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“Lo
paradójico es que aquello que se viene
puede perfectamente convivir con dos situaciones que son, en principio, positivas. De un lado, puede
coexistir con algún tipo de recuperación económica. Del
otro, con unas elecciones generales
que cumplan con los estándares
democráticos mínimos. Pero,
además de paradójico, es peligroso.
Lo que quiero decir es que, si a una sociedad criminalizada y desregulada como la peruana le entra dinero, el caos y la violencia será mayor. Y si le entra un
chorro de plata conoceremos el estado
de naturaleza. O el Ecuador. O
como Trinidad y Tobago, una estrella
del crecimiento económico
caribeño, con un PBI per cápita de 19.000 dólares (el peruano bordea apenas los 8.000), que acaba de declarar
el estado de emergencia por una ola tremenda de homicidios y criminalidad. El dinero en este contexto significa más
problemas, no menos. Pero los ricos seguirán
recibiendo su generoso bono anual
y, desde un auto blindado, nos conminarán
a resaltar que el Perú avanza. Y algo semejante podemos señalar de las
elecciones del 2026. El Ejecutivo y el Legislativo han
profundizado las reglas escritas y no escritas de la política peruana que nos
trajeron hasta aquí. Bajo esas reglas, unas elecciones legítimas
difícilmente alterarán nuestra trayectoria. Así, la larga degradación
peruana da una vuelta de tuerca perversa: aquello que debía ser antídoto
ahora es veneno. Y la alianza para el progreso
criminal ha acelerado el proceso.
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UNA
ALIANZA PARA EL PROGRESO CRIMINAL,
POR
ALBERTO VERGARA.
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El Ejecutivo y el Legislativo han establecido una alianza para el progreso de la criminalidad. Al desmontar el Estado de derecho y la democracia,
empujan el país hacia la violencia. El asesinato
de Andrea Vidal y el presunto homicidio de Nilo Burga ilustran bien la dinámica.
Por Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente. La República Lima domingo 5 de
enero del 2025.
Desde hace
algunos años, cuando me invitan a hablar sobre el Perú,
subrayo que lo que está en peligro aquí no es necesariamente el crecimiento
económico; lo que está en riesgo es algo más elemental: la convivencia
pacífica.
Martín
Caparrós ha escrito con
acierto que “la civilización es
descuidarse”. Pues en el Perú se
trabaja para producir lo contrario:
el peligro interminable. Una vida regida por el susto sin fin y un perenne estado de alerta. El año
pasado ya había sido de terror con
1.500 homicidios; en el 2024 se
superaron los 2.000.
Este deslizamiento hacia el descontrol social es consecuencia inevitable de la demolición firme y a consciencia del Estado de derecho y de la democracia. El Estado de derecho —en breve: ser gobernados por la ley y no por los caprichos del mandamás— se encarga de resolver pacíficamente las disputas diarias y normales que produce cualquier sociedad. La democracia, a su turno, se aboca a procesar de manera pacífica los inevitables conflictos políticos que surgen en cualquier comunidad. Los mecanismos y agentes de ambos son diferentes, pero permiten la convivencia civilizada.
El presunto
asesinato de Nilo Burga
(aunque… ¿alguien cree que se
suicidó con una puñalada en la nuca?) y el de Andrea Vidal son un ejemplo más del tránsito hacia unos terrenos
en los cuales ni la democracia ni el
Estado de derecho son capaces ya de procesar los conflictos de una sociedad, cada vez más, salida de control. Y al colapso
de la política siguen el desorden y la violencia.
Repasemos
ambos crímenes, en primer lugar,
desde el deteriorado Estado de derecho peruano.
Los dos trasparentan hasta qué punto la
criminalidad se ha impuesto sobre la legalidad.
Demasiada gente, en todas las clases sociales, prospera burlando la ley o torciéndola. La economía
del oro ilegal, del narcotráfico, de la trata de personas, del tráfico de
terrenos, del transporte informal, de la extorsión y un vasto
etcétera se ampliaron y fortalecieron con consecuencias transversales. El 87% de los peruanos afirma en una encuesta que
alguna actividad ilegal es un motor
principal de la economía en su región.
Gradualmente, la sociedad acostumbrada a florecer gambeteando la ley se ha infiltrado en los espacios donde se produce la ley y ahora busca algo distinto: legislar a la medida de sus intereses. Brilla el legislador de arriendo para intereses criminales. Así, se ha pasado de burlar la ley a producirla —a veces desactivándola, a veces reformándola— para, justamente, ya no tener que burlarla. Por eso se trata de un país con leyes y sin Estado de derecho.
Las dos
muertes evidencian tal dinámica.
En una, al inicio está la expansión
de la trata de personas y de la prostitución filtrándose
hacia la política y, en la segunda, se origina en la
popular y extendida corrupción
estatal, sin importar el nivel de
Gobierno. La criminalidad no atajada por la ley se condensó y ascendió al centro del poder, con sus códigos y prácticas. Conflictos
surgidos en actividades al margen de la
ley se resuelven al margen de la ley.
Pero ya no en los callejones de la
ciudad ni en la lejana selva,
sino en los predios del Congreso o el
Ministerio de Desarrollo e Inclusión
Social. O de comisarías donde se
apaña el descuartizamiento y luego ocurren convenientes suicidios. La ley
hizo agua en todas partes
(La
manifestación más macabra
de todo esto se aprecia en las cuestiones criminales, pero, en
realidad, se trata de un hábito
anti-institucional que lo impregna
todo: si gastamos demasiado y transgredimos las reglas fiscales,
se les modifica para legalizar el desmanejo económico; si la pobreza aumenta,
alteramos los criterios para medirla.
Y así sucesivamente).
