Las conversaciones con mi madre, no optimista, terminan casi siempre con un santo y seña, “siempre que llovió paró.” Ella por no querer asustarme y yo a ella, y ambas por no pinchar el globo de los optimistas que nos rodean y que no pueden enfrentar la realidad. Calladamente de acuerdo llevamos la conversación hasta ese final predecible, no por fe en el fin de la lluvia, sino al entender que los cambios necesarios no se están dando y que pocos quieren escuchar. Claro que existen recursos de energía sustentable (la energía del viento, del sol, del mar) y que se usan alternativas de reciclado, pero no son suficientes. Hace falta mucho más. Se trata de transformar la forma en que vivimos, nuestros valores y nuestros deseos, se trata de un cambio civilizatorio. El santo y seña nos marca el fin del tema pero somos conscientes del dudoso privilegio de estar entre ese 20 por ciento que se lo está comiendo todo y de la necesidad de cambiar el modelo imperante. ¿Qué hacer?
Las élites dominantes enriquecidas brutalmente no se conforman y aspiran a cada vez más, quieren ser dueñas del patrimonio de la humanidad, apropiarse del planeta. Es obvio que no tienen en mente compartir ni pagar el precio que les corresponde por su consumo desmedido y su abuso del bien común. No está en sus planes solidarizar ni les preocupa construir un mundo sostenible, igualitario, mejor. Entienden el problema fundamentalmente desde un ángulo propio, les preocupa el “exceso de población.” Ancestralmente, temen a las hordas hambrientas y numerosas que pueden hacer tastabillar su poder y quitarles el control. Su plan es someterlas, obligarlas a conformarse con vivir apenas o que sucumban al hambre, la sed, la enfermedad, la falta de sanidad, la angustia o la violencia.
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Un mundo en llamas.
“Asumimos el “Cambio de Época” histórica, como un
mundo de seres humanos o un mundo de chatarra, de
opresión, represión, consumismo y destrucción”.
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Lunes 13 de febrero del 2012.
Nora Fernández (especial para ARGENPRESS.info)
La Tierra es nuestro hogar pero no la respetamos, en parte porque desarrollamos una cultura que respeta la fuerza pero no el balance, ni la paz, ni lo sustentable. Avasallar, oprimir, reprimir, consumir y destruir sin mayores miramientos son componentes esenciales de esa cultura, que es de usar y tirar. Favorecemos, por otra parte, una buena imagen de nosotros mismos, nos cuesta aceptarnos como consumidores, opresores y depredadores, por eso perfeccionamos una perspectiva bífida de nosotros y de nuestra forma de vivir, acostumbramos a lidiar con lo desagradable obviándolo. Entonces, aunque la creciente contaminación nos pone en serio peligro evitamos, generalmente, pensar en eso. Bloqueamos lo inconveniente tanto como los pensamientos inquietantes y nos dedicarnos al asunto de vivir “en el hoy,” sin pensar demasiado ni en el ayer ni en el mañana. Olvidando que las gentes sin historia generalmente son gentes sin futuro.
El futuro es imposible de predecir, dicen muchos, y pienso que sin duda es cierto pero que no hay que confundir tampoco. Predecir es un asunto difícil, pero la evaluación crítica de futuros posibles no lo es, si atendemos un poco notamos que ella nos guía en nuestra vida diaria. Es la razón por la que los más cuerdos no manejamos borrachos ni bajo la influencia de otras drogas, y por la que no testeamos la ley de gravedad tirándonos de un sexto piso. Todos usamos un nivel de evaluación crítica de futuros posibles, aunque no seamos tan conscientes de ello.
La prensa colabora en este asunto de convencernos de vivir sin mirar más allá y optimistamente focalizados en el hoy, imaginando que eventualmente la ciencia o la tecnología han de sacarnos la “olla hirviente” del medio ambiente del fuego, justo antes de que se nos queme totalmente. Pero es crecientemente obvio que la contaminación amenaza con dejarnos parias en un planeta desertificado, inundado, contaminado, con una biosfera destruida o en vías de destrucción. Y esto ya no parece pesimista sino mirar la situación con la seriedad que merece. Si hacemos pública nuestra seriedad, sin embargo, se nos mira mal o se nos deja como a Juan el Bautista predicando en el desierto. De allí que aprendamos a callar, a hablar solo lo aceptable, imponiéndonos la auto censura, que es muy eficiente.
