Buenos Aires Económico.
EL DERRUMBE DE LA GLOBALIZACION y la Ventaja de Vivir con lo nuestro.
ALDO FERRER. Director Editorial.
25-09-2008.
La Política Económica Argentina abre interrogantes significativos.
A partir de la primera crisis del petróleo, en los inicios de la década de 1970, el paradigma keynesiano, hasta entonces prevaleciente en los países centrales, fue sustituido por el neoliberal. Su principal diferencia con el enfoque histórico del liberalismo es su fundamentalismo respecto de la liberación financiera y la racionalidad superior de los mercados. Esta última se plasmó en la teoría de las expectativas racionales, según la cual los mercados son tan sabios que tienen capacidad de bloquear las políticas públicas, por definición, irracionales, que los contradicen.
El cambio del paradigma teórico dominante se incorporó en las políticas de las mayores economías industriales y reveló el avance de la globalización, particularmente, en la esfera financiera. Ésta, en efecto, procedió a una velocidad muy superior a la globalización en el plano real del comercio y las inversiones internacionales, conformando un megamercado de alcance planetario. En el mismo, los movimientos internacionales de dinero están concentrados en la especulación financiera a través del arbitraje de tasas de interés, paridades de las monedas y variaciones en las cotizaciones de papeles de deuda y acciones en Wall Street y las otras grandes plazas financieras.
Los mercados desregulados dieron lugar a una sofisticación sin precedentes en los activos financieros y a emitirlos sobre la base de respaldos vulnerables, como en el caso de las hipotecas subprime en los Estados Unidos. La circulación global de los mismos contagió a las principales plazas financieras mientras los inversores institucionales, fondos de cobertura y otros intermediarios adquirieron un papel dominante en la expansión de las transacciones globales. Dada la insuficiencia de las normas reguladoras, la conmoción actual es resultante de ese fundamentalismo globalizador de los mercados. Influyó, también, el estímulo de las políticas de abundancia de liquidez y bajas tasas de interés, durante la administración Greenspan en la Reserva Federal de los Estados Unidos, que impulsó la expansión inmobiliaria y de las hipotecas de alto riesgo, cuyo derrumbe desencadenó el actual Tsunami financiero internacional.
La globalización financiera se extendió rápidamente por América latina, atrapó a nuestros países y dio lugar al aumento desenfrenado del endeudamiento externo y, luego, a la crisis de la deuda y a la “década perdida” de los años ochenta. La sobrevaluación del tipo de cambio fue un instrumento central del fomento de la especulación financiera, a través de tasas de interés en los mercados locales, atractivas para los capitales especulativos y las “bicicletas” del arbitraje de tasas locales e internacionales.
Planteada la crisis de la deuda, el fundamentalismo globalizador, plasmado en el “Consenso de Washington”, predominó en América latina en el último cuarto de siglo, y en la Argentina fue llevado hasta las últimas consecuencias. Según ese enfoque, el orden mundial es un sistema de alcance global, planetario, en el cual tiene lugar la mayor parte de las transacciones económicas y, en el que las decisiones las toman los centros de poder transnacional. A saber, los mercados financieros, las grandes corporaciones y, en cierta medida, los gobiernos de un reducido grupo de países altamente industrializados, en primer lugar, los Estados Unidos. En ese escenario, los otros países y sus Estados nacionales habrían perdido capacidad de tomar decisiones sobre los temas fundamentales de la producción, la inversión y la distribución del ingreso
Para este enfoque, los países periféricos de los centros de poder del sistema, carecen de poder decisorio propio y sus Estados nacionales son impotentes para determinar el curso de los acontecimientos. Como los mercados saben más que el Estado y las políticas públicas perturban la racionalidad económica, la única actitud posible es seguir la corriente y hacer lo que los mercados esperan. La política económica queda reducida entonces a transmitir señales amistosas a los criterios e intereses de los mismos. Se supone que, entonces, los mercados globales incorporarán al país periférico al proceso de desarrollo y elevarán el bienestar del conjunto de la población.
