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“Pero cuidado: que Estados Unidos esté perdiendo la
iniciativa no significa que su poder haya desaparecido. Un animal herido muerde más
fuerte. La guerra comercial puede transformarse en guerra
financiera, tecnológica, diplomática o incluso abierta. La tensión sobre
Taiwán no se explica sin este telón de fondo: cuando no puedes derrotar económicamente
a tu rival, buscas rodearlo militarmente. El cerco en el Mar del Sur de China,
los pactos tipo AUKUS, las bases en Filipinas, las presiones sobre India y
Japón, el uso de Europa como punta de lanza diplomática: todo forma
parte de la misma lógica.
“Y en esa lógica, el capitalismo muestra su naturaleza
esencial: el mercado es libre mientras el poder acompaña. Cuando el poder se
estanca, la guerra se activa.
Da igual si es con fusiles o con tarifas. La supuesta “competencia sana”
es propaganda para los manuales escolares y los noticieros que viven de
repetir titulares. La realidad es que la economía mundial lleva
siglos organizada por la fuerza: antes con cañoneras, ahora con bancos
centrales, sanciones financieras, control digital y ejércitos judiciales
transnacionales.
“China no es la salvación del mundo ni el
faro anticapitalista que algunos buscan imaginar. No representa una ruptura
sistémica, sino una alternativa
pragmática al monopolio occidental. Su ascenso no emancipa, pero erosiona el
privilegio imperial. Y en ese desgaste, el discurso de Washington queda
desnudo: hablar de democracia mientras apoyas dictaduras, de libre mercado
mientras confiscan empresas, de derechos humanos mientras bloqueas alimentos
y medicamentos, de paz mientras vendes armas y rodeas continentes con bases
militares.
“El capitalismo, en su fase actual, ya no logra ocultar su cara. La guerra
comercial es solo un capítulo del colapso hegemónico, un síntoma del
sistema intentando protegerse devorando a sus propios socios y
proclamando su derrota como acto de resistencia moral. Y como siempre, la
factura la pagan los pueblos: agricultores arruinados, trabajadores
precarizados, consumidores empobrecidos, países estrangulados económicamente,
regiones enteras convertidas en campos de disputa.
/////
Fuentes: Rebelión.
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GUERRA COMERCIAL:
LA TRAGICOMEDIA IMPERIAL DE WASHINGTON CONTRA CHINA.
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Por Tito Ura | 18/10/2025 | Economía
Fuentes Revista Rebelión sábado 18 de
octubre del 2025.
La escalada entre Estados Unidos y
China revela los límites de un modelo global que confunde poder con control y
seguridad con aislamiento.
Estados Unidos, ese vendedor global de
“libertad” en formato misil y de “libre mercado” a punta de embargo, ha entrado en
otra de sus crisis existenciales de potencia herida. La llamada “guerra
comercial” contra China es la nueva temporada del viejo show imperial:
cuando el mercado deja de garantizar la hegemonía, el capitalismo muta en
soldado, carcelero y payaso a la vez. Todo envuelto, por supuesto, en el
celofán ideológico de la “seguridad nacional” y la “democracia”. Washington no
compite: amenaza, sanciona, chantajea y se inventa un enemigo. El chiste es que
esta vez el enemigo fabrica los componentes de sus drones, sus baterías, sus
teléfonos y hasta sus misiles. La ironía es tan grotesca que ni Hollywood la
hubiera escrito mejor.
Durante décadas, Estados Unidos se ha comportado como el árbitro
tramposo del comercio global. Predicaba que los mercados debían ser abiertos,
siempre y cuando los que se abrieran fueran los de los demás. Cuando China
entró en la OMC en 2001 y comenzó a crecer a un ritmo que ni los manuales
neoliberales preveían, Washington creyó que la “mano invisible”
la convertiría en otra colonia financiera obediente. Pero la historia dio un
giro inconveniente: Pekín no solo no se desindustrializó, sino que se convirtió
en la fábrica del planeta, modernizó su base tecnológica y comenzó a disputar
sectores estratégicos como telecomunicaciones, baterías, inteligencia
artificial y logística global. Y ahí se acabó el amor: el “libre mercado” dejó
de ser útil cuando el alumno empezó a superar al maestro.
