Globalización, ética y desarrollo.
Amartya Sen es el economista no ortodoxo más importante del mundo. El argentino Bernardo Kliskberg es economista y politólogo especializado en temas de pobreza, desigualdad y desarrollo. Primero la gente es su primer libro escrito en común. En él analizan algunos de los principales problemas del mundo globalizado y sus posibles soluciones. Lo hacen desde la perspectiva de la ética del desarrollo. Aquí, como anticipo, dos textos de un volumen imprescindible.
Por Amartya Sen.
¿Qué papel debe desempeñar la ciudadanía en la política ambiental?
En primer lugar, debe incluir la capacidad de pensar, valorar y actuar, lo cual requiere que pensemos en los seres humanos como agentes, en vez de solamente como pacientes. Esto es pertinente para muchos debates ambientales importantes. Tomemos como ejemplo el informe de la Royal Society, Hacia un Consumo Sustentable, publicado en el 2000. El informe muestra, entre otras cosas, que las actuales tendencias del consumo son insostenibles, y que es necesario contener y reducir dicho consumo, empezando por los países ricos. En su prólogo, Aaron Klug recalca la urgente necesidad de “introducir profundos cambios en los estilos de vida de la mayor parte de los países de mayor desarrollo, algo que a ninguno de nosotros le resultará fácil”. Es sin duda una tarea difícil, pero si las personas son, en efecto, agentes que razonan (en vez de limitarse a ser pacientes con necesidades), entonces una manera posible de abordar el asunto podría residir en un debate público que genere una mayor comprensión de la situación del medio ambiente en la que nos encontramos.
En segundo lugar, la libertad de participación. De resultar impedidas o debilitadas las deliberaciones participativas, se perdería algo muy valioso. Por ejemplo, la reciente atenuación de regulaciones y requisitos ambientales en Estados Unidos, que ocurrió con muy poca oportunidad para el debate público, constituye no solamente una amenaza para el futuro, sino también un debilitamiento de la condición de ciudadanía de los estadounidenses, al privarlos de la oportunidad de participación. Resulta que cuando, a comienzos del 2001, el presidente Bush abandonó en forma repentina el acuerdo de Kyoto, una encuesta realizada por CNN y Time indicó que una amplia mayoría del público estadounidense tenía una opinión muy diferente de la del presidente. Sin embargo, no hubo prácticamente ningún intento serio por parte del gobierno por tener en cuenta la opinión del público en materia de elaboración de políticas, de incorporar a los ciudadanos al debate. En vez de ampliar el alcance del debate público, en Estados Unidos ha habido un marcado retroceso. Para citar otro ejemplo, el famosamente sigiloso Grupo de Trabajo para la Energía, del vicepresidente Cheney, ha demostrado poco interés por comunicarse con el público. De hecho, Cheney ha sido renuente incluso a revelar los nombres de los integrantes de dicho grupo. Estos y otros casos de distanciamiento y ocultamiento ilustran cuán integral ha sido el retiro de la posición de intentar buscar la participación del público. Bloquear oportunidades para la participación informada constituye, de por sí, una significativa pérdida de libertad, y esto ya está ocurriendo.
En tercer lugar, si se trata de lograr objetivos ambientales mediante procedimientos que constituyen una intromisión en las vidas privadas de las personas, la consiguiente pérdida de libertad debe considerarse como una pérdida inmediata. Por ejemplo, aun cuando resultase que la restricción de la libertad de reproducción mediante la planificación familiar coercitiva (como la política de un solo hijo practicada en China) contribuye a sostener los niveles de vida, igualmente es menester reconocer que hay algo importante que se está sacrificando. De hecho, hay fundados criterios empíricos para dudar de que la imposición coercitiva pueda contribuir considerablemente a reducir la fertilidad. De hecho, el logro de China se ajusta a lo que es factible esperar debido a la influencia de otros factores sociales que tienden a inducir a una reducción espontánea en la tasa de natalidad (como por ejemplo la extensión de la educación de las mujeres y el empleo remunerado). De hecho, otras sociedades, como Kerala, en la India, que han tenido progresos sociales parecidos, han registrado reducciones comparables, o mayores, pero sin coerción, en la tasa de fertilidad. Pero aun cuando se demostrase que un enfoque no participativo puede reducir la fertilidad en la práctica, habría que sopesar ese hecho a la luz de la consiguiente pérdida de libertad resultante de la coerción misma.
En cuarto lugar, la modalidad convencional de centrar la atención en las condiciones y el nivel de vida en general es de excesiva agregación para prestar la atención debida a la importancia de las libertades específicas. Puede haber una pérdida de libertades (y de los derechos humanos correspondientes) aun cuando no haya una disminución en el nivel de vida global. Esto puede ilustrarse con un sencillo ejemplo: si se acepta que una persona tiene el derecho moral de que no le lleguen bocanadas de humo a su cara exhaladas por fumadores indiscriminados, dicho derecho no queda éticamente invalidado en caso de que la persona afectada sea muy adinerada y tenga la ventaja de disfrutar de un elevadísimo nivel de vida. En el contexto ecológico, piensen en la posibilidad de un ambiente en franco deterioro en el cual a las generaciones futuras se les niega la oportunidad de respirar aire limpio (debido a emisiones especialmente contaminantes), pero en el cual esas generaciones tienen tanto dinero y disfrutan de tan numerosos y diversos beneficios que es muy probable que su nivel de vida general esté muy bien sustentado.