Por razones que hemos recordado en columnas anteriores en este mismo espacio, los fundamentos de este enfoque son falsos y sus consecuencias catastróficas, como lo demuestran la experiencia argentina en la crisis del 2001/02 y, actualmente, el Tsunami financiero internacional. El fundamentalismo globalizador se derrumbó primero en la Argentina y ahora en el mundo. Vuelven, entonces, a recuperar influencia las ideas de grandes economistas, como Keynes y Prebisch, que enfatizaron la responsabilidad del Estado en la regulación de los mercados para permitir el pleno empleo de los recursos y los equilibrios macroeconómicos en las naciones y en la economía mundial. Es en esas fuentes donde se apoyó mi tesis doctoral de 1953 “El Estado y el desarrollo económico”, y posteriormente, en 1983, mi libro Vivir con lo nuestro.
Sucede que el desarrollo económico depende de la capacidad de las sociedades de poner en marcha procesos de acumulación en sentido amplio. Vale decir, acumulación de capital, tecnología, capacidad de gestión privada y pública, educación, regulación económica y de relaciones creativas entre las esferas pública y privada. Ese proceso de acumulación sólo puede gestarse desde adentro de cada sociedad y no puede transplantarse desde afuera. No son posibles la acumulación y el desarrollo subordinándolos a factores externos que desarticulan la cohesión social y el tejido productivo de un país. De allí la irracionalidad del planteo que inspiró las políticas neoliberales y culminaron en la crisis argentina. Al mismo tiempo, el desarrollo requiere vincularse al mercado y al acervo de tecnologías y conocimientos disponibles en el mundo, manteniendo siempre el comando de la estrategia de asignación de recursos y distribución del ingreso.
Para este enfoque, los países periféricos de los centros de poder del sistema, carecen de poder decisorio propio y sus Estados nacionales son impotentes para determinar el curso de los acontecimientos. Como los mercados saben más que el Estado y las políticas públicas perturban la racionalidad económica, la única actitud posible es seguir la corriente y hacer lo que los mercados esperan. La política económica queda reducida entonces a transmitir señales amistosas a los criterios e intereses de los mismos. Se supone que, entonces, los mercados globales incorporarán al país periférico al proceso de desarrollo y elevarán el bienestar del conjunto de la población.
Por razones que hemos recordado en columnas anteriores en este mismo espacio, los fundamentos de este enfoque son falsos y sus consecuencias catastróficas, como lo demuestran la experiencia argentina en la crisis del 2001/02 y, actualmente, el Tsunami financiero internacional. El fundamentalismo globalizador se derrumbó primero en la Argentina y ahora en el mundo. Vuelven, entonces, a recuperar influencia las ideas de grandes economistas, como Keynes y Prebisch, que enfatizaron la responsabilidad del Estado en la regulación de los mercados para permitir el pleno empleo de los recursos y los equilibrios macroeconómicos en las naciones y en la economía mundial. Es en esas fuentes donde se apoyó mi tesis doctoral de 1953 “El Estado y el desarrollo económico”, y posteriormente, en 1983, mi libro Vivir con lo nuestro.
Sucede que el desarrollo económico depende de la capacidad de las sociedades de poner en marcha procesos de acumulación en sentido amplio. Vale decir, acumulación de capital, tecnología, capacidad de gestión privada y pública, educación, regulación económica y de relaciones creativas entre las esferas pública y privada. Ese proceso de acumulación sólo puede gestarse desde adentro de cada sociedad y no puede transplantarse desde afuera. No son posibles la acumulación y el desarrollo subordinándolos a factores externos que desarticulan la cohesión social y el tejido productivo de un país. De allí la irracionalidad del planteo que inspiró las políticas neoliberales y culminaron en la crisis argentina. Al mismo tiempo, el desarrollo requiere vincularse al mercado y al acervo de tecnologías y conocimientos disponibles en el mundo, manteniendo siempre el comando de la estrategia de asignación de recursos y distribución del ingreso.
