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“El colapso y la
sustitución de la civilización es una forma de destrucción creativa,
algo que no es necesariamente «bueno» o «malo», sino necesario e inevitable. La
civilización que se encuentra ahora mismo al final de su pasionaridad, de
hecho, ha agotado hace mucho la asabiyya que alguna vez tuvo, tal y como
es el caso del mundo liberal-capitalista occidental. Occidente es un cadáver
hinchado, ya clínicamente
muerto, pero mantenido con cierta vida gracias a intervenciones médicas desesperadas (como el sistema de moneda
fiduciaria con el dólar como columna vertebral y el control de la economía
mundial a través del FMI y el Banco
Mundial). Pero este sistema no puede durar ni durará para siempre. Este monstruo de Frankenstein que es
la sociedad occidental, que ha empezado
a volverse contra su propio pasado y sus culturas originales al tiempo que
se arroga una superioridad inherente
frente a todas las demás, está condenado
al fracaso. La única cuestión que queda por dilucidar es en qué términos acabará.
“Sin embargo,
no quiero ser agorero en lo que se refiere a la posibilidad de Europa y su
futuro. La tesis spengleriana parece a veces demasiado
fatalista, aunque el propio Spengler
también reservaba espacio a la
posibilidad de que una civilización
se salvara a sí misma. Es posible que Europa
se reafirme como polo civilizatorio,
lejos de la influencia mortífera de la corrupción angloamericana. Será difícil,
pero no imposible. Europa puede renacer
redescubriendo sus valores e identidad propia premoderna. De forma parecida
a como se reafirmó el Imperio Romano de
Oriente y a como China se reinventó a sí misma en la Revolución Xinhai.
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EL
CICLO DE LA CIVILIZACIÓN.
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Brecht
Jonkers sostiene que las civilizaciones en declive – como las analizadas por
Ibn Jaldún, Lev Gumilev y Oswald Spengler – deben elegir entre revitalizarse
mediante la reafirmación de los valores fundamentales o enfrentarse a un
colapso inevitable debido a la decadencia interna o a la conquista externa, un
patrón que se observa desde el Imperio Romano hasta las modernas sociedades
occidentales liberal-capitalistas.
Brecht Jonkers, Arktos
Fuente. Jaque
al neoliberalismo. Martes 6 de enero del 2025.
Por regla
general, las civilizaciones y sociedades en declive tienen dos opciones:
Reafirmarse y
reinventarse, tanto en la escena mundial como asegurándose de sobrevivir y
posiblemente alcanzar una nueva prosperidad;
O continuar por la senda del declive hacia su
inevitable perdición, ya sea por colapso interno o por la toma del poder por
fuerzas externas con un mayor nivel de compromiso y solidaridad civilizatorios.
El ascenso y la caída de las civilizaciones se analizan, por supuesto, con gran claridad en los escritos de Oswald Spengler. Sin embargo, la dinámica interna de las civilizaciones o grupos étnicos también fue muy bien descrita por escritores como Abu Zayd, Ibn Jaldún y Lev Gumilev.
Sin embargo, se puede argumentar que el concepto del historiador soviético de este ciclo continuo es menos determinista que el de Spengler. Gumilev veía las culturas nómadas de la estepa euroasiática como ejemplos de una etnia con una adaptabilidad y resistencia únicas a lo largo de la historia, debido por ejemplo a su gran complementariedad con el espacio geográfico y natural que ocupan. En este sentido, vuelve a parecerse mucho a Ibn Jaldún (aunque no hay indicios de que Gumilev se basara en el erudito árabe medieval), ya que este último expresó en múltiples ocasiones sus alabanzas por las tribus beduinas del desierto del norte de África, en contraste con el mundo urbano del Mediterráneo.
No se puede exagerar la gran influencia de Gumilev en la política rusa
contemporánea y en la política militar y exterior. Fue uno de los impulsores
del auge del neoeurasianismo, que ha
encontrado un importante apoyo popular en la Federación Rusa desde el cambio de siglo, aunque el propio Lev Gumilev no viviría para ver este
resultado.
El antiguo concepto chino del Mandato
del Cielo expresaba un concepto similar, que ha reverberado a lo largo de
la historia china desde su creación por los revolucionarios Zhou que derrocaron a la dinastía Shang en 1046 a.C.: el mandato
de gobierno es otorgado por decreto divino, pero podía rescindirse y
transferirse a otro si los gobernantes demostraban ser indignos. Una de las
formas más claras de reconocer que el mandato divino había terminado, según
pensadores confucianos tan influyentes como Mencio, era cuando el apoyo popular a la dinastía y al gobierno
decaía debido a los continuos abusos de poder. La naturaleza cíclica de los
reinos, los imperios y las familias gobernantes en el Todo Bajo el Cielo a lo largo de la historia se consideraba una ley
inevitable.