Lo que hoy se vende bajo el rótulo de
“guerra arancelaria” empezó oficialmente en 2018, cuando la administración Trump
impuso más de 550.000 millones de dólares en aranceles a productos
chinos. China respondió con 185.000 millones en contramedidas,
enfocadas especialmente en sectores agrícolas y tecnológicos, golpeando donde
duele: la base electoral del Partido Republicano y el corazón industrial
norteamericano. Pero el problema no es el tamaño de los aranceles, sino lo
que revelan: Estados Unidos ya no puede sostener su hegemonía solo con
su aparato financiero y militar, necesita impedir por la fuerza que el resto
del mundo siga comerciando sin pedirle permiso.
China, lejos de caer en el papel de víctima obediente, hizo algo imperdonable para una potencia declinante: respondió de forma calculada. No con discursos ni moralinas, sino con realidad material. Uno de los golpes más potentes fue sobre las tierras raras, ese grupo de 17 minerales clave para fabricar desde misiles hasta smartphones. Según la Agencia Internacional de Energía, China controla alrededor del 60% de la producción global y casi el 90% del refinado mundial. Sin ese procesamiento, Estados Unidos no puede producir ni los F-35, ni los Tomahawk, ni los sistemas de radar que vende como “defensa democrática”. Pekín ha dejado claro que, si Washington empuja, puede cerrar el grifo. Y un imperio que presume de invencible se descubre atado a la cadena de suministro del rival al que insulta todos los días.
Esta situación no es nueva en la
historia del capitalismo imperial.
Ya en el siglo XIX, las potencias occidentales resolvían sus “desequilibrios
comerciales” con pólvora. Gran Bretaña invadió China en las Guerras del
Opio (1839-1842 y 1856-1860) porque el Imperio Qing no quería que le
siguieran inundando de droga para compensar la plata que se iba por el té, la
seda y la porcelana. El argumento era grotesco pero familiar: “libertad de
comercio”. Dos siglos después, el lenguaje ha mejorado, pero el mecanismo
es el mismo. Si un país no acepta las reglas impuestas por Occidente, esas
reglas se reescriben a punta de cañón o sanción. Lo hicieron con Irán, con Venezuela,
con Irak, con Cuba, con Rusia. La novedad es que ahora intentan aplicárselo
a alguien con el 18% del PIB global y con capacidad industrial
propia.
Otro espejo histórico es Japón en los
años 80. Cuando sus
automotrices y sus empresas electrónicas superaron en calidad y costos a las
estadounidenses, Washington desató una ofensiva comercial feroz:
restricciones de importación, acuerdos forzados, presión diplomática y
manipulación cambiaria (el famoso Acuerdo Plaza de 1985). Japón, atado
militarmente a EE.UU. y sin margen político, cedió. Su burbuja económica
estalló poco después, y el imperio respiró tranquilo. Pero China no es
Japón: tiene fuerza militar propia, una masa poblacional de 1.400
millones, alianzas energéticas alternativas y una estructura estatal
dispuesta a resistir décadas. Washington intenta repetir la receta, pero
ha cambiado el mundo y ha cambiado el rival.
A esto se suma la pérdida progresiva
del monopolio tecnológico. Empresas chinas como Huawei, BYD, SMIC o CATL han avanzado en 5G, baterías
eléctricas y chips de gama media, desafiando a gigantes estadounidenses con
subsidios y mercado interno. El colmo de la ironía fue que Estados Unidos
tuvo que prohibir a Google y a Qualcomm venderles software y chips para
intentar frenarles. El campeón del “libre mercado” defendiendo su industria a
golpe de muro regulatorio. No contentos con eso, presionaron a Japón, Corea
del Sur, Taiwán y la Unión Europea para restringir la exportación de
maquinaria litográfica de alta gama, como la que produce la empresa neerlandesa
ASML. Una medida que no solo apunta contra China, sino que
dinamita la supuesta “autonomía estratégica” europea.
