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“Sombras
chinas El brusco despliegue de una guerra comercial urbi et orbi también tiene ramificaciones muy
significativas. A modo de ejemplo, al afectar incluso a los “aliados”, “protectorados” y “vasallos”,
EE.UU. no puede evitar el
resquebrajamiento del sistema de alianzas sobre las que se asentó su
hegemonía. Los acercamientos —hasta
hace poco impensados— entre China, Corea del Sur y Japón, como con Europa, son
un claro signo de los nuevos tiempos.
“La
respuesta de Beijing
ante las iniciativas de Trump, por
otra parte, expusieron ante los ojos del
mundo el creciente poder oriental. La potencia asiática decidió resistir a “las
prácticas de acoso” mediante:
a) un incremento de aranceles “en espejo”
a los aplicados por EE.UU.; b) la aplicación de
restricciones a las exportaciones
de tierras raras,
donde China explica el 80% de la producción mundial, fundamentales para la tecnología civil y militar avanzada; c) la
suspensión de importaciones de
ciertos productos agrícolas; d) la
inclusión de las corporaciones
estadounidenses a la lista de control de exportaciones, prohibiendo el envío a
EE.UU. de productos de doble uso (civil
y militar); y e) la imposición de
restricciones a la aprobación de nuevos proyectos de inversión de empresas
chinas en EE.UU. Esta réplica contundente modifica las condiciones de partida para iniciar cualquier
negociación. A ello se suma un
dato incuestionable que dispara otros
interrogantes sobre el porvenir de las tensiones
comerciales y la posición del
gobierno republicano. En una economía
mundial con un grado de apertura e integración profundo, y donde China se erigió como la "fábrica del mundo", no es posible golpearla sin afectar la situación interna de EE.UU. (y,
por supuesto, el estado del resto de las economías del planeta).
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La suba de aranceles amenaza la propia competitividad de la industria norteamericana. Imagen: NA
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GUERRA COMERCIAL: EL DETRÁS DE
ESCENA Y LOS DESAFÍOS PARA LA ARGENTINA.
“Ser enemigo de Estados Unidos
es peligroso, pero ser amigo es fatal”.
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Las recientes acciones del Trumpismo abren una nueva etapa en la
cual Estados Unidos intenta reestructurar la economía global abordando con
tácticas más crudas y disruptivas las secuelas de un conjunto de movimientos
tectónicos que afectaron el orden internacional vigente por décadas. El grave
error que cometería Argentina si se somete sin chistar a los deseos de Trump.
Por Gabriel Merino* y Juan Manuel
Padín**
Fuente.
Página /.12 lunes 28 de abril del 2025.
La
imposición unilateral de aranceles por parte de Estados Unidos el pasado 2 de
abril significó un hito en una guerra comercial que ya contaba con diversos
antecedentes de menor resonancia. En particular, las medidas proteccionistas
desplegadas durante el primer gobierno del presidente republicano (2017-2021) y
la continuación de dicho enfoque bajo la administración Biden (2021-2025).
No obstante, constituiría un error interpretar la "reacción arancelaria" que conmovió al planeta en los últimos días como un mero capítulo adicional de esa prolongada batalla comercial. En rigor, las recientes acciones del Trumpismo abren una nueva etapa en la cual Estados Unidos intenta reestructurar la economía global —bajo la perspectiva estratégica de las fuerzas nacionalistas-americanistas— abordando con tácticas más crudas y disruptivas las secuelas de un conjunto de movimientos tectónicos que afectaron el orden internacional vigente por décadas.
Reequilibrio global
Nos referimos, centralmente, al reequilibrio de la economía mundial que se produjo con mayor
intensidad en los últimos veinte años, donde China y otros países emergentes adquirieron un peso
decisivo, al tiempo que la potencia
norteamericana entró en una fase de declive relativo que le impide, en las
condiciones actuales, reproducir su hegemonía a la "vieja usanza" en un triple carácter: como paladín del libre comercio, en tanto
garante de los intereses y la seguridad de sus protectorados centrales (Europa y Japón), y en su papel de artífice y regente de las reglas del sistema
económico internacional, rol que ejerció sin grandes contratiempos en aquel mundo unipolar que supo liderar luego de
la caída de la URSS.
