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”Pero, hasta hoy, los progresismos en
los gobiernos, especialmente los que ya están en segunda o tercera gestión, o los que quieren volver a gobernar, están anclados en los logros pasados, en su defensa
melancólica y, a diferencia de cuando
comenzaron con su primera gestión,
por ahora carecen de una nueva propuesta de transformación capaz de volver a levantar las esperanzas colectivas en torno a un mundo que conquistar. Que las
derechas se hayan apropiado del paradigma del ímpetu por el cambio, no es una casualidad. Es un resultado del conservadurismo del
actual progresismo. Y de sus derrotas
electorales también.
“Sin embargo, el espíritu del tiempo histórico aún
no se ha decantado. Ni el continente ni el mundo que andan de tumbo en tumbo entre neoliberalismos recargados, proteccionismos
soberanistas o capitalismos de Estado productivistas ha definido aún la
nueva fase larga de
acumulación económica y legitimación
política. Por un tiempo
más, seguimos en el portal liminal en el que las derrotas y las victorias son
cortas. Pero ello no durará para
siempre. Si el progresismo quiere seguir
siendo protagonista de esta
disputa del destino, está obligado a
abalanzarse sobre un porvenir
reinventado audazmente con más
igualdad y democracia económica.
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¿POR
QUÉ EL PROGRESISMO Y LA IZQUIERDA PIERDEN ELECCIONES?
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Por Álvaro García Linera | 18/08/2025 | América Latina y Caribe
Dr. Sociología. Ex Vice Presidente de Bolivia.
Fuentes. Revista Rebelión lunes 18 de agosto del 2025.
Las
izquierdas y progresismos
en gobierno no pierden elecciones por los trolls
de las redes sociales. Tampoco porque las derechas son más violentas
ni mucho menos porque el pueblo que fue
beneficiado por políticas sociales es ingrato.
Las
batallas políticas en las redes no crean de la nada ambientes político-culturales
expansivos en las clases populares
mayoritarias. Los radicalizan y los conducen por caminos histéricos. Pero
su influencia requiere previamente la existencia
social de un malestar generalizado,
de una disponibilidad colectiva al desapego y rechazo a posiciones progresistas.
Igualmente, las extremas derechas, autoritarias, fascistoides y racistas, siempre han
existido. Vegetan en espacios marginales de enfurecida
militancia enclaustrada. Pero su
prédica se expande, a raíz del deterioro de las condiciones de vida de
la población trabajadora, de la frustración colectiva que dejan progresismos timoratos, o a la pérdida
de estatus de sectores medios. Y
en cuanto a los que argumentan que la
derrota se debe al “desagradecimiento”
de aquellos sectores anteriormente
beneficiados, olvidan que los derechos
sociales nunca fueron una obra de beneficencia gubernamental. Fueron conquistas sociales ganadas en las calles y el voto.
Por todo ello, sin excusa alguna, un gobierno progresista o de izquierdas pierde en las elecciones por sus errores políticos.
Y
estos errores
pueden ser múltiples. Pero hay una falla que unifica a los demás. El error en la gestión económica al
tomar decisiones que golpean los
bolsillos de la gran mayoría de sus
seguidores. En Brasil, el golpe
de estado parlamentario de 2016
contra Dilma Rousseff, impulsado por
las fracciones más antidemocráticas
del espectro brasilero, se montó sobre el malestar económico que ya se arrastraba varios años y que tuvieron
en el ajuste fiscal del 2015 una nueva
vuelta de turca a la contracción de los ingresos populares.
En
Argentina, el peronismo
perdió las elecciones del 2023 por
el aumento de la inflación durante la
gestión de Alberto Fernández. Si
bien la tendencia inflacionaria es
una constante de la economía argentina
desde hace décadas, hay una frontera
histórica que tras ser sobrepasada da lugar a una licuefacción de lealtades políticas populares que los lanza a aferrarse a cualquier propuesta, por
muy aterradora que sea, que resuelva esta asfixiante volatilidad del
dinero. La anomalía política
Milei es la manera retorcida de
canalizar la frustración hacia el odio y
la sanción.
En Bolivia, el instrumento político de los sindicatos y organizaciones comunales campesinas (MAS) ha de perder las elecciones por la desastrosa gestión económica de Luis Arce. Con una inflación de alimentos básicos que bordea el 100%, la falta de combustible que obliga a realizar filas de días para obtenerla y un dólar real que ha duplicado su precio frente a la moneda boliviana, no es extraño que el proceso de transformación democrática más profundo del continente pierda dos tercios de su votación popular a manos de vetustos vendepatrias que ofrecen botar a patadas a los indígenas del poder, regalar empresas públicas a extranjeros y enquistar, con la biblia en la mano, a las cipayas oligarquías de la tierra en la dirección del Estado. Si a todo ello sumamos el resentimiento de clases medias tradicionales desplazadas de sus privilegios por el ascenso social y empoderamiento político de las mayorías indígenas, está clara la arenga abiertamente revanchista y racializada que envuelve los discursos de las derechas bolivianas.