Y mientras las elites estadounidenses
agitan el discurso del “peligro chino”, su aparato productivo y militar se sostiene gracias a Pekín.
Las cifras son tan incómodas que en Washington evitan mencionarlas.
Según datos del Servicio Geológico de EE.UU., más del 70% de las
importaciones estadounidenses de tierras raras en los últimos años provinieron
de China. Al mismo tiempo, estudios del Congreso reconocen que más
del 80% de los componentes de baterías para vehículos eléctricos dependen
de cadenas con presencia china. En cuanto a electrónica, más del 90% de los
teléfonos, computadoras y dispositivos distribuidos en EE.UU. están
ensamblados total o parcialmente en fábricas chinas o en países
subcontratados por empresas chinas. La base del consumismo
norteamericano descansa silenciosamente sobre aquello que la Casa Blanca
llama amenaza existencial.
Pero quizá donde el golpe geoeconómico
es más humillante es en la agricultura. Durante décadas, China fue el principal comprador de soja
estadounidense, absorbiendo entre el 50% y el 60% de sus exportaciones del
sector. Cuando comenzó la escalada arancelaria, Pekín cambió proveedores: Brasil,
Argentina y Rusia ampliaron ventas, y Estados Unidos perdió su mayor
cliente. El Departamento de Agricultura estimó en 2019 que los
agricultores estadounidenses habían perdido más de 10.000 millones de dólares
en ventas por las represalias chinas. Trump, en plena campaña, prometió
subsidios para tapar el agujero, superando los 28.000 millones de dólares en
ayudas, según datos del propio Departamento del Tesoro. Es decir, el Estado
que desprecia el “intervencionismo” tuvo que pagarles a sus granjeros para
evitar una revuelta rural causada por su guerra comercial “patriótica”. Y aún
así, muchos agricultores dijeron lo evidente: “No queremos limosnas, queremos
volver a vender”.
Lo fascinante —y siniestro— es que
mientras los discursos anuncian una batalla épica por la “soberanía económica”, las cadenas logísticas cuentan otra
historia. Muchas de las empresas estadounidenses que supuestamente “se van
de China” solo trasladan operaciones a Vietnam, Camboya, México o India,
pero con proveedores chinos, maquinaria china y capital chino. Apple es
el ejemplo más patético: intenta maquillar con marketing geopolítico sus
mudanzas, pero su dependencia de las fábricas ensambladoras en Shenzhen y
Zhengzhou continúa intacta. El imperio que predica el desacoplamiento está
atrapado en una red que él mismo ayudó a construir cuando la globalización
aún le beneficiaba.
La llamada “seguridad nacional” de
Estados Unidos, esa
excusa mágica que sirve para prohibir lo que no puede controlar, ha pasado a
incluir desde drones civiles hasta redes sociales. TikTok, una
aplicación usada por adolescentes para perder tiempo bailando o mirando memes,
se convirtió de repente en amenaza geoestratégica. Huawei fue vetada de las
redes 5G no porque espiara más que Google o la NSA, sino porque
comenzó a desplazar tecnológicamente a sus competidores occidentales. El
Congreso aprobó leyes que obligan a empresas extranjeras a entregar datos si
quieren operar en suelo estadounidense, mientras la CIA y la NSA llevan
décadas espiando al mundo entero bajo el programa PRISM y sus derivados. Si
Orwell levantara la cabeza, acusaría a Washington de plagio.
Y todo esto ocurre mientras en casa
los cimientos se resquebrajan. La deuda pública supera los 34 billones de
dólares, más del 120%
del PIB nacional. El sistema político vive entre el bloqueo presupuestario
permanente, la polarización partidista y el ascenso de extremismos internos.
Las infraestructuras, según la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles,
requieren más de 2,6 billones de dólares en inversiones urgentes. Pero
siempre hay dinero para bases militares, sanciones, espionaje y aventuras
comerciales disfrazadas de moral universal. Lo demás puede esperar.