Se trata de un cambio estructural. En los términos del historiador británico Paul Kennedy, atestiguamos las consecuencias de la sobre-extensión
imperial, donde ya no es posible para EE.UU.
reproducir los pilares de su hegemonía ni tampoco
sintetizar una respuesta compartida entre las élites para enfrentar esta
nueva realidad, lo cual además agudiza la fractura interna de la
sociedad estadounidense.
Si
bien la crisis tiene numerosas aristas, sobresalen en el paisaje yankee tres
planos interrelacionados: el
productivo, el fiscal y el monetario. En
lo que respecta al debilitamiento industrial, los datos hablan por sí mismos. En la actualidad, China representa el 31,8%
del PBI manufacturero mundial y EE.UU., el 17,4%.
No
es casual que los republicanos
definan esta situación como “un gran problema de seguridad nacional”,
ya que la
impotencia industrial se traduce en debilidades en las áreas de defensa y en la
proyección tecnológica,
además de impactar negativamente en el
mercado laboral.
Escenario
fiscal y monetario
El
panorama fiscal
también es complejo. Se deben incrementar los recursos para reducir el agudo déficit, y así lograr bajar la carga de la deuda pública total, que orilla el 125%
del PBI. Ahora
bien, si no es posible relanzar un proceso de acumulación virtuoso (que supone
resolver, entre otras cosas, el intríngulis productivo) a fin de reducir las
tensiones sociales en un marco de crecimiento, el interrogante pasa a ser más
sombrío: ¿cómo realizar un ajuste del
gasto sin que se disparen las tensiones entre las clases y fracciones al
interior de EE.UU., en una sociedad que se encuentra polarizada, con una
fuerte inequidad distributiva y con un estancamiento relativo de los ingresos
de millones de hogares que lleva años?
Ciertamente, en el ámbito recaudatorio los aranceles podrían mejorar (parcialmente) las cuentas públicas, pero simultáneamente se incrementarían los
precios internos, se reduciría el poder de compra de los ciudadanos
estadounidenses y se afectaría
la competitividad-precio de sus productores al aumentar el costo de
los insumos importados, entre otros efectos.
De
todas formas,
los hechos indican que se está
privilegiando un uso de los aranceles
menos influenciado por las
necesidades fiscales y más cercano al de una “moneda de cambio” destinada a imponer los intereses
del país (económicos
y extra-económicos) frente a sus
contrapartes en negociaciones bilaterales, “cobrando”
así el acceso al todavía principal
mercado nacional del planeta. Esa lógica requiere cumplir otra condición:
dinamitar los compromisos asumidos bajo
el sistema multilateral de comercio, que EE.UU. forjó en pleno ejercicio de su rol hegemónico. Todo un síntoma del declive.
Finalmente, y respecto a la mencionada cuestión monetaria, se avizora otro reto adicional: ¿cómo propiciar una devaluación del dólar que le otorgue mayor competitividad a la economía estadounidense? Esto es algo que se ensayó exitosamente en el pasado, tanto en la década del 1970 con el fin del patrón oro, como en 1985, cuando las cinco naciones más industrializadas de aquel momento acordaron un programa conjunto para devaluar el dólar (Acuerdo Plaza). Pero el poder disciplinador para alcanzar resultados de ese tenor ya no es el mismo. El mundo cambió a tal punto que hasta la hegemonía del dólar estadounidense como "moneda mundial" se ve amenazada ante ciertas tendencias que apuntan hacia la desdolarización.
