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“O piensen en quienes se han
acostumbrado a hacer
negocios penumbrosos con el Estado. No solo anhelan impunidad
respecto del pasado sino asegurar que la mata del cohecho siga dando. Excepciones
tributarias, normas a la medida, organizaciones criminales que no
pueden ser investigadas por organización criminal, en fin, todo
aquel que brilla en el arte de dinamizar su negocio en los pasillos
de la clandestinidad, tiene interés en que unas elecciones libres y
transparentes no desbaraten la utopía del marca y
del merca en que vivimos. En resumen, estamos instalados en
un sistema que incrementó los incentivos para no
tolerar una derrota electoral y acabar con la democracia.
Por eso es lógico que más de un actor asegure descaradamente
que sufre o sufrirá un fraude electoral del que no hay indicios
(Pedro Castillo y Keiko Fujimori el 2021, López Aliaga en la
municipal) y que los asesinatos sean, de pronto, una
coordenada de la vida política nacional. Por si fuera poco
--como anda alertando Eduardo Dargent estos días--
la confianza en las encuestadoras va en picada y con ello
uno de los pocos mecanismos para defender un resultado legítimo o atacar uno
fraudulento.
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PERUWORSKI (O UNA EXPLICACIÓN PENDULAR),
POR ALBERTO VERGARA.
*****
En su última columna mensual, el
politólogo sostiene que la democracia peruana ha oscilado entre la irrelevancia
de los resultados electorales y un peligroso costo por perderlos, lo que habría
deslegitimado el sistema político.
Por Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente- La República domingo 14 de diciembre
del 2025.
Adam Przeworski, uno de los
politólogos más reconocidos del mundo, en los últimos años ha
defendido una idea que puede ayudar a iluminar la gradual
descomposición y demolición de la democracia peruana.
(Digresión rápida: digo descomposición y
demolición porque con lo primero refiero a cuestiones históricas o sociales que
se imponen solas sobre la siempre precaria democracia peruana,
mientras que lo segundo alude a los actos deliberados de quienes buscan,
como los Saicos, demoler, demoler, demoler).
Regreso: lo
que Przeworski defiende es que las instituciones democráticas sufren problemas críticos bajo
dos situaciones. De un lado, cuando la gente reconoce que
los resultados electorales no tienen consecuencias
concretas para sus vidas. La segunda es la opuesta:
lo que se juega en las elecciones es demasiado crucial. El
costo que deben asumir quienes pierden las elecciones es exorbitante
y, por tanto, estas constituyen una amenaza peligrosa.
En síntesis, en el primer caso las elecciones no tienen
consecuencias importantes, en el otro son un asunto de vida o muerte.
Bueno, la trayectoria de la
democracia peruana de
los años 2000 puede ser descrita como una suerte de
péndulo de Przeworski: pasamos de la vigencia y
celebración del “piloto automático” que bypasseabaresultados
electorales al orden contemporáneo en el cual el
costo de protestar es una bala en la cabeza.
Hace trece años publiqué un ensayo titulado Alternancia
sin alternativa. Era el primer año de gobierno de
Ollanta Humala y después de haber erizado los terrores
más vetustos e inamovibles de nuestra sociedad prometiendo una
“gran transformación”, una vez en el poder resultó que la única
gran transformación de Humala fue la suya
propia transitando de comandante a cosito.
Una vez más se imponía la continuidad. Podía haber alternancia,
pero no alternativa. Con menos aspavientos, había ocurrido
con Toledo el 2001. Su legitimidad principal era haber
encarnado al antifujimorismo, pero no organizó su
gobierno como un desmantelamiento radical de lo heredado de los
noventa (aun cuando fueron cruciales muchas iniciativas como
la desaparición del Ministerio de la presidencia, entidad que
ayudaba a sostener un orden clientelar y autoritario, por ejemplo). Más
bien, el presidente mostró que no tenía mayor inclinación
política y delegó los poderes principales a cuadros sin
interés en alterar el statu quo heredado. Para
todo efecto práctico, el hombre fuerte de la gestión fue PPK,
quien un poco después se presentaría en sociedad
como ppkeiko. Así, el cholo sano y sagrado que alguna
vez había sido terruqueado –avant la lettre— resultaba
un dócil jefe de Estado (de ebriedad).
Algo semejante ocurrió con Alan García en su segundo gobierno. Hoy
lo hemos olvidado pero el candidato que regresó del exilio no
era aún el conservador comensal de comilonas sanisidrinas.
De hecho, la escena famosa en que le pega la patada a
Jesús Lora ocurre en una marcha del 2004, cuando protestaba junto
a la CGTP contra el neoliberalismo, la
constitución de 1993 y los services que precarizaban el
empleo de las clases trabajadoras. Además, estaba en
contra de un tratado de libre comercio con EE. UU. Y
en las elecciones del 2006 ganó distinguiéndose de la neoliberal
candidata de los ricos y del antisistema Humala. Pero las elecciones
importaron poco, el manejo del país en lo fundamental se mantuvo.
Y la
inercia prosiguió el 2011,
lo decía más arriba, cuando Humala también resulta
domesticado y encausado sobre los rieles de lo habitual.
Como recordaba un amigo, las sesiones de
transferencia de gobierno del 2011 fueron, en
realidad, reuniones de patas. De patas tecnócratas, se
entiende. Paradójicamente, fue el gobierno de Humala el que
tuvo un mayor predominio de cuadros tecnocráticos.