Europa, esa anciana aristócrata venida
a menos que todavía se maquilla como si gobernara el mundo, ha decidido asumir
su rol más sincero:
el de lacayo estratégico de Washington. En lugar de pensar su relación con China
en términos de soberanía económica, la Unión Europea se arrastra
para cumplir las órdenes del amo atlántico, aunque eso implique dinamitar su
propia industria, su transición energética y cualquier posibilidad de autonomía
tecnológica.
El caso más grotesco ha sido la
intervención contra Nexperia, una filial europea de una empresa china con sede en Países Bajos. El gobierno
neerlandés, siguiendo instrucciones no tan discretas de Estados Unidos,
utilizó una ley de emergencia de tiempos de guerra —la llamada “Ley de
Disponibilidad de Bienes”, pensada originalmente para invasiones militares
o crisis de abastecimiento— para expropiar y tomar el control de la compañía.
Cabe subrayar: Nexperia operaba con normalidad, pagaba impuestos, tenía
contratos vigentes y abastecía legalmente a sus clientes europeos. La única
“amenaza” era que su capital era chino. Al mejor estilo de
intervencionismo autoritario, pero disfrazado de legalidad, el CEO chino
fue expulsado y reemplazado por un administrador designado por el Estado. Ni
Chávez se atrevió a tanto en la industria tecnológica europea.
Lo mejor del caso es el mensaje
implícito: la Comisión Europea
habla de atraer inversiones, pero simultáneamente confiscó una empresa privada
sin delito ni juicio, simplemente porque Washington así lo sugirió. Y esto se
hace en nombre de la “seguridad estratégica” y la “competencia justa”.
Al mismo tiempo, la UE asegura que quiere convertirse en potencia en el sector
de los semiconductores y duplicar su participación en el mercado global para 2030.
¿Cómo? Expropiando empresas tecnológicas que no puede sustituir y
obedeciendo vetos que impiden relacionarse con el segundo mayor socio comercial
del continente.
El servilismo europeo ya estaba claro
con el caso ASML, la joya neerlandesa de la maquinaria litográfica avanzada.
Bajo presión estadounidense, Países Bajos prohibió la exportación a China de sus equipos más
sofisticados, esenciales para la producción de microchips de 5 y 3 nanómetros. Estados
Unidos no fabrica dichas máquinas, pero dictamina quién puede venderlas. Y lo
más absurdo: empresas estadounidenses como Applied Materials continúan
exportando componentes tecnológicos a China mientras los europeos se
autoimponen restricciones por lealtad geopolítica. El resultado es
simple: Bruselas pierde mercado, Pekín busca soluciones internas, y
Washington aplaude mientras mantiene su hegemonía corporativa.
Otra joya reciente: la guerra del
acero y el aluminio bajo Trump y luego Biden. En nombre de la seguridad nacional, EE.UU. impuso
aranceles del 25% al acero y 10% al aluminio provenientes de China, pero
también a la propia Unión Europea, Canadá y México. Una bofetada
comercial a sus “aliados”, que respondieron con quejas diplomáticas y
vergonzosos intentos de negociar excepciones. Mientras tanto, China
redirigió parte de sus exportaciones a África y América Latina, reforzando
relaciones donde Estados Unidos creía tener supremacía automática.
La política comercial norteamericana siempre ha sido expansiva hacia afuera y punitiva hacia dentro. Durante las guerras del opio, Gran Bretaña argumentaba que impedir el comercio era “hostil”. Hoy Washington acusa a China de “coerción económica” por responder a sanciones unilaterales. Es casi poético que la misma potencia que arrasó Vietnam, bloqueó Cuba, invadió Panamá, destruyó Libia y sancionó Venezuela, Irán, Siria o Rusia, se venda como víctima de agresiones comerciales.