Entiendo perfectamente que no estoy sola en esto de decir o no lo que pienso, o de edulcorarlo a gusto para que me escuchen. Oradores mucho más importantes se sienten sujetos a estas limitaciones; Fidel, sin ir más lejos, decidió posponer sus comentarios sobre el peligro de una tercera guerra mundial hasta bien pasadas las fiestas, explicando, que no quería arruinarlas haciendo pública su perspectiva de que el mundo vive una gran amenaza. Aparentemente, vivimos la dictadura del optimismo pueril, basado en “nada.” Muchos y muchas caminan con sus lentes rosados alegremente hacia el cadalso, confiando quizás que “alguien” solucionara las cosas. Para los “optimistas porque si nomás” los demás somos cargosos y quisieran callarnos; se niegan al cuestionamiento de su perspectiva ilusoria porque les arruina el día, prefieren quizás quedarse sin hogar y sin reservas, sin agua, sin alimentos, sin abrigo en un planeta en ruinas, antes de abrir los ojos a esa posibilidad que los atemoriza.
Las conversaciones con mi madre, no optimista, terminan casi siempre con un santo y seña, “siempre que llovió paró.” Ella por no querer asustarme y yo a ella, y ambas por no pinchar el globo de los optimistas que nos rodean y que no pueden enfrentar la realidad. Calladamente de acuerdo llevamos la conversación hasta ese final predecible, no por fe en el fin de la lluvia, sino al entender que los cambios necesarios no se están dando y que pocos quieren escuchar. Claro que existen recursos de energía sustentable (la energía del viento, del sol, del mar) y que se usan alternativas de reciclado, pero no son suficientes. Hace falta mucho más. Se trata de transformar la forma en que vivimos, nuestros valores y nuestros deseos, se trata de un cambio civilizatorio. El santo y seña nos marca el fin del tema pero somos conscientes del dudoso privilegio de estar entre ese 20 por ciento que se lo está comiendo todo y de la necesidad de cambiar el modelo imperante. ¿Qué hacer?
Los efectos del desastre ambiental se presentan impredecibles, no hay Arca de Noé ni Refugio contra Holocaustos que nos salven de un invierno nuclear o de un desastre ecológico. De seguro los más ricos han de tener sus planes para salvarse. Pero el resto ha de enfrentar la calamidad sin plan alguno. Y me cuesta entender, dada la creciente evidencia de la seriedad de la situación, que se haga tan difícil motivar a que la humanidad entera cuestione el paradigma individualista, desarrollista y expansionista que nos rige y que ignora que vivimos en un sistema cerrado e interconectado, uno que como nosotros mismos e interdependiente y que incluye balances frágiles y necesarios.
Aunque “pesimista” no pierdo la esperanza de que la iluminación general se dé en algún momento y cada mañana me intereso por ver si acaso el despertar haya llegado, me lo imagino concreto y emocionante. Entiendo que algunos lo vean imposible o posible sólo demasiado tarde o que incluso argumenten que no será total sino dividido en pequeñitos despertares, con soluciones parciales lidiando problema por problema de la compleja realidad. Prefiero la gran transformación porque imagino los costos personales y comunales que seguir esperando implica. Ser partidaria de la “iluminación total” habla también de las limitaciones propias, y del lente que uso.
Las consecuencias de la contaminación, ya visibles, van desde las sequías a las inundaciones, que miradas en números como al poder le gusta se transforman en daños medibles en dinero. Una sequía reciente en Texas causó daños por más de 5 mil millones de dólares en la agricultura; el huracán Irene -que llegó a New York menos violento de lo que se esperaba, causó daños por montos superiores a los que causó Katrina. Esta historia se repite a lo largo y ancho del planeta: incendios consumiendo parques nacionales en Chile, inundaciones que afectan la mitad del territorio de Colombia, sequías en Brasil, inundaciones en la capital de Tailandia (Bangkok) con costos estimados en 45 mil millones de dólares.