Los mongoles establecieron el mayor imperio terrestre contiguo que el mundo haya visto jamás, partiendo prácticamente de la nada. Acabaron con superpotencias imperiales como Persia, China y Mesopotamia e incluso pusieron en jaque al califato abasí. La causa fue su pasionaridad, su empuje y devoción a su causa, así como los cambios revolucionarios que introdujeron en un mundo petrificado y atrofiado de gobernantes corruptos y aduladores. El propio Genghis Khan advirtió a sus hijos y compatriotas que no se dejaran seducir por las artimañas de la comodidad y el lujo de la «vida civilizada» en los reinos que acababan de conquistar, y su advertencia resultaría acertada una y otra vez.
En China,
los restos decadentes de la dinastía
Yuan, precisamente aquellos gobernantes mongoles que cedieron a las
seducciones del lujo, fueron barridos por los revolucionarios populares que
fundaron el Imperio Ming en el siglo XIV; y mucho más tarde, la última
dinastía imperial, los emperadores Qing, notoriamente
ineptos, fueron arrojados al basurero de la historia por la Revolución
Republicana de 1911. Por el
contrario, líderes apasionados de estirpe
mongola, como Timur Lenk y Babur de
Kabul, pasarían a fundar reinos deslumbrantes, como el Imperio mogol, cambiando para siempre el curso histórico de gran
parte de Asia.
De vuelta a Occidente, el Imperio Romano
en Occidente se marchitó y murió debido a su inercia y
corrupción duraderas, para ser sustituido por «bárbaros» procedentes de Oriente
con una cohesión social más fuerte y un sistema político más vivo que reemplazo
al atrofiado imperio esclavista. Aunque los entusiastas de la historia romana y los derechistas de «abrazar la tradición» se lamenten por
ello, lo cierto es que los hunos, los godos, los francos y los vándalos
representaron el impulso de renovación
civilizatoria que Europa necesitaba en aquel momento, aunque probablemente
nunca se dieran cuenta de ello. Las podridas estructuras del abotargado Imperio Romano de Occidente tuvieron
que derrumbarse para dar paso al sistema feudal, en aquel momento bastante revolucionario.
El Imperio Romano de Oriente, en
cambio, renovado en su cultura y gran centro de un cristianismo vigoroso, logró
reafirmar su razón de ser y perduró otros mil años. Cuando Constantinopla, a su vez, quedó inerte y atrofiada, fue la asabiyya de los otomanos de las
estepas orientales la que los sustituyó. Y este Imperio Otomano irrumpió en la escena histórica en todo su
esplendor durante siglos, pero acabó petrificándose hasta convertirse en el «enfermo de Europa» dominado por
eunucos y soldados esclavos secuestrados de familias cristianas, momento en que
su asabiyya se desvaneció.
El colapso y la sustitución de la
civilización es una forma de destrucción creativa, algo que no es
necesariamente «bueno» o «malo», sino necesario e inevitable.
La civilización que se encuentra ahora
mismo al final de su pasionaridad, de hecho, ha agotado hace mucho la asabiyya
que alguna vez tuvo, tal y como es el caso del mundo liberal-capitalista
occidental.
Occidente es un cadáver hinchado, ya
clínicamente muerto, pero mantenido
con cierta vida gracias a intervenciones
médicas desesperadas (como el sistema de moneda fiduciaria con el dólar
como columna vertebral y el control de la economía mundial a través del FMI y el Banco Mundial). Pero este
sistema no puede durar ni durará para siempre.
Este monstruo de Frankenstein que
es la sociedad occidental, que ha empezado a volverse contra su propio pasado y
sus culturas originales al tiempo que se arroga una superioridad inherente frente a todas las demás, está condenado al fracaso. La única cuestión
que queda por dilucidar es en qué términos acabará.
Sin embargo, no quiero ser agorero en lo
que se refiere a la posibilidad de Europa y su futuro. La
tesis spengleriana parece a veces demasiado fatalista, aunque el propio Spengler también reservaba
espacio a la posibilidad de que una civilización
se salvara a sí misma. Es posible que Europa
se reafirme como polo civilizatorio, lejos de la influencia mortífera de la
corrupción angloamericana. Será difícil, pero no imposible. Europa puede renacer redescubriendo sus
valores e identidad propia premoderna. De forma parecida a como se reafirmó el Imperio Romano de Oriente y a como China se reinventó a sí misma en la Revolución Xinhai.
O
puede continuar por el camino de la autodestrucción
en el que se encuentra ahora, seguir al Pentágono
y a Wall Street hasta la tumba y optar por convertirse en un campo de
batalla. En cuyo caso esta sociedad será barrida por las «hordas del Este», al igual que hicieron antes los hunos, los selyúcidas, los mongoles y los
turcos otomanos. La pasionaridad de, como mínimo, los rusos, los chinos y los
iraníes eclipsará los restos petrificados del mundo atlantista. El proyecto globalista dominado por Estados Unidos caerá entonces de forma
muy parecida a como el Imperio Romano
de Occidente cayó ante los «bárbaros», como Babilonia cayó ante Ciro el Grande y como el Reich fue derribado por las celosas fuerzas de la URSS.
La elección corresponde a Europa. El
resultado será el mismo, el proceso depende de nosotros. Reafirmación creativa
o destrucción creativa: nosotros elegimos.
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