Por tanto, el Estado de derecho es una coladera; la justicia o la policía son, para todo fin práctico, inútiles (se despide a los mejores policías o
se captura los tribunales). Ahora
bien, quiero subrayar que hay países en
América Latina con actividades criminales
presentes en la política que no se
orillan hacia la violencia caótica. En Paraguay o Bolivia, por ejemplo,
diversas economías ilícitas vulneran el Estado de derecho y también se infiltran en las instituciones nacionales
y, sin embargo, la política pone algunos
límites a la criminalidad y su violencia. Digamos
que poseen un escenario de extensa
criminalidad con baja violencia.
(El politólogo Juan Pablo Luna ha
desarrollado esto en varios trabajos recientes).
Y aquí es
donde mete su cuchara la degradación
democrática. Si el Estado de
derecho no controla el crimen, la representación
política puede ayudar a que la ilegalidad
no engendre el caos violento. Tanto
en Paraguay como en Bolivia hay partidos políticos que —aunque clientelares,
corruptos y con más de un vínculo hacia las economías ilícitas— consiguen
ordenar esa presencia criminal. No es la utopía republicana, desde luego, pero ofrecen un mecanismo de coordinación que
ataja la expansión de la violencia.
En
el Perú, en cambio,
la ausencia de representación política facilita la expansión del crimen y anticipa
más desorden. Regresemos a las
dos muertes. Según las investigaciones
periodísticas, Andrea Vidal y el resto de
las visitadoras trabajaban bajo el mando
de Jorge Torres Saravia, quien era el director
del área legal del Congreso. Aunque
resulta evidente que Torres ha sido
cercano a Alianza para el Progreso,
la verdad es que podría estar en cualquier otra
agrupación y circulará por donde haga falta. Si lo miramos con frialdad,
Torres es solamente otro personaje de reparto pateando la calle, viendo quién
lo contrata y así ganarse
alguito, seguramente adiestrado en el oficio de grabar y
filtrar, franelear, chantajear y traicionar. Un ambulante de la política y la función
pública. A cada temporada debe
encontrar una nueva esquina donde
ofrecer su know how. Su arte, como el de Juanito
Alimaña, es alinearse con el que está
arriba. Nada más. No hay partido ni líder partidario que lo domestique.
Algo parecido
ocurre con el presunto y muy probable homicidio de Nilo Burga. Más allá de dedicarse
a una actividad digna de la historia
universal de la infamia —enriquecerse alimentando a los niños más pobres del Perú con carne de caballo podrida—, los “políticos” con los cuales
surge no son propiamente políticos.
Son más como corsarios saltando de
nave en nave para arranchar lo que
puedan al Estado.
En este caso,
Burga prospera en el universo del Midis —aquel ministerio
presidido por Dina
Boluarte durante toda la presidencia de Pedro Castillo (menos los últimos once días, vivaza)— y de Qali
Warma, donde trabajó con Fredy Hinojosa, vocero de la presidenta y exaprista. Es
decir, hace la plaza con otros
átomos libres de la política, viendo
qué se destaza. Boluarte guarda silencio;
Hinojosa no
pudo ser detenido gracias a una ley del Congreso, el presidente del
Legislativo se desentiende. Un asesinato
con 40 balazos a quien laboraba en
una presunta red de prostitución en
el Congreso no les merece atención.
(Como se decía en la colonia: el muerto a la sepultura y el vivo a la
travesura). Nuevamente, no
hay partido ni líder que los ponga
en vereda, ni a ellos ni a los
intereses que movilizan. Los “políticos”
reconocen que no tienen futuro y se saben muy
mediocres; el incentivo es desfalcar
hoy, ni siquiera hace falta ya
guardar las apariencias.
Entones, en
resumen, ni el Estado de derecho ni
la representación política le ajustan las bridas a la industria de la ilegalidad. Para decirlo desde
la salsa,
se soltaron los caballos. Y nadie con algún poder buscar devolverlos a las caballerías. Galopan fueteados por la renta que las economías
criminales secretan y por
el entendimiento entre Ejecutivo y
Legislativo: la alianza para el progreso criminal.
Y no hace
falta un diploma de Hogwarts para adivinar lo que viene.
Lo paradójico
es que aquello que se viene
puede perfectamente convivir con dos
situaciones que son, en principio,
positivas. De un lado, puede coexistir
con algún tipo de recuperación
económica. Del otro, con unas elecciones
generales que cumplan con los estándares
democráticos mínimos.
Pero,
además de paradójico, es peligroso. Lo que quiero decir
es que, si a una sociedad criminalizada
y desregulada como la peruana
le entra dinero, el caos y la
violencia será mayor. Y si
le entra un chorro de plata
conoceremos el estado de naturaleza.
O el Ecuador. O como Trinidad y
Tobago, una estrella del
crecimiento económico caribeño,
con un PBI per
cápita de 19.000 dólares (el peruano
bordea apenas los 8.000), que acaba
de declarar
el estado de emergencia por una ola tremenda de homicidios y criminalidad. El dinero en este contexto significa más
problemas, no menos. Pero los ricos seguirán
recibiendo su generoso bono anual
y, desde un auto blindado, nos conminarán
a resaltar que el Perú avanza.
Y algo
semejante podemos señalar de las elecciones del 2026. El Ejecutivo y
el Legislativo han profundizado las reglas escritas y no escritas de la
política peruana que nos trajeron hasta aquí. Bajo esas reglas, unas elecciones
legítimas difícilmente alterarán nuestra trayectoria.
Así, la larga
degradación peruana da una vuelta de tuerca perversa: aquello que debía
ser antídoto ahora es veneno. Y la alianza para el progreso criminal ha
acelerado el proceso.
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