La desertificación cubre un tercio de la superficie de la tierra y avanza debido a la deforestación, la escasez de agua, el deterioro de los suelos y las alteraciones climáticas. Las áreas secas cubren más del 40 por ciento de la superficie de la Tierra –y en esas tierras viven 1700 millones de personas, la mayoría de los pobres del mundo. La desertificación resulta de una combinación de factores sociales y biofísicos, con causas climáticas y naturales y raíces en actividades humanas de deforestación, intensificación de la agricultura, sobre pastoreo, salinización, urbanización, polución y conflictos. Es un problema grave. La guerra no ayuda: cuando una bomba explota se generan temperaturas muy altas que aniquilan flora, fauna y gente, pero también destruye la estructura y composición de los suelos.
Los cambios climáticos, el efecto invernadero, el derretimiento de los polos y la contaminación de océanos, mares, ríos, lagos, recursos de agua potable y subterránea, se suman a la contaminación del aire, a la realidad del agotamiento de los metales, a la continua tala de árboles, bosques y junglas, a la destrucción de humedales, al agotamiento y desaparición de ríos, lagos y otras fuentes de agua. Son temas interconectados que requieren una transformación enorme en nuestra forma de vivir, tan grande que se nos presenta abrumadora. Pero es un 20 por ciento de la población la que consume el 80 por ciento de los recursos y entre los que tienen menos acceso están los mil millones que sufren hambre. A pesar del hambre, el 50 por ciento del grano comercializado se usa para alimentar el ganado y en la producción de biocombustibles. Teniendo en cuenta que el 40 por ciento de la tierra arable está deteriorada. Sabemos que cada año desaparecen trece millones de hectáreas forestales; que un mamífero de cada cuatro, un pájaro de cada ocho, un anfibio de cada tres, está en vías de extinción -un ritmo 1000 veces más rápido del natural. Sabemos que tres cuartos de los lugares de pesca están agotados y que las capas heladas de los polos son un 40 por ciento más delgadas que hace 40 años. No nos asusta parece que se estime en 200 millones el número de refugiados climáticos para el 2050, algunos piensan que antes.
El mundo arde como si sufriera una reacción inflamatoria: la enfermedad somos nosotros y nuestra forma de vivir. No podemos, o no queremos, detener esa inflamación. Nuestras actividades se enmarcan en una ideología que opone “civilización y cultura” a “naturaleza y barbarie.” Le quita mérito a lo material en favor de una espiritualidad superficial que nos ayuda a desatender las necesidades materiales básicas de todos los seres humanos para atender los caprichos consumistas de los menos. El planeta, disfrazado de “madre naturaleza” sufre el destino de las madres todas: amadas y menospreciadas, encargadas de atender la necesidad fundamental de conexión y de satisfacer necesidades humanas básicas, ignoradas con respecto al valor de su fundamental contribución. Loadas como santas, tratadas sin respeto.
La relación maternal elevada y deprimida al mismo tiempo se visibiliza en la imagen que Jake Sully, soldado invasor unido a la lucha del pueblo aborigen en Avatar, explica sobre su propia cultura que es la nuestra: llegan de un mundo donde ya no queda verde porque “asesinaron a su madre, y van a hacer lo mismo aquí.” La dualidad que opone civilización y naturaleza favorece la explotación de esta última por la primera y nos lleva al exterminio. Una civilización que destruye a su propia madre, ensucia su hogar que es su nido, favorece el consumo, el negocio y la guerra, tiene los días contados, aunque no lo sepa o no lo quiera saber.
Y aunque la mayoría de los habitantes del planeta no se beneficien de esto, la mayor parte de los humanos aspiramos, sin embargo, a “desarrollarnos” siguiendo ese mismo modelo destructor. Un modelo que funciona muy bien para enriquecer a menos del uno por ciento de la población, y para ultra enriquecer a un porcentaje mucho menor entre ellos, unas decenas de miles de personas que son: los verdaderos dueños del mundo.