Cuando los países logran dar respuestas a los desafíos y oportunidades de la globalización consistentes con su desarrollo nacional, abren oportunidades para todos, promueven la inversión y el crecimiento y establecen relaciones simétricas no subordinadas con el orden global. Cuando no, prevalecen el subdesarrollo, la pobreza, la desigualdad y la dependencia respecto de los centros de poder mundial. La historia argentina ilustra estos hechos con ejemplos emblemáticos.
La capacidad de acumulación y desarrollo y la eficacia de las respuestas a la globalización dependen de la densidad nacional de los países. Vale decir:
*- de su cohesión social,
*- la calidad de los liderazgos para acumular poder reteniendo el dominio de los principales recursos y abriendo oportunidades de empleo para la mayoría,
*- la estabilidad de las instituciones y de ideologías funcionales al despliegue del potencial de los recursos disponibles.
La experiencia histórica es concluyente. Observando la realidad contemporánea se advierte que lo que caracteriza a los países más exitosos de Asia, como Corea, Taiwán y Malasia, e incluso, China e India, es una densidad nacional suficiente para desplegar procesos de acumulación en sentido amplio y, consecuentemente, crecer y ampliar los espacios de bienestar de su población. En América latina, en cambio, las fracturas sociales, liderazgos que acumulan poder subordinados a intereses transnacionales, instituciones frágiles y la influencia de lo que Prebisch llamaba el “pensamiento céntrico”, obstaculizaron la formación de economías de mercado dinámicas y abiertas al mundo, preservando el comando del propio destino.
La capacidad de acumulación y desarrollo y la eficacia de las respuestas a la globalización dependen de la densidad nacional de los países. Vale decir:
*- de su cohesión social,
*- la calidad de los liderazgos para acumular poder reteniendo el dominio de los principales recursos y abriendo oportunidades de empleo para la mayoría,
*- la estabilidad de las instituciones y de ideologías funcionales al despliegue del potencial de los recursos disponibles.
La experiencia histórica es concluyente. Observando la realidad contemporánea se advierte que lo que caracteriza a los países más exitosos de Asia, como Corea, Taiwán y Malasia, e incluso, China e India, es una densidad nacional suficiente para desplegar procesos de acumulación en sentido amplio y, consecuentemente, crecer y ampliar los espacios de bienestar de su población. En América latina, en cambio, las fracturas sociales, liderazgos que acumulan poder subordinados a intereses transnacionales, instituciones frágiles y la influencia de lo que Prebisch llamaba el “pensamiento céntrico”, obstaculizaron la formación de economías de mercado dinámicas y abiertas al mundo, preservando el comando del propio destino.
Argentina está reaccionando bien a las turbulencias actuales, precisamente, porque vive con lo suyo, autofinanciada en sus propios recursos y en los superávits fiscal y de los pagos externos. Goza, asimismo, de la ventaja de ser un gran productor y exportador de alimentos y excedentario en energía, lo cual le permite administrar el impacto de la evolución de los precios de dos recursos críticos de la economía mundial. Sobre estas bases, el país pudo encuadrar el tema de la deuda externa en niveles manejables y financiar los compromisos emergentes con recursos propios. Sobre las mismas bases del ahorro interno, la tasa inversión/PBI aumentó del 12%, a principios del 2002, al 24% de la actualidad.
Vivir con lo nuestro posibilitó la recuperación y ubicarnos en el orden mundial como un país en el comando de su propio destino no subordinado a la irracionalidad de los mercados especulativos. La continuidad o interrupción de este proceso no está determinada por la influencia del contexto internacional sino por la calidad de la política económica argentina, la cual, en el pasado, fue suficientemente buena para alcanzar resultados notables y, actualmente, abre interrogantes significativos.
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