En todos los casos, también hay otros componentes políticos que apuntalan estos errores centrales que conducen a la derrota. En el caso de Brasil las denuncias de corrupción, luego políticamente manipuladas. En Argentina el hartazgo con el extendido encierro ante el coronavirus que destruyó parte del tejido económico popular, etc. En Bolivia, la guerra política interna. Por un lado, un mediocre economista que está por casualidad como presidente y que creyó que podía desplazar al líder carismático indígena (Evo) proscribiéndolo electoralmente. Por otro, el líder que, en su ocaso, ya no puede ganar elecciones, pero sin cuyo apoyo tampoco se gana, vengándose ayudando a destruir la economía sin comprender que en esta hecatombe también se está demoliendo su propia obra. El resultado final de este miserable fratricidio es la derrota temporal de un proyecto histórico y, como siempre, el sufrimiento de los humildes que nunca fueron tomados en cuenta por los dos hermanos embriagados de estrategias personales.
En
suma, derrotas políticas conduce a derrotas electorales.
Ahora,
la pregunta que
uno se hace es, como es que gobiernos progresistas y de izquierda pudieron
fallar económicamente cuando, en
sus inicios, ese fue la fuerza de
legitimidad que les permitió ganar
una y otra vez las elecciones. En el caso de Bolivia con el 55%, 64%, 61%
y 47% en primeras vueltas.
Ciertamente el progresismo
latinoamericano del siglo XXI
emergió de un fracaso de las gestiones neoliberales imperantes desde los años 80s. La mayoría implementó
políticas redistributivas de riqueza, y ampliación de derechos. Los resultados fueron inmediatos. Más de 70
millones de latinoamericanos salieron de la pobreza en una década, las
instituciones reservadas para rancias
aristocracias se democratizaron y, en el caso de Bolivia, hubo una recomposición de las clases sociales en el Estado
al convertir a los indígenas-campesinos en
clases con poder estatal directo.
Ahí
radicó la gran fuerza y legitimidad histórica del progresismo. Pero también el inicio de sus límites; pues completada esa obra
redistributiva inicial, ella comenzó a mostrarse insuficiente a
la hora de garantizar la continuidad
en el tiempo de los derechos alcanzados.
Se trata de un límite por cumplimiento de
metas que obligaba a comprender que los países habían cambiado precisamente
por obra del progresismo y que, por
tanto, había que proponer a esta nueva
sociedad en frente, unas reformas
económicas de segunda generación capaces de consolidar lo logrado y de dar nuevos saltos de igualdad. Y es que
el progresismo y las izquierdas
están condenadas a avanzar si quieren permanecer. Quedarse quietos es perder. La nueva
generación de reformas pasa
necesariamente por construir una base productiva expansiva, de pequeña, mediana y gran escala, tanto en la industria como en la agricultura y los servicios; del sector privado, campesino, popular como estatal;
para el mercado interno como para
la exportación, que garantice un
amplio soporte industrioso y
duradero a la redistribución de la riqueza.
Pero, hasta hoy, los progresismos
en los gobiernos, especialmente los que ya están en segunda o tercera gestión, o los que quieren volver a gobernar, están anclados en los logros pasados, en su defensa
melancólica y, a diferencia de cuando
comenzaron con su primera gestión,
por ahora carecen de una nueva propuesta de transformación capaz de volver a levantar las esperanzas colectivas en torno a un mundo que conquistar. Que las
derechas se hayan apropiado del paradigma del ímpetu por el cambio, no es una casualidad. Es un resultado del conservadurismo del
actual progresismo. Y de sus derrotas
electorales también.
Sin embargo, el espíritu del tiempo
histórico aún no se ha decantado. Ni el continente
ni el mundo que andan de tumbo en tumbo entre
neoliberalismos recargados, proteccionismos soberanistas o capitalismos de
Estado productivistas ha definido aún la nueva fase larga de acumulación
económica y legitimación política. Por un tiempo
más, seguimos en el portal liminal en el que las derrotas y las victorias son
cortas. Pero ello no durará para
siempre. Si el progresismo quiere seguir
siendo protagonista de esta
disputa del destino, está obligado a
abalanzarse sobre un porvenir
reinventado audazmente con más
igualdad y democracia económica.
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