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— Por último, ¿cuál es tu opinión respecto a la afirmación
realizada recientemente por el presidente francés Emmanuel
Macron y reafirmada por la presidenta del Consejo Europeo Ursula Von Leyden en relación a que Rusia constituye una verdadera amenaza militar para
Europa en particular y para el occidente atlántico en general, como argumento
para legitimar la decisión de implementar una ambiciosa política de rearme
europeo?
—
Mi opinión es que Europa ha asimilado acríticamente el discurso estadounidense tradicional (paradojalmente
puesto en suspenso por Trump) que asimila a la Rusia de Vladimir Putin con la Unión Soviética. Esta política fue cultivada con esmero y por igual por los gobiernos de
los demócratas y de los republicanos
desde la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS y ha calado muy hondo en la dirigencia, pero también en la opinión
pública europea, en donde la rusofobia
otrora latente o dormida hoy es abierta y
vociferante. Es una política absurda,
porque si hay un país que ha sido
invadido en la historia europea, ese país es Rusia; los mongoles lo intentaron, y luego Napoleón
y más tarde Hitler. También fue
invadida por Suecia y Polonia, y en
la guerra civil que estallara después del triunfo de la Revolución de Octubre partes del territorio soviético fueron invadidas por EE.UU., Inglaterra, Francia, Japón, amén de otras potencias
occidentales. Pero la eficacia de la
propaganda estadounidense es abrumadora, sólo comparable con la estupidez de la dirigencia política europea. El presupuesto inicial del rearme, ¡800.000 millones de euros!,
tendrá como efecto agudizar el malestar ciudadano, alimentar el conflicto
social y, al final del camino,
debilitar aún más a las oligarquizadas
democracias europeas,
vaciadas de todo contenido por la Comisión
Europea y el Banco Central Europeo.
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«LA UNIÓN SOVIÉTICA NO SÓLO DERROTÓ AL NAZISMO, SINO QUE TAMBIÉN FRUSTRÓ LA TRAICIÓN QUE PERGEÑABAN LOS ALIADOS»
Entrevista
a Atilio A. Boron.
*****
Por Emilio Taddei | 26/04/2025 | Opinión
Atilio Borón revisita los 80 años desde el fin de
la Segunda Guerra Mundial
Fuentes.
Revista Rebelión domingo 27 de abril del 2025.
El
8 de mayo de 2025 se conmemoran 80 años del fin de la llamada Segunda Guerra
Mundial en el teatro de operaciones europeo. Ese día
entró en vigor la rendición de las
fuerzas del Tercer Reich ocurrida en la víspera. La culminación definitiva del conflicto mundial se producirá en el
teatro de operaciones de Asia-Pacifico el 2 de septiembre de 1945 a través de la capitulación incondicional del imperio japonés, luego de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki por parte de Estados Unidos ocurridos el 6 y el 9 de agosto respectivamente.
En
2025 las efemérides de dicho evento histórico, que dio paso primero a la redefinición del orden mundial marcado por la Guerra Fría y luego a un período de hegemonía estadounidense en el control del sistema-mundo, coinciden
con una serie de hechos
diplomático-militares que vienen a indicar el eclipse del ciclo de la hegemonía estadounidense. En pocas semanas desde su segunda asunción
como presidente de los Estados Unidos,
Donald Trump socavó las bases de
sustento de la OTAN, alianza atlántica forjada luego de la Segunda
Guerra. Con su decisión de negociar
directamente con Vladimir Putin
la finalización del conflicto bélico
en Ucrania y relegar a la diplomacia europea, el huésped de la Casa
Blanca demolió políticamente el pacto de defensa colectiva que unía a estadounidenses y europeos desde 1949. El razonamiento que
subyace a esta decisión parece ser el hecho de que Washington estima que la
solidaridad transatlántica no corresponde
más a sus intereses, al menos con la centralidad
que este vínculo tuvo durante siete décadas y media. Es por ello que hoy la
prioridad
para Trump es la normalización de
las relaciones con la Rusia de Putin
y ya no más la suerte de Ucrania, excepto si esta no está directamente relacionada con el interés
estratégico del país del norte por apoderarse
de diversos recursos naturales
estratégicos subyacentes en suelo ucraniano.
