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“El senador republicano Lindsey Graham develó la realidad geoeconómica con
franqueza durante una
visita a Kiev, junto al ilegitimo presidente ucraniano Volodímir
Zelensky: «Ucrania está sentada en una mina de oro. Posee entre 10 y 12 billones
de dólares en minerales críticos, lo que podría convertirla en el país más rico
de Europa. No deseo que ese dinero termine en manos de Putin o de China».
Minerales,
bancos, petróleo, gas y tierras agrícolas son el verdadero botín que los
actores económicos —desde Antony Blinken hasta los gigantes financieros como
BlackRock— no están dispuestos a ceder.
“La
reacción de Rusia no se hizo esperar. Moscú respondió con el lanzamiento de un cohete hipersónico denominado Oréshnik,
un arma con una velocidad de Mach 10,
imposible de interceptar por los sistemas de defensa aérea occidentales. Este misil, capaz de alcanzar
objetivos a cualquier distancia sin recurrir al arsenal nuclear, marcó un punto de inflexión y desestructuró la iniciativa atómica. Los aliados occidentales entendieron que Rusia aún conserva un poder
de destrucción que los pone en jaque
sin ingresar a su juego. Paradójicamente, esta demostración de fuerza
parece haber beneficiado o sacado de un
futuro apuro a Trump más que a la OTAN.
Mientras los neoliberales progresistas
intentan no negociar con el Kremlin,
la aparición del Oréshnik los ha tomado por
sorpresa, desestabilizando su estrategia de escalada bélica.
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NEOLIBERALES
CONSERVADORES
VS. NEOLIBERALES
PROGRESISTAS. EL INFIERNO QUEDÓ VACÍO.
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Por Alejandro
Marcó del Pont | 02/12/2024 | Economía
Fuente. Revista Rebelión lunes 2 de
diciembre del 2024.
Decir que
romper con el statu quo otorga un notable sex appeal y una cierta aura de
anti-sistema, aunque se siga apoyando a los mismos
Los días 25
y 26 de noviembre de este año, en la ciudad de Anagni, Italia, los ministros de
Asuntos Exteriores de los países del G7 se
reunieron en un momento particularmente complejo
para el panorama internacional. La invasión
rusa de Ucrania, que ya supera los mil
días, y las tensiones en Gaza y el
Líbano continúan sin resolución aparente. A pesar de ello, los enviados del
G7 declararon su compromiso de
abordar estas crisis globales.
El lugar
elegido para el evento, Anagni, no es un escenario fortuito. En esta ciudad se produjo el célebre «atentado de Anagni», un episodio que simbolizó la confrontación
entre el poder papal y las monarquías europeas en la Edad Media. De forma similar, la
reunión del G7 representa hoy una pugna entre poderes hegemónicos que
disputan el control político, económico
y cultural del mundo.
Resolver las
crisis actuales parece una
tarea monumental, especialmente en un contexto
político global dominado por el descontento
social. Este fenómeno ha generado
líderes disruptivos como Donald
Trump, cuya llegada al poder en
Estados Unidos, impulsada por un
voto protesta, marcó un punto de inflexión
en las democracias occidentales. Su victoria
reflejó el hartazgo de amplios sectores
sociales hacia las élites
establecidas, un patrón que se ha
replicado en otras partes de Occidente.
En este
marco, surge lo que algunos analistas denominan la «geografía del
descontento». Grandes regiones afectadas por un prolongado declive económico —antiguas zonas industriales, ciudades
medianas y áreas rurales— han alimentado un voto de protesta que no se limita a cuestiones
económicas. Este malestar está
arraigado en una profunda crisis
cultural e identitaria, marcada por la percepción
de pérdida de valores tradicionales (ya sean «americanos», «europeos» o «argentinos») y el temor a una nueva guerra
mundial.
Un análisis
de Miguel Urbán Crespo introduce
el concepto de malmenorismo, una estrategia de
voto que, más que respaldar a un
candidato por sus méritos, busca
evitar lo que se percibe como un mal mayor. Este fenómeno ha cobrado fuerza en las democracias occidentales, consolidando dinámicas políticas que perpetúan las élites del sistema.
