por hoy, la gran
mayoría de la humanidad no tiene (comida, agua potable, educación básica,
vivienda). Si esas necesidades primarias no se resuelven, es improcedente
pensar –como lo hiciera el por ese entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, refiriéndose al mapa de
Latinoamérica luego de conocidas las conclusiones del referido estudio– que “la
solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en
una sólida y profundamente enraizada democracia”. Por supuesto que las
dictaduras no resolvieron los problemas de pobreza y exclusión social (no
estaban para eso, por cierto). Pero tampoco los han resuelto las actuales
democracias a cuentagotas.
Tan elástico es este vapuleado concepto de “democracia” que sirve para cualquier propósito:
para comer –según Alfonsín–, para mantener un bloqueo contra Cuba, para invadir
Irak, para deponer al presidente Aristide en Haití o Chávez en Venezuela,
democráticamente electos por cierto… ¿No será que, por tan elástico, en realidad
no significa nada de nada?
Es hora de cambiar el
concepto de democracia representativa,
aquél con el que se ha venido explotando a las grandes masas desde hace dos
siglos, por algo nuevo: democracia genuina, democracia desde abajo, directa. ¿A
quién representan los representantes? Si el propio pueblo no es artífice de su
destino, no hay salida para los problemas que ya conocemos de memoria en
Latinoamérica.
En la olvidada Guatemala, en Centroamérica, cuna de
una de las civilizaciones más antiguas y esplendorosa de la historia: los mayas (seguramente “de moda” en los
próximos meses, dada la manoseada “profecía
maya” del fin del mundo, que moverá bastante turismo) hay un ejemplo
encomiable de democracia
directa: las Comunidades de Población en Resistencia (CPR).
Es sabido que en ese
país una guerra civil dejó daños
inconmensurables, siendo la nación latinoamericana más golpeada por las
estrategias contrainsurgentes que se desarrollaron en el marco de la Guerra
Fría con la Estrategia de Seguridad Nacional. La población campesina, de origen maya, fue la más golpeada. En
muchos casos, para sobrevivir a las políticas genocidas de tierra arrasada, por
miles se internaron en las selvas, protegiendo así lo único que les quedaba: su
vida, dado que dejaron tras de sí todo, casa, ganado de subsistencia, sus
mínimas parcelas, enseres domésticos. Así, en condiciones de extrema pobreza
vivieron años, muy organizados, en un sistema de democracia directa que es digno de admiración. Estas Comunidades de Población en Resistencia
estaban formadas por campesinos humildes, que en realidad no eran miembros
activos del movimiento guerrillero, y que por la misma necesidad de
sobrevivencia en condiciones extremas fueron desarrollando modos organizativos
fabulosos.
“Elevaron mucho su nivel
de capacitación en educación y de organización en la producción y con pocos
recursos producían mucho. A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos
en ese sentido”, afirmó Enrique Corral,
ex cura y luego integrante del movimiento armado guatemalteco, actualmente de
la Fundación Guillermo Toriello, vinculado siempre a las CPR. Tras la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, estas
poblaciones se fueron asentando en diversos puntos del territorio nacional, ya
sin el acoso perpetuo de vivir guerra, pero sin ver materializado ninguno de
los compromisos tomados en esa firma. Mantuvieron su organización de democracia
viva, aunque sin el más mínimo apoyo por parte del Estado en créditos,
infraestructura, facilidades diversas, etc., su situación actual los arroja a
la pobreza profunda.
“Como población civil se logró establecer un
sistema de organización democrática dando vida a los valores y principios
humanos de sobrevivencia, haciendo de la resistencia la forma de organización
comunitaria, organizando el trabajo colectivo, la distribución equitativa de lo
que producimos y de lo que se recibía de la Solidaridad [internacional]”, explicaba un miembro de las CPR. Sin ningún lugar a dudas si un grupo en condiciones tan
tremendamente extremas pudo sobrevivir dignamente, más allá de la pobreza
material, esto muestra que la organización real desde abajo es posible. Es más:
sin esa organización democrática de base, real, genuina, no hubieran podido
sobrellevar la situación. ¿Qué nos dice todo esto? Que la democracia de base sí
es posible, y que la organización política actual que impone “el desarrollo” no
es más que formalidad. Una vez más: ¿a quién representan los representantes?
En esta búsqueda de encontrarle caminos reales al
fabuloso proyecto de darle forma concreta a la utopía, estudiar en detalle la
historia de las CPR puede ser un paso de gran importancia. Tal como dice el cura-guerrillero Enrique Corral, sin
dudas que “A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos”. Este breve
escrito no es sino: a) una expresión de júbilo en relación a que otra
democracia sí es posible, más allá del formalismo de la democracia
representativa. Y además, b) una invitación a académicos, científicos sociales
y actores políticos a que se profundice en el estudio de esa construcción de
base de la democracia en que vivieron las Comunidades de Población en Resistencia en lo más adverso de
la guerra. Aprender de las “buenas prácticas”, como se dice hoy día, es
inteligente.
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