Sombras
chinas
El
brusco despliegue
de una guerra comercial urbi et orbi también tiene ramificaciones muy
significativas. A modo de ejemplo, al
afectar incluso a los “aliados”,
“protectorados” y “vasallos”, EE.UU. no
puede evitar el resquebrajamiento del sistema de alianzas sobre las que se
asentó su hegemonía. Los
acercamientos —hasta hace poco impensados— entre China, Corea del Sur y Japón,
como con Europa, son un claro signo de los nuevos tiempos.
La
respuesta de Beijing
ante las iniciativas de Trump, por
otra parte, expusieron ante los ojos del
mundo el creciente poder oriental. La potencia asiática decidió resistir a “las
prácticas de acoso” mediante:
a) un incremento de aranceles “en espejo”
a los aplicados por EE.UU.; b) la aplicación de
restricciones a las exportaciones
de tierras raras,
donde China explica el 80% de la producción mundial, fundamentales para la tecnología civil y militar avanzada; c) la
suspensión de importaciones de
ciertos productos agrícolas; d) la
inclusión de las corporaciones
estadounidenses a la lista de control de exportaciones, prohibiendo el envío a
EE.UU. de productos de doble uso (civil
y militar); y e) la imposición de
restricciones a la aprobación de nuevos proyectos de inversión de empresas
chinas en EE.UU.
Esta
réplica contundente modifica las condiciones de partida para iniciar cualquier
negociación. A ello se suma un dato incuestionable que dispara otros interrogantes sobre el porvenir de las tensiones comerciales y la posición del gobierno republicano. En una economía mundial con un grado de apertura e
integración profundo, y donde China
se erigió como la "fábrica del
mundo", no es posible golpearla sin afectar la situación interna de EE.UU. (y, por supuesto, el estado del resto de las economías del
planeta).
Las
rupturas en las cadenas de suministros no son gratuitas
y la alteración de los precios de los
bienes importados no será inocua en el mercado
estadounidense. Asimismo, es
impracticable para EE.UU. sustituir de la noche a la mañana una parte
sustancial de las compras chinas, que
ascendieron a 439 mil millones de
dólares en 2024, sin que ello genere importantes alteraciones en las condiciones económico-productivas
en las que se desenvuelven sus firmas.
También es ciclópea, a decir verdad, la meta de reconducir el proceso de acumulación “fronteras adentro”, y mucho más teniendo en cuenta que ello implica un enfrentamiento con los grandes capitales que mundializaron sus procesos productivos al calor del despliegue de las cadenas globales de valor.
La
posición argentina
La
disputa descripta
con el país liderado por Xi Jinping
se produce en conjunto con el repliegue
estratégico estadounidense que, mientras lidia con los maltrechos pilares de su hegemonía, ambiciona expandir su
territorialidad estatal continental.
En este escenario se inscriben las referencias expansionistas que contemplan tanto la incorporación de Groenlandia y Canadá, como el cambio de las condiciones operativas del
canal de Panamá y la búsqueda de asegurar el control sobre el
"hemisferio occidental”, es decir, América Latina.
Este
último punto
no es un deseo compartido. Si bien
nuestra región recibió un trato inicial comparativamente benévolo el día de la
imposición de los "aranceles
recíprocos" —10% adicional, que luego se aplicó a múltiples países,
exceptuando a China—, en la reciente Cumbre de la CELAC las principales autoridades llamaron a
la unidad para enfrentar la política yankee, con dos excepciones
resonantes: Paraguay y Argentina.
En
el caso nacional,
el gobierno de Javier Milei no sólo se ausentó de la Cumbre, sino que
presentó el tratamiento arancelario dispensado como un subproducto de su supuesta amistad con Donald Trump, y celebró ser
“uno
de los primeros países en sentarse a negociar” con las autoridades de dicho país.
Cabe
aquí una breve digresión. La importancia de esa negociación queda fuera de toda duda.