Incluso recuerdo haber participado de una mesa redonda en Washington
antes de las elecciones del 2016 en la que un peruano funcionario del
Fondo Monetario Internacional celebró que en el Perú
las elecciones no importaban (lo dijo, literal), mientras
le aconsejaba a un auditorio lleno de estudiantes de
políticas públicas que el Perú lo único que necesitaba
era no ponerse creativo y seguir con el rumbo de entonces.
Así, al calor de un crecimiento
económico aluvional y
de una impresionante reducción de la pobreza, se impuso una
atmósfera que replicaba la vieja aspiración de Porfirio Díaz en
el siglo XIX: mucha administración y poca política. Estaba
muy bien mantener las elecciones democráticas, pero aún mejor
mantener su irrelevancia.
Sin embargo, Przeworski tenía razón. La continuidad tecnocrática no contiene los nutrientes de la fortaleza democrática. La ciudadanía constató un sistema en el que elecciones muy polarizadas --donde cada mitad del país se entregaba rabiosamente a la politización— que terminaban teniendo resultados anti-continuidad, traían, en lo esencial, continuidad. Y una continuidad que producía pérdidas y beneficios, ganadores y perdedores, bastante alineados con nuestras desigualdades. Las elecciones, atestiguó la ciudadanía, tenían muy pocas consecuencias.
Fue así como el régimen perdió
legitimidad, los
presidentes impopulares planeaban con desdén sobre la
sociedad y la ciudadanía se desenganchó. Sobre eso,
el boom económico favoreció la explosión de las economías
criminales, Odebrecht y Cuellos blancos envenenaron el
sistema y, de pronto, aquel orden sostenido en la
razón tecnocrática segregó uno fundado en
la razón criminal.
Y, por ende, uno donde es
demasiado peligroso perder
elecciones. O sea, la segunda condición bajo la cual,
según Przeworski, las democracias pueden colapsar.
Y es que, efectivamente, en el Perú se ha vuelto muy peligroso
perder elecciones. Comencemos por lo evidente: peligrosísimo para quienes
protesten legítimamente contra quienes están en el poder. Hace
cinco años, Manuel Merino cayó tras dos asesinados en las protestas en
su contra. Boluarte se quedó con 49 muertos. Y nadie
ha considerado que Jerí pudiera tambalearse por el
asesinato de Eduardo Ruiz, “Truko”.
Así que todos corremos muchos más
riesgos en el Perú si
es que somos opositores de quien acceda al poder en los próximos
años. Lo cual, desde luego, incentiva a que todos
seamos desleales contra el régimen. Si el costo de perder las
elecciones es ser asesinado es comprensible que estemos
dispuestos a desertar de ese orden.
Pero el costo de perder elecciones
también se ha hecho impagable para quienes están detrás de esos
asesinatos. Todos saben que se trata de ejecuciones
extrajudiciales y que, así como el congreso y la justicia hoy lucen
bajo control, en el Perú todo eso puede cambiar fácilmente
con a simple twist o fate, para decirlo con una línea
de Dylan. Expresidentas y expresidentes, muchos policías y
militares, exministros y toda una galería conexa de miserables
reconocen el peligro de perder el control de las cosas. Y todos
han sido testigos de centenas de funcionarios de la época de
Fujimori terminar en la prisión, además del encarcelamiento de
casi todos los presidentes del siglo XXI.
En el congreso, por su parte, una
colección de mocha-sueldos,
violadores, auto exculpados, traficantes de influyencias proxenetas
y mil otras categorías penales han trabajado para que las instituciones
no puedan perseguirlos. Pero son conscientes que no hay ingeniería de la
impunidad lo bastante estable para estar tranquilos. Es el
Perú, finalmente, bueno y malo, mejor y peor, todo está pegado con
babas, no da para que duerman tranquilos. O sea,
tienen incentivos muy altos para descarrilar las elecciones
democráticas.
O piensen en quienes se han
acostumbrado a hacer
negocios penumbrosos con el Estado. No solo anhelan impunidad
respecto del pasado sino asegurar que la mata del cohecho siga dando. Excepciones
tributarias, normas a la medida, organizaciones criminales que no
pueden ser investigadas por organización criminal, en fin, todo
aquel que brilla en el arte de dinamizar su negocio en los pasillos
de la clandestinidad, tiene interés en que unas elecciones libres y
transparentes no desbaraten la utopía del marca y
del merca en que vivimos.
En resumen, estamos instalados en
un sistema que
incrementó los incentivos para no tolerar una derrota
electoral y acabar con la democracia. Por eso es
lógico que más de un actor asegure descaradamente que sufre o
sufrirá un fraude electoral del que no hay indicios (Pedro
Castillo y Keiko Fujimori el 2021, López Aliaga en la municipal) y
que los asesinatos sean, de pronto, una coordenada de la vida
política nacional. Por si fuera poco --como anda alertando
Eduardo Dargent estos días-- la confianza en las
encuestadoras va en picada y con ello uno de los pocos
mecanismos para defender un resultado legítimo o atacar uno fraudulento.
…
Así que hemos pendulado de una situación crítica a
otra. Pero sería ingenuo creer que ambas crisis de la
democracia son equivalentes. La de hoy es más grave. Una
ciudadanía alienada acaso prepara,
macera, encuba, el quiebre democrático, pero no lo perpetra. Una
colección de interesados activistas de la injusticia y la
renta fácil es un riesgo mucho más concreto y peligroso.
Y seguramente también un sarro más difícil de remover.
(Esta es la última columna que escribo
en este espacio que generosamente me brindó La República. Mil gracias
al diario y a las distintas personas con las que hemos trabajado.
Y gracias a los lectores que han valorado o padecido
estas intuiciones sobre el país y el mundo durante dos años.)
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