Estos gestos del presidente de EE.UU. —a los que se suman la decisión de establecer de aranceles a las importaciones de distintos países que conmueve las bases de los intercambios comerciales mundiales— hacen saltar por los aires los vínculos de amistad acumulados a lo largo de setenta y cinco años de ambos lados del océano Atlántico, la proclamada pertenencia común hasta nuestros días al campo de las democracias liberales. Ridiculiza también la inagotable gratitud de los europeos hacia los estadounidenses por la victoria de 1945; actitud que al mismo tiempo permitió a las élites políticas y a las clases dominantes europeas degradar el decisivo rol que tuvo el Ejército Rojo en la derrota militar del régimen nazi.
El
general Charles de Gaulle,
figura clave del desenlace militar de la Segunda Guerra Mundial y en las
negociaciones que cimentaron el orden
institucional y económico de posguerra, sostenía que “llegaría un día en que los
americanos se irán, y el orden del mundo cambiará”. ¿Ha llegado ese día? ¿Coincide la
conmemoración de los 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial con un
momento de clivaje en la transición del orden mundial?
Con
este trasfondo, Tektónikos entrevistó al politólogo y sociólogo argentino Atilio
Borón, docente universitario, exdirector
ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), autor
de numerosos libros y actualmente
director del Centro de Complementación Curricular de la Facultad de Humanidades
y Artes de la Universidad Nacional de
Avellaneda y del Programa Latinoamericano
de Educación a Distancia en Ciencias Sociales del Centro Cultural de la
Cooperación Floreal Gorini.
—¿Cuáles son, a tu entender, los rasgos distintivos
de ese período histórico que incidieron en el desarrollo de la Segunda Guerra
Mundial?
—Hay
muchos factores,
pero a mi juicio los de más peso son los siguientes: por un lado, la pésima
resolución de las negociaciones que tuvieron lugar al fin de la Primera Guerra Mundial, que alimentaron
el revanchismo alemán ante la
humillación a la que fue sometida Alemania
en el tratado de Versalles. Hubo, sí, una voz disidente dentro del coro
triunfalista que entonaban los vencedores de la Primera Guerra Mundial. Fue la de John Maynard Keynes, quien recogió sus críticas en un libro notable
publicado en 1920 bajo el título “Las consecuencias económicas de la paz”.
Keynes sostenía que el tratado era
injusto, vejatorio para con los ciudadanos germanos, y que además impediría la
recuperación económica de Alemania y, con ello, dificultaría también los
esfuerzos de reconstrucción económica de los países europeos. Las “reparaciones” impuestas a Alemania eran exorbitantes, decía Keynes,
y tampoco se abordaba el tema de las
deudas contraídas por las fuerzas beligerantes. Humillar y condenar a Alemania
a la pobreza podría tener como resultado suscitar una respuesta agresiva y violenta, robusteciendo a los
elementos conservadores que había en ese país y que ya estaban socavando a
la República
de Weimar. En suma, un error
garrafal que se cuenta entre los de mayor peso en el desenlace de la tragedia.
—Hablaste de varios factores.