El malmenorismo es
el fruto de la confrontación entre dos formas de neoliberalismo: los neorreaccionarios, liderados por
multimillonarios que se declaran abiertamente antidemocráticos y
antiigualitarios, y el neoliberalismo
progresista, un concepto desarrollado por la filósofa Nancy Fraser. Este último representa una alianza paradójica entre las élites económicas y los sectores
progresistas. Por un lado, adopta políticas
económicas que perpetúan la financiarización,
la desindustrialización y la concentración
de la riqueza. Por otro, promueve causas
sociales progresistas como el feminismo,
los derechos LGBTQ, la equidad racial, la defensa de los migrantes y la sostenibilidad
ambiental. Este doble discurso ha logrado construir una narrativa seductora que enmascara la continuidad de dinámicas económicas profundamente reaccionarias. Es decir, lo que llevo a que ganaran Trump, Milei o Giorgia Meloni.
El problema actual es que, de un lado, están los nacionalistas, los neoreacionarios y del otro el neoliberalismo progresista perdedor. Los Soros, Biden, Blinken, Sullivan, Macron, Starmer, Trudreau, BlackRock o la banca Rothschild, los que apuestan a que se espiralizarían los dementes, son los partidarios de la guerra porque entienden que del otro lado están los ganadores sociópatas.
El conflicto
en Ucrania ejemplifica la pugna entre estas fuerzas. El 16 de noviembre, el presidente
estadounidense Joe Biden levantó la
prohibición del uso de misiles de largo
alcance por parte del ejército ucraniano
para atacar objetivos estratégicos
dentro de territorio ruso. Esta
medida, celebrada a ambos lados del Atlántico, también fue respaldada por Francia y el Reino Unido, que
autorizaron el uso de misiles Scalp y
Storm Shadow. Sin embargo, estas decisiones reflejan un claro involucramiento de las fuerzas de la OTAN, ya que Ucrania no podría operar estas armas
sin los sistemas de navegación
satelital proporcionados por Estados
Unidos.
Según
el Global
Times, esta
escalada militar busca dificultar cualquier intento de Donald Trump, presidente electo, de orquestar un acuerdo de paz tras asumir el cargo el 20 de
enero. La estrategia parece diseñada
para aumentar la presión sobre Rusia y
limitar el margen de maniobra del
Kremlin, en un contexto donde los
intereses económicos son claros.
El senador republicano Lindsey Graham develó la realidad geoeconómica con
franqueza durante una
visita a Kiev, junto al ilegitimo presidente ucraniano Volodímir
Zelensky:
«Ucrania está sentada en una mina de oro. Posee
entre 10 y 12 billones de dólares en minerales críticos, lo que podría
convertirla en el país más rico de Europa. No deseo que ese dinero termine en
manos de Putin o de China». Minerales,
bancos, petróleo, gas y tierras agrícolas son el verdadero botín que los
actores económicos —desde Antony Blinken hasta los gigantes financieros como
BlackRock— no están dispuestos a ceder.
La reacción
de Rusia no se hizo esperar. Moscú respondió
con el lanzamiento de un cohete hipersónico
denominado Oréshnik, un arma con una velocidad de Mach 10, imposible de interceptar por los sistemas de defensa aérea occidentales. Este misil, capaz de alcanzar objetivos a cualquier distancia sin recurrir al arsenal nuclear, marcó un punto de inflexión
y desestructuró la iniciativa atómica. Los aliados occidentales entendieron que Rusia aún conserva un poder
de destrucción que los pone en jaque
sin ingresar a su juego.
Paradójicamente,
esta demostración de fuerza
parece haber beneficiado o sacado de un
futuro apuro a Trump más que a la OTAN.
Mientras los neoliberales progresistas
intentan no negociar con el Kremlin,
la aparición del Oréshnik los ha
tomado por sorpresa, desestabilizando su estrategia
de escalada bélica.
Frente a
este panorama, se vislumbran tres escenarios de cara a los próximos meses:
1.
El inicio de una tercera guerra mundial nuclear: una posibilidad catastrófica.
2.
Una respuesta contenida y estratégica por parte de Rusia:
representada por el uso del misil Oréshnik.
3.
Un cálculo paciente por parte del Kremlin: esperar al cambio de poder en Washington con la
llegada de Donald Trump el 20 de enero, quien podría redirigir el enfoque hacia
un posible acuerdo de paz.
El último
escenario parece el más probable, aunque la
escalada de tensiones impredecibles
por parte de la OTAN
y los dementes que la manejan, deja abierta la
posibilidad de giros inesperados
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