EE.UU. es nuestro segundo destino de
exportación (representa el 8%
del total de ventas externas de bienes),
el tercer
origen de las importaciones
(dando cuenta del 10% de total
importado), constituye el primer
inversor extranjero en el país y tiene una ascendencia central en el FMI, acreedor
principal del país luego del endeudamiento macrista. Sin embargo, la mimética colonial que define al gobierno libertario,
que ajusta sus decisiones en función de
los dictados de Washington, permite albergar serias dudas acerca de los
resultados de las conversaciones en marcha.
Por
cierto, si el espíritu fuese alcanzar un acuerdo que
conduzca a la "reciprocidad" entre las partes, deberían ponerse
en primer plano tres cuestiones centrales. En primer término, que en los últimos diez años
nuestro país acumuló un déficit en
el intercambio de bienes con EE.UU. superior a los 29 mil millones de dólares.
En
segundo término,
que, aunque las exportaciones de nuestro
país no enfrentan altos aranceles
en el mercado estadounidense –de
hecho, buena parte estaban exentas—, sí sufren
numerosas restricciones no
arancelarias. Un nítido ejemplo lo
constituyen los contingentes arancelarios (en azúcar, lácteos, carne, maní,
tabaco) así como las diversas medidas
de defensa comercial que enfrentan nuestros productores (en biodiesel, aluminio y acero, miel, jugo de
limón, mosto de uva).
En
tercer lugar,
se debería dejar en claro un aspecto
esencial: los aranceles que
median las relaciones comerciales entre
los dos países no fueron producto de
una negociación bilateral en la cual
“Estados Unidos fue perjudicado por Argentina”, sino el resultado de
lo acordado en el sistema multilateral de comercio impulsado por ese país
durante décadas.
Es
probable que la desesperación libertaria por
congraciarse con las autoridades
estadounidenses conduzca a los negociadores
argentinos a aceptar sin ton ni
son el conjunto de reclamos que enumera el flamante informe de la Oficina del Representante Comercial
de EE.UU.
Entre ellos, que nuestro país elimine la tasa estadística a las importaciones y los
requisitos de consularización; autorice la importación de bienes usados
y remanufacturados; permita el ingreso del ganado
vivo; y acelere los trámites de solicitud de patentes para productos farmacéuticos que reclaman los laboratorios
estadounidenses, entre otros asuntos.
¿Lo harían incluso
a cambio de seguir consolidando el déficit comercial y validando las
restricciones existentes en ese mercado, pero enfrentando “menores aranceles”
aun cuando fue Washington quién los subió intempestivamente sin respetar las
reglas del sistema multilateral?
En
2017, cuando comenzaba a desarrollarse la primera fase de la guerra comercial,
quedó grabada una frase lapidaria de Trump
en la previa a una reunión con Mauricio Macri: “Yo voy a hablar de Corea del Norte y él me va a hablar de limones".
Más
allá del tono irónico e imperativo, con esta
afirmación el mandatario estadounidense ponía de manifiesto la utilización de la cuestión comercial en relación al alineamiento geopolítico. En el momento actual puede repetirse esa dinámica, pero de un modo más
penoso: ya que no se percibe negociación alguna. En cualquier caso, en breve se develará este misterio y podremos examinar
entonces cuán contemporánea resulta la
famosa frase de Henry Kissinger: “Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser amigo es fatal”.
Adelantándonos
al proceso y como demuestran distintas experiencias
internacionales, es preciso recordar que otros caminos no sólo son
deseables, sino también posibles.
Pero requieren fortalecer la autonomía relativa nacional, dejar de lado los
alineamientos automáticos y apuntar a la unidad
regional para robustecernos en las negociaciones y así alcanzar una real
reciprocidad.
Bajo
ese enfoque,
el desafío en esta crisis de hegemonía y
transición de poder mundial sería
otro: establecer las condiciones
políticas y materiales para la defensa de los intereses nacionales, acrecentando nuestra influencia en un escenario relativamente
multipolar y multicéntrico como parte de un bloque regional emergente que quiere hacer valer su derecho al
desarrollo.
*Profesor
e Investigador de la UNLP y del CONICET
**Profesor
e Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes
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