Las élites dominantes enriquecidas brutalmente no se conforman y aspiran a cada vez más, quieren ser dueñas del patrimonio de la humanidad, apropiarse del planeta. Es obvio que no tienen en mente compartir ni pagar el precio que les corresponde por su consumo desmedido y su abuso del bien común. No está en sus planes solidarizar ni les preocupa construir un mundo sostenible, igualitario, mejor. Entienden el problema fundamentalmente desde un ángulo propio, les preocupa el “exceso de población.” Ancestralmente, temen a las hordas hambrientas y numerosas que pueden hacer tastabillar su poder y quitarles el control. Su plan es someterlas, obligarlas a conformarse con vivir apenas o que sucumban al hambre, la sed, la enfermedad, la falta de sanidad, la angustia o la violencia.
De allí la conexión importante con la guerra, esos “puntos calientes” creados artificialmente, que contribuyen a incendiar el planeta en llamas, y con los fraudes de las finanzas y los bancos. La guerra no es sino un método de apropiación de los recursos ajenos, uno que incluye violación, invasión, robo y crimen, pero que se une a este otro método efectivo para lo mismo que son los fraudes financieros. Juntos ambos fabrican el Nuevo Orden bajo nuestros pies, tejen y tejen mientras dormimos.
Las explosiones e incendios que destruyen la vida y los suelos y liberan energía y contaminantes, se unen a los daños que las bombas de la guerra causan al destruir complejos industriales que liberan contaminantes adicionales a la atmósfera -dioxinas y tóxicos en la destrucción de una fábrica de plásticos, amoníaco u otros químicos. En esto se ha transformado la forma de vida de la civilización occidental en sus últimos tiempos. El agredido, que responde con lo que tiene, hace escalar el precio para todos también. En Iraq la quema de pozos petroleros causó grave contaminación atmosférica, terrestre y de aguas superficiales y subterráneas -500 pozos de petróleo ardiendo produjeron 3 millones de toneladas de humos contaminantes que provocaron enfermedades respiratorias, muerte de aves marinas, la ruina de la pesca y la contaminación de manglares. Según el Instituto de Recursos Mundiales (World Resource Institute) los residuos tóxicos de esa guerra afectarán la industria pesquera por más de 100 años.
Las armas modernas son, además, “exquisitamente” contaminantes y sus efectos sobre la vida y el planeta han sido poco estudiadas porque el mundo de las armas es muy reservado. EEUU usó uranio empobrecido en aviones, tanques, cañones antiminas y minas terrestres durante la Guerra del Golfo. Estas municiones contaminan químicamente a los seres humanos y al ambiente. Recién se están haciendo públicos los resultados en Iraq en términos del aumento del número de abortos, malformaciones, leucemia y cáncer, particularmente cerca de Basora, pero también en otras áreas del país.
Un mundo en guerra, una guerra continua y una economía de guerra. Guerra y finanzas incluyen la toma de países enteros, que de la esfera pública se mueven a la privada, privatizando ganancias y bienes, haciendo públicas pérdidas y costos. Países enteros supeditados al poder privado de la Banca Mundial -puñado de hombres ricos. Países “enemigos” invadidos y destruidos y transformados en “aliados” a prepo. Una civilización que avasalla “diferencias” usando la excusa del proyecto Ilustrado y en nombre del progreso. Iguales todos, esclavos en un mundo único y global, Un mundo de comida chatarra, entretenimiento chatarra, prensa chatarra, filosofía chatarra, sicología chatarra, sentimientos chatarra. Un mundo de seres humanos chatarra que viven vidas chatarra también.
El mundo arde, entre guerras y finanzas fraudulentas, pocos tratan de apagarlo, quienes lo intentan reciben el odio de occidente que con lenguaje bífido distorsiona lo que dice o directamente miente. Falsedades que no son simplemente reflejo del momento en que vivimos, sino que son la esencia de una civilización guerrerista que llega a su fin, pero que continúa queriendo acapararlo todo y puede, en un holocausto global, inmolarnos.
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