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“Sintetizando: para Madison, un refinado diseño constitucional inspirado en
el liberalismo debe tener por objetivo supremo e innegociable
asegurar la intangibilidad de los derechos de propiedad, aunque esta registre exorbitantes niveles de concentración monopólica. De lo anterior se desprende que la responsabilidad
principal de todo Gobierno inspirado en
las ideas del liberalismo es poner a la minoría ultrarrica a salvo de
las pretensiones, la envidia y el
rencor del «populacho», aunque para ello sea necesario arrojar por la borda el mensaje emancipatorio de la democracia, manteniendo
apenas una fachada totalmente vaciada de contenido. La acelerada transición desde una democracia
liberal hacia una descarnada plutocracia evidenciada en los Estados Unidos de Donald Trump y Elon Musk agrega una nueva y contundente prueba a nuestra argumentación. En pocas
palabras: más liberalismo, menos democracia.
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Fuentes: Acción Cooperativa - Imagen: Estatua de John Stuart Mill, filósofo británico; uno de los pensadores más influyentes del liberalismo clásico.
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MÁS LIBERALISMO, MENOS DEMOCRACIA.
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Por Atilio A. Boron | 16/04/2025 | Opinión
Fuente. Revista
Rebelión miércoles 16 de abril del 2025-
El
sentido común
pacientemente construido a lo largo de varias décadas por los medios de comunicación de masas y, más
recientemente, por las redes sociales,
proclama que el liberalismo es el padre
de la democracia, y que tanto uno
como la otra son excelsas creaciones
de la sociedad capitalista. Verdad a
medias porque si bien es cierto que
el liberalismo es
hijo de aquella, la democracia nace precisamente como reacción al carácter
insanablemente injusto de la sociedad burguesa dado que esta se constituye sobre una ruptura clasista que separa a los propietarios de los medios de
producción de una enorme y creciente
masa de personas que solo pueden
subsistir si tienen la suerte de que
a algún propietario le resulte rentable comprar su fuerza de trabajo. Pese
a la rotunda evidencia que sustenta esta
interpretación, muchos teóricos y publicistas del pensamiento
convencional repiten que liberalismo y
democracia son dos caras de una misma
moneda. En consecuencia, dicen,
quien quiera la democracia deberá aceptar al liberalismo, pues solo este aporta los requisitos que requiere
el funcionamiento de la democracia. Y quién repudie al liberalismo abre las puertas al despotismo.
Pero
la verdad es bien otra: el liberalismo, como la ideología
que nació con –y legitima a– la sociedad burguesa y el capitalismo,
está en una contradicción radical e
irresoluble con la democracia. Los teóricos del liberalismo, tanto el
clásico como sus variantes posteriores: el «anarcocapitalismo» o la escuela austríaca pretenden hacer creer a los pueblos que solo aceptando la injusticia incurable del liberalismo
económico
podrán disfrutar de las mieles de la democracia política. El argumento es falso, y en un doble sentido: es incoherente en el plano de la
teoría e insostenible a la luz de la experiencia histórica. Los actuales
cultores del liberalismo, entre
ellos el presidente Javier Milei,
son los atribulados apóstoles
de un credo cuyo objetivo no declarado es
proteger desde el Estado (más
allá de que nuestro presidente se proponga
ser el topo que lo destruirá) la opulencia
de una minoría cada vez más pequeña y
más rica mientras deja en manos de los mercados
la prosperidad de las clases y capas subalternas,
invariablemente condenadas por aquellos a
la pobreza, la miseria y la exclusión
social. Este es el inapelable
veredicto de la historia, algo que no puede ser silenciado con las estridencias presidenciales.
No
es un dato menor que a lo largo de su extensa historia, el liberalismo no haya producido un solo pensador que se declarase partidario de la democracia.
Ni un solo partidario de este régimen
político surgió de las filas del liberalismo. El único que se desvía muy levemente
de esta corriente, con una mirada un poco más condescendiente hacia la democracia,
es John Stuart Mill. Pero ni John Locke, ni Immanuel Kant,
ni Benjamin Constant, ni Alexis de Tocqueville, para hablar de las principales figuras del liberalismo político, escribieron
una sola línea en defensa de la democracia, entendida según la feliz fórmula acuñada por Abraham Lincoln
como «gobierno del pueblo, por el pueblo
y para el pueblo».
Todos ellos examinaron cuidadosamente a la democracia
como régimen político, pero subrayando los mortales peligros que encerraba para el imperio de la libertad; ninguno hizo una defensa del poder que brota del protagonismo popular.
Stuart Mill llegó a aceptar a regañadientes a la democracia, pero con los reaseguros oligárquicos del voto calificado
y fuertes restricciones al derecho al sufragio
(para trabajadores manuales, campesinos,
analfabetos y la mayoría de las mujeres). Ese era su límite, hasta allí llegaba su adhesión a la democracia.
Objetivos innegociables
La
historia de Estados Unidos
ofrece valiosas enseñanzas que
apuntan a la misma dirección. Alexander
Hamilton, primer Secretario del
Tesoro de Estados Unidos y uno de los padres
fundadores de ese país, desconfiaba visceralmente del pueblo de las Trece Colonias. En línea con las ideas liberales, Hamilton llegó a decir que aquel era una suerte de «gran bestia» que debía ser domada y sometida. Por eso aconsejaba enseñar a los farmers de las rebeldes colonias que las ideas radicales contenidas en los panfletos
revolucionarios de Tom Paine no debían ser considerados seriamente.
En suma: la gente común debía dejar
que la aristocracia, los comerciantes, los abogados y otros de probada
responsabilidad y patriotismo
asumieran la representación de sus intereses.
La
misma tesitura
expresa otro de los Padres Fundadores:
James Madison, presidente entre 1809 y 1817
y uno de los principales redactores de la Constitución de Estados Unidos que en
los debates que precedieron su aprobación
advertía que, si en Inglaterra
no hubiesen existido eficaces
restricciones al ejercicio del sufragio, la propiedad de los grandes terratenientes habría sido atacada por una legislación expropiatoria impulsada por los legisladores de origen popular. No sorprende que doscientos cincuenta años más
tarde, todavía la elección del
presidente de Estados Unidos sea indirecta. Es decir, no surge del voto
popular, sino de los colegios
electorales, lo que constituye un
indudable menoscabo a la gramática
de la democracia. En la elección del 2016, por ejemplo, Hillary
Clinton obtuvo casi tres millones de
votos más que Donald Trump, pero
los colegios electorales votaron
mayoritariamente por este último y lo ungieron
como presidente.
Sintetizando: para Madison, un refinado diseño
constitucional inspirado en el liberalismo
debe tener por objetivo supremo e
innegociable asegurar la intangibilidad de los derechos de propiedad,
aunque esta registre exorbitantes
niveles de concentración monopólica.
De lo anterior se desprende que la
responsabilidad principal de todo Gobierno
inspirado en las ideas del liberalismo es poner a la minoría ultrarrica a salvo de
las pretensiones, la envidia y el
rencor del «populacho», aunque para ello sea necesario arrojar por la borda el mensaje emancipatorio de la democracia, manteniendo
apenas una fachada totalmente vaciada de contenido. La acelerada transición desde una democracia
liberal hacia una descarnada plutocracia evidenciada en los Estados Unidos de Donald Trump y Elon Musk agrega una nueva y contundente prueba a nuestra argumentación. En pocas
palabras: más liberalismo, menos
democracia.
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