Pero quizá lo más pintoresco de esta
guerra económica es que el enemigo no se limita a responder: expone las costuras deshilachadas
del imperio. Cuando Estados Unidos amenazó con bloquear los aceites
industriales que importa de China —muchos usados para biocombustibles y
no para freír patatas, como se cree en Europa— la medida no golpeaba a Pekín
sino a los propios productores agrícolas estadounidenses y al sector energético
alternativo. Según datos del USDA, más del 40% del aceite utilizado en la
producción de biodiésel en EE.UU. depende de insumos originados en China o
procesados en plantas vinculadas a sus cadenas de valor. La supuesta represalia
terminó siendo un tiro en el pie, pero con bandera patriótica.
En el terreno militar, la dependencia
es aún más obscena. Reportes del Pentágono y del Congreso han reconocido que los arsenales de armas
de EE.UU. están agotados después de enviar sistemas a Ucrania e Israel.
Y para reponer inventarios necesitan minerales, imanes, componentes
electrónicos y químicos que provienen, en gran parte, de China. Empresas
como Raytheon, Lockheed Martin o Northrop Grumman dependen de
proveedores asiáticos para ensamblar misiles, sensores y vehículos aéreos. Si
Pekín endurece los controles de exportación, toda la cadena de suministro
militar occidental entra en crisis. Esa simple realidad desarma cualquier
discurso sobre “independencia estratégica” o “superioridad tecnológica”.
Y mientras Estados Unidos pide a
gritos que el mundo se desacople de China, sus empresas hacen exactamente lo contrario. Apple,
Tesla, Qualcomm, General Electric, Boeing y General Motors mantienen
inversiones millonarias en territorio chino o en socios industriales
vinculados a Pekín. Las farmacéuticas estadounidenses dependen de
materias primas producidas en China para abastecer hospitales. Según
la FDA, más del 80% de los ingredientes activos usados en medicamentos
genéricos aprobados en EE.UU. provienen del extranjero, con China e India a
la cabeza. Y en el terreno energético, la revolución de los paneles
solares —que Estados Unidos dice liderar— funciona gracias a polisilicio
y componentes fabricados o refinados por empresas chinas.
Pero Europa no se queda atrás en el
concurso de la obediencia. Bruselas
decidió recientemente investigar a los fabricantes chinos de vehículos
eléctricos por “competencia desleal”. Lo dice un bloque que subsidia con
miles de millones a sus propias automotrices y que vive declarando
emergencias industriales para mostrar músculo. La ironía es que los autos
eléctricos chinos cuestan menos, integran mejores baterías —también chinas—
y han logrado reducir costos porque controlan toda la cadena de valor. Los
fabricantes europeos, lento y torpes, prefieren acusar de dumping antes que
reconocer su derrota ante una estrategia industrial coherente y sostenida.
La dependencia europea en tecnología
verde es tan evidente que asusta: China produce más del 70% de los paneles
solares, controla el
80% del refinado de los minerales necesarios para baterías, y lidera la
producción de litio procesado, cobalto y níquel. Europa habla de autonomía,
pero no puede electrificar su transporte sin proveedores chinos. Y mientras se
llena la boca con la transición energética, obedece sanciones que le impiden
acceder a los materiales que necesita para llevarla a cabo.
Lo más patético del caso europeo es que ni siquiera puede convertir sus concesiones ante Washington en ventajas diplomáticas. Sanciona, bloquea, expropia y se dispara al pie, solo para recibir palmadas y discursos sobre “alianzas transatlánticas”. Las cifras comerciales son contundentes: China es, desde 2020, el principal socio comercial de la UE, superando a Estados Unidos en bienes importados y exportados. Alemania, Francia, Italia, España y Países Bajos dependen de los mercados asiáticos para sostener sectores industriales que hace tiempo dejaron de ser rentables solo con demanda interna. Pero la clase política europea continúa actuando como si estuviéramos en 1995, cuando la palabra “globalización” todavía significaba obediencia rentable.