—Sí. Otro que fue sumamente importante, contenido en las prevenciones que
en Keynes despertaba ese Tratado, fue el derrumbe de la República de
Weimar y el ascenso del nazismo,
con su ideología totalitaria y su
incesante búsqueda el lebensraum,
el “espacio vital” que según los ideólogos del nazismo se le negaba a Alemania no sólo en Europa, sino en el mundo colonial. Hay que recordar que ese
país llegó tarde a la mesa en donde las principales potencias se repartían el
mundo, principalmente en África. De
hecho, como lo anotaba Immanuel
Wallerstein en sus escritos, no hubo
dos guerras mundiales, sino tan solo una que comenzó en 1914, se toma un respiro con una suerte de armisticio que se
extendió hasta 1939 cuando estalla
la fase final de esa guerra. Tanto la primera como la segunda guerra
mundiales fueron la expresión militar de
la pugna interimperialista,
denunciada por Lenin ya en 1914, y
que al concluir en 1945 instala a
una nueva potencia rectora del sistema,
Estados Unidos, desplazando de esa
posición al Reino Unido, cuya
capacidad de cumplir ese papel comenzó a
declinar significativamente a partir de inicios del siglo XX. Y permitíme
citar un tercer elemento que
estaba muy presente en la dirigencia británica
y estadounidense: la amenaza que representaba
la mera existencia de la Unión
Soviética. Winston Churchill, un personaje
deleznable por su racismo, por la crueldad con que reprimió las protestas en el
mundo colonial inglés y por su absoluta falta de escrúpulos, lo dejó plasmado en más de una ocasión
cuando decía que el esfuerzo militar de Estados Unidos y el Reino Unido debía limitarse a Europa Occidental, y dejar que la Unión Soviética y Alemania se desangrasen
recíprocamente, pues tanto una como la otra eran regímenes incompatibles con los intereses y los valores de las
potencias occidentales. La lenta y menguada ayuda de los aliados para
combatir en el frente oriental fue fríamente calculada por Churchill y aplicada pese a las dudas
que tal estrategia suscitaba en Franklin
D. Roosevelt. Pero la Unión
Soviética no sólo derrotó al nazismo, sino que también frustró la solapada traición que pergeñaban sus aliados: el
Reino Unido y Estados Unidos.
— ¿Qué relevancia asignás en el origen del
conflicto y posterior desarrollo del mismo al auge de las organizaciones de
izquierda y de la clase obrera luego de la Revolución Rusa por un lado; y por
otro a la relación entre este hecho y los imperativos productivos y de
acumulación de capital de las burguesías europeas?
— Sin la Revolución Rusa no sé si habría estallado la Segunda Guerra Mundial; probablemente sí, pero cabe un margen de dudas. De todos modos, la crisis de 1929 y la Gran Depresión que le sucedió atizaron la hoguera de las organizaciones de izquierda en toda Europa. El fascismo italiano y el nazismo alemán son claras respuestas reaccionarias ante la amenaza que planteaban las izquierdas que, tal como lo recordara Antonio Gramsci en más de una ocasión, fueron arrojadas a la acción política y a la conquista del poder debido al colosal efecto movilizador de la IGM, probablemente uno de los enfrentamientos más sanguinarios de la historia. En Rusia es imposible comprender el triunfo de la revolución bolchevique al margen del efecto devastador de la Gran Guerra, lo mismo que el auge de las izquierdas en Italia, Alemania y el imperio Austro-Húngaro. La Gran Depresión acentuó estas tendencias y estimuló la respuesta represiva de los estados burgueses y las fuerzas políticas tradicionales de la derecha. Obviamente, como te decía antes, las burguesías nacionales se atrincheraron detrás de sus gobiernos, impulsaron sus políticas belicistas en lo externo y represivas en lo doméstico. No es casual que Alemania, Italia y Japón, tres “late comers” al mundo de la industrialización, forjaran el Eje, que desafió a las viejas potencias coloniales: Reino Unido y Francia, aliadas ahora con un renuente EE.UU., que tuvo que montar la operación de Pearl Harbor para lograr el consenso interno requerido para involucrarse en lo que para el ciudadano común estadounidense era un pleito sólo europeo. Hay que recordar que en esa época existía el servicio militar obligatorio en ese país, y eso explica el rechazo de la opinión pública y su tardía incorporación en las dos guerras mundiales.
— ¿Qué importancia le atribuís a la existencia de
la Unión Soviética y, en particular, al Ejército Rojo en la derrota militar del
régimen nazi y, como consecuencia de ello, en la capacidad de garantizar un
ciclo de paz mundial que se romperá en la década de los noventa con la
disolución del bloque comunista y el inicio de un breve período de Pax
Americana?
—
Una importancia fundamental.