La pertinencia de la participación ciudadana y social es más que instrumental. Se trata de elementos integrales que tenemos razón de preservar. Debemos combinar la noción básica de la sustentabilidad con una visión más amplia de los seres humanos, una óptica que los vea como agentes cuyas libertades son importantes, y no solamente como pacientes que no son más que sus condiciones de vida.
Ocho causas del deterioro de la salud de los jóvenes latinoamericanos
Por Bernardo Kliksberg
El estado de salud pública es un producto social. Está vinculado a lo que una sociedad está haciendo en campos como la creación de condiciones básicas, la implementación de programas de salud preventiva y la generación de una cobertura universal. Son innegables los avances en el promedio de salud ligados al progreso general en las ciencias médicas y a los esfuerzos de las políticas públicas y otros sectores de la sociedad. Sin embargo, en cuanto se desagregan los promedios, se encuentran grupos de alta vulnerabilidad, entre ellos los jóvenes, y especialmente los jóvenes pobres, que constituyen más del 40%, y que enfrentan ciertos riesgos que forman parte de su vida cotidiana.
En primer lugar, la pobreza incide directamente en la esperanza de vida. Las privaciones en materia de desnutrición, la vida en ambientes expuestos a contaminaciones, las dificultades en el acceso al agua potable, los deficits de alcantarillado, la carencia de seguro médico, son algunos de los tantos factores vinculados con la pobreza que pueden generar umbrales de vulnerabilidad mucho mayores.
En segundo lugar, hay una significativa correlación entre niveles de educación y esperanza de vida. En estudios realizados en Chile se evidencia que la diferencia de esperanza de vida entre quienes tienen entre 1 y 8 años de educación y quienes tienen 13 o más es de 9 años. Además, de los datos se desprende que este indicador va subiendo. En otras palabras, la mayor escolaridad tiene un significado creciente en términos de prevención de riesgos de salud.
En tercer lugar, las madres jóvenes, que son proporción importante en los sectores más humildes, padecen riesgos altos. Sus niveles de desprotección durante el embarazo y en el parto son considerablemente superiores al promedio. Según datos del Banco Mundial, en el 20% más pobre de la población el 43% de las madres no recibe asistencia de personas médicamente entrenadas durante el embarazo, y el 60% no la recibe en el parto. Esto impacta en las cifras de mortalidad materna en las jóvenes desfavorecidas y de riesgos de daños en el parto: en el 2003 murieron 23 mil madres latinoamericanas durante el embarazo o al dar a luz, 25 veces más que el promedio de los países desarrollados.
En cuarto lugar, el sida. Su incidencia en la mortalidad de los jóvenes –2,9 por cada 100 mil– es motivo de preocupación. Entre los factores que explican estos datos hay algunos vinculados con la pobreza, como el hacinamiento y la instalación de grupos de la droga en zonas pobres. Y, si bien el 70% de la población está informada sobre la enfermedad y cómo se transmite, menos del 10% adopta las medidas para su prevención, lo que implica que hay un enorme trabajo a hacer en materia de educación de los jóvenes.
En quinto lugar, existen problemas cada vez más graves, como el tráfico de personas y la prostitución juvenil, estimulados por el llamado “turismo sexual”. Destruyen miles de vidas jóvenes y generan una mayor vulnerabilidad frente al sida. En República Dominicana, donde ha habido constantes denuncias, la tasa de mortalidad de mujeres jóvenes por sida es 300% mayor que la de hombres jóvenes –12,2 mujeres por cada 100 mil contra 3,9 hombres– debido a estos problemas.
En sexto lugar, la mortalidad juvenil en la región presenta un rasgo patológico muy especial. Está especialmente alimentada por la violencia. La mortalidad juvenil es de 134 por cada 100 mil. Casi triplica la española. Se estima que de cada 100 fallecimientos de varones jóvenes, 77 son atribuibles a causas violentas. Esto implica que la región padece de una violencia juvenil de corte epidémico. Ante un fenómeno tan regresivo (y antijuvenil), corresponde evitar los tratamientos superficiales y procurar un análisis en profundidad que explore sus correlaciones con otros desarrollos claves del escenario socioeconómico, entre ellos los altísimos niveles de desocupación juvenil, las dificultades educativas y la fragilidad de muchas estructuras familiares bajo el embate de los procesos de pauperización.
En séptimo lugar, la tendencia a la privatización de servicios de salud y la reducción de las coberturas públicas han dejado a muchos jóvenes librados a las posibilidades que puedan proveer sus núcleos familiares o que ellos puedan adquirir por sí mismos. En núcleos familiares agobiados por múltiples restricciones económicas, la salud es uno de los gastos que tienden a reducirse.
En octavo lugar, los análisis sobre la salud de los jóvenes se han centrado en los aspectos físicos. Pero en situaciones tan duras en términos de restricción de oportunidades, supervivencia, tensiones continuas que derivan del contexto económico, la demanda de ayuda psicológica es alta. Sin embargo, ese orden de cobertura hacia los jóvenes ha sido fuertemente relegado.
En suma, la situación de la salud juvenil se caracteriza por la presencia de amplios sectores de jóvenes con dificultades potenciales o explicitadas bien específicas, que son escasamente focalizadas por las políticas oficiales de salud y por la sociedad en general. Sólo se atienden como corresponde cuando explotan, pero no se les da el reconocimiento debido mediante políticas preventivas sistemáticas, con metas extendidas en el tiempo. Esto genera a muchos jóvenes dificultades cotidianas para desarrollar sus potencialidades y producen cuadros problemáticos, que no tienen su explicación en las decisiones o conductas de los jóvenes, sino en el modo en que estas tendencias condicionan sus opciones.
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