Y mientras las elites transatlánticas hablan de frenar a China “para
salvar el orden internacional basado en reglas”, esas reglas se parecen
cada vez más a una parodia. Estados Unidos dicta sanciones
extraterritoriales que se aplican en terceros países, impone vetos
tecnológicos a empresas que no violaron ninguna ley, y amenaza con castigos si
alguien firma acuerdos con Pekín. ¿Libre comercio? Sí, mientras el comerciante
principal sea Washington. ¿Competencia justa? Claro, siempre que el
competidor no gane. ¿Estado de derecho? Solo si el derecho lo redacta la Casa
Blanca.
El resultado final es un mundo donde
el viejo imperio pierde autoridad pero conserva capacidad destructiva. Como
Roma en su
decadencia, como Londres tras la Segunda Guerra Mundial, Estados
Unidos se aferra a la coerción porque ya no puede liderar mediante consenso
material. La diferencia es que hoy su principal rival no es una colonia
rebelde o un país subdesarrollado, sino la segunda economía del planeta,
el mayor exportador industrial del mundo y una potencia tecnológica en
ascenso. El imperio quiere mantener su trono, pero se descubre rodeado
de su propia dependencia.
La guerra comercial de Estados Unidos
contra China no es una anomalía, es la expresión más honesta del capitalismo
cuando se queda sin margen. La historia del sistema está hecha de guerras arancelarias,
bloqueos, sanciones, invasiones “preventivas” y cambios de régimen decorados
con banderas. Lo nuevo no es la estrategia, sino el tamaño del adversario. Ya
no están lidiando con un Irak que pueden demoler con fake news ni con
una Yugoslavia que pueden fragmentar a bombazos. Tampoco con una Unión
Soviética colapsada o un Japón que aceptó dócilmente su rol de socio menor.
Esta vez se enfrentan a una potencia que no depende de su crédito, ni de sus
bases militares, ni de su narrativa. Y lo peor para el imperio: una potencia
que aprendió a usar las propias armas del capitalismo en su contra.
Si algo ha dejado claro esta guerra
comercial es que el “orden internacional basado en reglas” significa que Washington
escribe las reglas y el resto del planeta las obedece. Cuando China compite
en telecomunicaciones, la expulsan del mercado occidental. Cuando fabrica
autos más baratos, la acusan de dumping. Cuando innova en inteligencia
artificial, dicen que espía. Cuando produce paneles solares, los sancionan.
Cuando invierte en puertos, hablan de “trampas de deuda”. Y cuando deja
de comprar soja estadounidense, la Casa Blanca entra en pánico y recuerda
que hay elecciones en Iowa.
Esto sería tragicómico si no tuviera
consecuencias materiales directas. Estados Unidos lleva más de 20 años
destruyendo su base manufacturera con la ficción de que podía vivir solo del dólar, las finanzas y
los portaaviones. Hoy, el país que se cree autosuficiente importa desde
China y Asia: el 90% de su electrónica, el 70% de sus medicamentos genéricos,
gran parte de los fertilizantes que sostienen su agricultura industrial
y hasta productos básicos como herramientas, maquinaria y textiles. Y
mientras presume de músculo militar, sus propias fuerzas armadas dependen
del titanio, magnesio, galio, tungsteno y neodimio que provienen —directa o
indirectamente— de China.
Las sanciones también han acelerado la
transición geoeconómica global hacia una mayor autonomía frente a EE.UU. Países
como Brasil, India, Sudáfrica, Irán, Turquía, Indonesia, México o Arabia
Saudita están
diversificando comercio y acuerdos estratégicos. No por ideología
antiimperialista, sino por conveniencia. El comercio bilateral entre China y
América Latina ya supera los 450.000 millones de dólares al año. En África, el
gigante asiático ha desplazado a la Unión Europea y Estados Unidos
como principal socio económico. En Eurasia, la Franja y la Ruta
conecta puertos, carreteras, fibras ópticas y oleoductos mientras
Washington insiste en vender portaaviones como modelo de desarrollo.
