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“Por lo tanto, el camino para el Sur
Global no reside en la elección ingenua entre
estos dos modelos imperiales de administración, sino en la explotación astuta de
su rivalidad. La única vía hacia un futuro de autonomía relativa
pasa por el fortalecimiento urgente y radical de la
integración regional sur-sur, la construcción de capacidades
estatales propias de planificación estratégica (sin necesidad de replicar
el autoritarismo chino) y la exigencia de términos que prioricen la
soberanía tecnológica y el desarrollo local en cualquier negociación
con ambos polos. Esto implica, por ejemplo, negociar contratos de
extracción de litio o cobre que incluyan transferencia
tecnológica y procesamiento local, o formar consorcios regionales
para el desarrollo de infraestructura digital soberana. La nueva
guerra fría sistémica, la guerra de los planificadores, presenta no
solo riesgos sino también espacios de maniobra inéditos. El Sur
Global puede dejar de ser un peón en el tablero de otros
para convertirse, por primera vez, en un actor estratégico
colectivo que negocia su lugar en el orden emergente, siempre
y cuando comprenda que su mayor vulnerabilidad no es la falta de
recursos, sino la ausencia de un plan.
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ADMINISTRACIÓN IMPERIAL:
LA ESCALADA DEL DECLIVE.
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Por Alejandro Marcó del
Pont | 08/12/2025 | Economía
Fuentes. Revista Rebelión lunes 8 de diciembre del 2025
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La Guerra de los planificadores, el
conflicto entre dos modelos de administración imperial redefinirá el destino
del Sur Global (El Tábano Economista)
Más allá de la retórica sobre una
«nueva guerra fría» o
de una simple rivalidad por la supremacía tecnológica, existe la
primera confrontación sistémica de la era moderna entre dos paradigmas
radicalmente opuestos de planificación y administración económica a
escala imperial. Es un conflicto filosófico sobre cómo se
organiza, dirige y proyecta el poder económico de una civilización.
Por un lado, China ha perfeccionado, a través de siete décadas de planes quinquenales, un modelo de administración industrial coherente, dirigido centralmente por el Estado, que opera con la lógica de un gran ingeniero social. Por el otro Estados Unidos, habiendo vendido al mundo durante medio siglo la mitología del libre mercado y la descentralización, hoy responde a este desafío con un modelo espasmódico de estímulos, subsidios masivos y rescates corporativos, un sistema que en realidad funciona como un complejo mecanismo para garantizar la rentabilidad privada de sus gigantes tecnológicos y contratistas de defensa, bajo la frágil cobertura de la «seguridad nacional».
La distinción entre estos dos modelos
—la planificación centralizada china versus el estímulo
descentralizado estadounidense, en un mercado que dejó de ser «libre»
hace generaciones— es la clave maestra para entender la dinámica
de poder del siglo XXI y el declive relativo de un orden
que ya no puede ocultar sus contradicciones.
La observación precisa del laureado con el Premio del Banco de
Suecia en Ciencias Económicas el año 2003 Robert Engle, «Mientras
China está haciendo planes quinquenales para la próxima generación, los
estadounidenses están planificando para la próxima elección« trasciende
el ingenio para convertirse en un diagnóstico preciso de la enfermedad
terminal de la política económica occidental.
Los planes quinquenales chinos, implementados desde 1953 por
el Partido Comunista Chino, son mucho más que instrumentos de desarrollo
económico; representan un sistema integral de gobernanza
imperial que ha reformado la economía global desde sus cimientos.
Han reubicado empleos a nivel planetario, reescrito las
reglas del comercio internacional, acelerado la innovación
tecnológica en direcciones predeterminadas y reconfigurado cada
eslabón de las cadenas de suministro globales.
Estos planes son la columna vertebral de
una visión de desarrollo de largo plazo donde la política económica,
la política tecnológica y la política militar no están
simplemente alineadas, sino que son intrínsecamente la misma cosa,
tejidas en un único tapiz estratégico. El XIV Plan (2021-2025),
con su énfasis en la autosuficiencia tecnológica y la «doble
circulación», y el XV Plan (2026-2030) en el horizonte,
enfocado en la modernización industrial y la sostenibilidad,
funcionan como planes maestros para una administración
industrial de escala imperial.
Este sistema supera lo que en
Occidente se
considera una contradicción fundamental de la economía de
mercado. La desorganización caótica del sistema productivo social.
En su lugar, actúa como un motor estratégico que coordina
de manera coercitiva las fuerzas del gobierno, las corporaciones
estatales y privadas, y la sociedad en torno a objetivos
nacionales comunes. El resultado es un ecosistema
industrial donde la competencia
feroz existe, pero dentro de los parámetros de una jaula de hierro estratégica,
permitiendo ventajas de tiempo y una masa crítica de inversión
coordinada que son simplemente imposibles de replicar en un sistema
político esclavizado a ciclos electorales de dos y cuatro
años.
Frente a esta maquinaria, el modelo estadounidense presenta
una fachada de caos y una realidad de dependencia estructural. Aunque
carece de un plan quinquenal explícito y venera la retórica del mercado,
su historia está plagada de una planificación oculta pero
monumental, ejecutada a través de dos canales principales: la adquisición
militar y la investigación fundamental subsidiada. Agencias como DARPA
(Defense Advanced Research Projects Agency) y los Institutos Nacionales de
Salud (NIH) han funcionado durante décadas como los verdaderos
planificadores centrales de la innovación estadounidense, financiando
los riesgos de la investigación básica cuyos frutos luego son
capturados y comercializados por el sector privado.
El complejo industrial-militar, denunciado por Eisenhower, no es la excepción sino la regla del sistema. El Estado como cliente monopsonístico (un único comprador para un producto o servicio, frente a múltiples vendedores u oferentes) que define las capacidades tecnológicas a través de contratos de defensa de billones de dólares. Sin embargo, la respuesta actual al ascenso de China ha expuesto las limitaciones mortales de este modelo. Lo que emerge es un sistema de «planificación de mercado» o, más crudamente, una «administración del estímulo« Iniciativas recientes como la Ley CHIPS y la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) inyectan subsidios masivos —cientos de miles de millones de dólares— en sectores como los semiconductores y la energía limpia.
Pero estas son intervenciones
puntuales, reactivas, impulsadas
por el pánico de la seguridad nacional y el cálculo de la política
electoral inmediata. No forman parte de un plan integral que vincule
coherentemente el desarrollo de la fuerza laboral, la infraestructura
física y digital, los objetivos de I+D y la soberanía de la cadena
de suministro. El Estado paga la entrada al casino, pero
no puede dictar cómo juegan las corporaciones ni hacia dónde fluyen
finalmente las fichas.
En 2025, esta dicotomía se agudiza
hasta el punto de la esquizofrenia estratégica. China avanza metódicamente hacia su
15º Plan Quinquenal, una hoja de ruta para la próxima fase de su
ascenso. Mientras tanto, Estados Unidos responde con una
lluvia de dinero público que a menudo termina subsidiando
las propias vulnerabilidades que intenta corregir. La paradoja es
obscena: miles de millones de dólares del CHIPS Act fluyen hacia
corporaciones como Intel o TSMC para construir fábricas en
suelo estadounidense, pero estas mismas empresas mantienen
y dependen de operaciones extensivas, redes de proveedores y mercados en
China.
El «desacoplamiento» se revela como una fantasía costosa
desde el punto de vista de la autoridad, mientras la
búsqueda privada de rentabilidad a corto plazo socava
sistemáticamente el objetivo estratégico de soberanía tecnológica.
El sistema estadounidense corre así el riesgo de degenerar en una
mera «administración del estímulo«. El Estado provee el capital
inicial y asume el riesgo, pero no puede garantizar la
competitividad a largo plazo ni la integridad de la cadena de
suministro, que sigue siendo un mosaico global impulsado por la lógica
feroz de la minimización de costos, una lógica que, irónicamente,
conduce de vuelta a la eficiencia industrial china.
Las diferencias estructurales entre ambos modelos son abismales
y definen el campo de batalla. China integra subsidios en planes
holísticos, logrando un liderazgo global en sectores como energías
renovables y telecomunicaciones 5G a través de un apoyo estatal
masivo, directo y prolongado a campeones nacionales como Huawei o CATL.
En contraste, Estados Unidos distribuye subsidios de manera ad hoc,
beneficiando a corporaciones privadas cuya lealtad última es maximizar
el valor para el accionista, no la soberanía nacional. La crítica
más mordaz reside en el destino final de estos estímulos: los
subsidios estadounidenses, como los U$S 39.000 millones a Intel, estimulan
beneficios que fluyen predominantemente a accionistas y ejecutivos
a través de recompras de acciones y dividendos, mientras que las empresas
subvencionadas mantienen cadenas de suministro críticas en China,
perpetuando la dependencia que supuestamente buscan romper.
Ante este duelo de titanes
administrativos, el Sur Global
—esa vasta constelación de países en desarrollo en África,
América Latina y partes de Asia— enfrenta un dilema
existencial. La opción binaria de alinearse con un modelo
u otro es una trampa. Adoptar acríticamente modelos de planificación
centralizada al estilo chino podría ofrecer una ruta acelerada
de industrialización, pero a menudo al precio de una
nueva dependencia tecnológica y política hacia Beijing,
replicando la dinámica centro-periferia bajo un nuevo hegemón.
Por otro lado, confiar en el modelo
estadounidense de «estímulos» significa someterse a la
volatilidad de un sistema donde la asistencia y la inversión están condicionadas
por una agenda de seguridad nacional caprichosa y por los intereses
de las élites corporativas estadounidenses, cuyos
compromisos son inherentemente inestables y sujetos a los vientos
políticos de Washington. Sin una planificación estratégica propia,
el Sur Global se arriesga a quedar atrapado como campo de batalla
económico, proveedor de commodities y mano de obra barata, y consumidor
final de tecnologías sobre las cuales no ejerce control alguno.
Por lo tanto, el camino para el Sur Global no
reside en la elección ingenua entre estos dos modelos imperiales de
administración, sino en la explotación astuta de su rivalidad.
La única vía hacia un futuro de autonomía relativa pasa
por el fortalecimiento urgente y radical de la integración regional
sur-sur, la construcción de capacidades estatales propias de planificación
estratégica (sin necesidad de replicar el autoritarismo chino) y
la exigencia de términos que prioricen la soberanía
tecnológica y el desarrollo local en cualquier negociación con ambos
polos.
Esto implica, por ejemplo, negociar contratos de
extracción de litio o cobre que incluyan transferencia
tecnológica y procesamiento local, o formar consorcios regionales
para el desarrollo de infraestructura digital soberana. La nueva
guerra fría sistémica, la guerra de los planificadores, presenta no
solo riesgos sino también espacios de maniobra inéditos. El Sur
Global puede dejar de ser un peón en el tablero de otros
para convertirse, por primera vez, en un actor estratégico
colectivo que negocia su lugar en el orden emergente, siempre
y cuando comprenda que su mayor vulnerabilidad no es la falta de
recursos, sino la ausencia de un plan.
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