El imperio estadounidense grita que
China “compra voluntades”, como si el FMI, la OTAN, la USAID o el Banco Mundial no hubieran sido herramientas de
extorsión durante décadas. Se quejan de que Pekín construye infraestructura
a cambio de acuerdos comerciales, como si bombardeos, invasiones y sanciones
fueran métodos más nobles de expansión. La diferencia no es ética, es de
eficacia: China ofrece carreteras, ferrocarriles, fábricas, energía y acceso
a mercados. Estados Unidos ofrece deuda, bases militares y amenazas.
El autoengaño imperial llega al punto
de creer que puede frenar la transición hacia un mundo multipolar a golpe de tarifa. En 1971,
cuando Nixon cerró la convertibilidad oro-dólar, lo hizo porque sabía que
el sistema financiero estaba quebrado, pero todavía tenía el poder de
imponer el dólar como moneda mundial. Hoy el dólar sigue dominando, pero pierde
terreno en acuerdos energéticos, transacciones comerciales y reservas
internacionales. Arabia Saudita, Brasil, Rusia, India y China comercian
petróleo, gas y materias primas usando yuanes, rupias o monedas locales. Los
BRICS se expanden e incorporan países productores de energía, minerales
estratégicos y alimentos. La OMC quedó convertida en un teatro obsoleto donde
EE.UU. bloquea cualquier fallo que no le favorezca.
El capitalismo occidental está
atrapado en su propia trampa. Durante décadas descentralizó su producción en China para
maximizar ganancias y reducir costos laborales. Ahora descubre que
renunciar a la industria implica renunciar al poder. Intentan reindustrializar
sus economías con subsidios masivos, pero se enfrentan a una
contradicción estructural: no pueden producir barato, rápido y en escala
sin depender de cadenas globales dominadas por Asia. Biden habla de
“friend-shoring” (producir solo con aliados), pero esos aliados tampoco
quieren suicidarse por obediencia geopolítica. Y mientras tanto, China
invierte el triple que Estados Unidos en infraestructura, logística, ciencia
aplicada y planificación tecnológica.
¿Y qué hay de los efectos sociales
dentro de Estados Unidos? El país lleva décadas desindustrializándose,
precarizando su fuerza laboral y disparando sus desigualdades internas. Las guerras comerciales no han
traído empleos de vuelta: apenas han enriquecido a las mismas corporaciones que
fugan capitales a China, India o México. Según el Instituto de
Política Económica, las disputas comerciales desde 2018 generaron menos del 10%
de los empleos prometidos en manufactura, mientras los consumidores pagaron
aumentos de precios en bienes importados que oscilaron entre el 15% y
el 25% en sectores como electrónica, hogar, acero o automoción. ¿Quién ganó?
Las empresas logísticas, los bancos, los intermediarios financieros y los
contratistas del complejo militar-industrial. Básicamente, los mismos
buitres de siempre.
Mientras tanto, la política interna es
un manicomio. Presidentes que prometen reindustrializar mientras extienden la
guerra económica. Congresistas
que denuncian a China con un iPhone en la mano, ropa fabricada en Bangladesh
por empresas chinas y una cuenta de campaña financiada por corporaciones
que tienen sedes en Shanghái. Y una población que, entre opioides,
inflación y desinformación, ni siquiera puede distinguir si el enemigo está
en Pekín o en Wall Street.
Europa no queda mejor parada.
Alemania, que construyó su poder industrial gracias a las exportaciones a China y al gas barato ruso, ahora se
arrastra hacia el suicidio económico por imposición estratégica. Francia,
que pretende ser potencia autónoma, termina votando en Bruselas lo que
dicta Washington. España e Italia fingen modernizarse mientras
desmantelan sus sectores productivos. Y todo bajo la narrativa infantil de
que “hay que reducir la dependencia de China”. ¿Con qué plan industrial? ¿Con
qué capital? ¿Con qué materias primas? ¿Con energía a qué precio?
Así, lo que llaman “desacoplamiento” no es más que una versión económica
del autoestrangulamiento. Estados Unidos quiere que el mundo se aparte de
China mientras su propio ejército, su industria farmacéutica, su
tecnología médica, su electrónica, su agricultura y su transición
energética dependen de ese vínculo. Europa copia la orden, aunque el 22%
de su comercio exterior se haga con China y más del 40% de los minerales
críticos para sus fábricas y coches eléctricos provengan de Asia. El
discurso del desacople es como pedirle al paciente que deje de respirar
porque el oxígeno viene del enemigo.
¿Puede Estados Unidos “ganar” esta
guerra comercial? La respuesta es incómoda para los nostálgicos del siglo XX. No puede ganarla porque no puede
revertir sus propias contradicciones internas, ni sostener su hegemonía
industrial, ni imponer al resto del planeta los costos de su declive. China
no necesita ocupar militarmente mercados: los copa con precios, inversión,
infraestructura y planificación estratégica. Mientras Washington exige
obediencia, Pekín firma acuerdos. Mientras Estados Unidos sanciona, China
construye puertos. Mientras Occidente militariza el comercio, Asia
produce. Y cuando el imperio responde con amenazas, el resto del mundo lo
escucha con la misma credibilidad que a un alcohólico dando charlas de salud
pública.
Pero cuidado: que Estados Unidos esté perdiendo la iniciativa no significa que su poder haya desaparecido. Un animal herido muerde más fuerte. La guerra comercial puede transformarse en guerra financiera, tecnológica, diplomática o incluso abierta. La tensión sobre Taiwán no se explica sin este telón de fondo: cuando no puedes derrotar económicamente a tu rival, buscas rodearlo militarmente. El cerco en el Mar del Sur de China, los pactos tipo AUKUS, las bases en Filipinas, las presiones sobre India y Japón, el uso de Europa como punta de lanza diplomática: todo forma parte de la misma lógica.
Y en esa lógica, el capitalismo
muestra su naturaleza esencial: el mercado es libre mientras el poder acompaña.
Cuando el poder se estanca, la guerra se activa. Da igual si es con fusiles o con
tarifas. La supuesta “competencia sana” es propaganda para los manuales
escolares y los noticieros que viven de repetir titulares. La
realidad es que la economía mundial lleva siglos organizada por la
fuerza: antes con cañoneras, ahora con bancos centrales, sanciones
financieras, control digital y ejércitos judiciales transnacionales.
China no es la salvación del mundo ni
el faro anticapitalista que algunos buscan imaginar. No representa una ruptura
sistémica, sino una alternativa
pragmática al monopolio occidental. Su ascenso no emancipa, pero erosiona el
privilegio imperial. Y en ese desgaste, el discurso de Washington queda
desnudo: hablar de democracia mientras apoyas dictaduras, de libre mercado
mientras confiscan empresas, de derechos humanos mientras bloqueas alimentos
y medicamentos, de paz mientras vendes armas y rodeas continentes con bases
militares.
El capitalismo, en su fase actual, ya no logra ocultar su cara. La guerra
comercial es solo un capítulo del colapso hegemónico, un síntoma del
sistema intentando protegerse devorando a sus propios socios y
proclamando su derrota como acto de resistencia moral. Y como siempre, la
factura la pagan los pueblos: agricultores arruinados, trabajadores
precarizados, consumidores empobrecidos, países estrangulados económicamente,
regiones enteras convertidas en campos de disputa.
El imperio grita que pelea por el
futuro, cuando en realidad pelea por no aceptar que el pasado ya no puede
sostenerlo. El
capitalismo llegó a su límite histórico: ya no puede expandirse, ya no puede
convencer, ya no puede estabilizarse. Solo puede confrontar. Y si su
enemigo fabrica los chips, los minerales, los paneles, los teléfonos, las
turbinas y los antibióticos… entonces el enemigo será satanizado,
sancionado, rodeado y culpado hasta que el último noticiero pueda decir:
“defendimos la libertad”.
Porque al final, en este sistema, el
comercio nunca fue libre, la competencia nunca fue justa y la guerra nunca fue
excepcional: siempre fue el negocio central.
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