Quien llega a Berlín es el Ejército Rojo, y más tarde lo hicieron franceses, ingleses y
estadounidenses. Además, el famoso frente oriental fue escenario de
batallas sin parangón cuando se las compara con las que se libraron en el
occidente europeo. No hay allí nada ni
siquiera remotamente parecido al sitio de Leningrado, actual San Petersburgo, que duró 872 días y produjo un millón
y medio de víctimas; o la batalla de Stalingrado, actual Volgogrado, más
breve pero aún más sangrienta y que fue la que inclinó definitivamente el fiel
de la balanza en contra de Hitler. Por
eso en Rusia, como antes en la Unión
Soviética, la Segunda Guerra Mundial
es recordada como la Gran Guerra Patria
en la cual Rusia se liberó del nazismo sin la ayuda de nadie. Obviamente que el tremendo éxito soviético, pagado con la vida de unos veinte millones de víctimas, fue un
componente decisivo del período de
relativa paz mundial, y digo relativa porque
el imperialismo se lanzó con todas
sus fuerzas para intentar apoderarse de los países asiáticos instalando
allí gobiernos vasallos, especialmente en China,
Corea y Vietnam. Con la desintegración
de la URSS, a finales de 1991 y, poco después, la disolución del Pacto de Varsovia, una alianza
defensiva creada a raíz de la conformación de la OTAN, Estados Unidos emergió como la única superpotencia del planeta, dando pábulo a una serie de fantasías
como la del “nuevo siglo americano”.
Los cultores de esta ilusión, considerada
como una chiquilinada (¡sic!) por
Zbigniew Brzezinski, subestimaron por completo los procesos de restructuración que silenciosa pero eficazmente estaban en marcha en el sistema
internacional. Brzezinski advirtió la fragilidad de ese unipolarismo que reposaba en un
supuesto absolutamente erróneo: que China
y Rusia aceptarían convertirse en
dóciles estados-clientes de Washington,
y en poco tiempo, al comenzar el siglo
actual, se tornó más que evidente que el unipolarismo estaba condenado
a desaparecer más pronto de lo que aún sus más cautelosos creyentes pensaban.
— El período posterior al fin de la Segunda Guerra
Mundial es
coincidente con la construcción de una nueva arquitectura institucional y
militar mundial ¿Qué papel desempeñó America Latina en relación a la estrategia
de EE.UU. en la consolidación del orden de posguerra?
— Un papel muy marginal, desgraciadamente. El imperio ha insistido, desde 1823 con la Doctrina Monroe, en hacer de la desunión de los países situados al Sur del Río Bravo uno de los principios cardinales de su política hemisférica. Y lamentablemente ha sido muy difícil salir de esa camisa de fuerza. A comienzos de la década de 1950 del siglo pasado lo intentaron Perón, Vargas e Ibáñez del Campo con el ABC, que pretendía coordinar en una alianza moderadamente nacionalista las políticas de Argentina, Brasil y Chile. Pero no llegó a cuajar. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se lanzó a la empresa de organizar su imperio a escala planetaria, con iniciativas y comandos militares del Pentágono diseñados para cada una de las grandes macroregiones del planeta: Latinoamérica y el Caribe, disuelta su identidad bajo un anodino “Hemisferio Occidental”; Oriente Medio; Europa; África; Sudeste Asiático, etcétera. Esto fue reforzado en 1947 con la firma del TIAR, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, un instrumento de defensa mutua entre los países de América ante cualquier ataque de una potencia extracontinental (en obvia referencia a la Unión Soviética) y la creación de la OEA, un año más tarde. Nótese que el equivalente europeo del TIAR, la OTAN, se creó recién dos años más adelante, reflejando que la obsesión norteamericana por resguardar a los países de las “garras del comunismo soviético” tenía sus prioridades: primero preservar de la amenaza al “Hemisferio Occidental”, o sea, Latinoamérica y el Caribe, y después ocuparse de los europeos. De todos modos y para responder sin ambages a la pregunta: en la consolidación del orden mundial de posguerra, el papel de esta parte del mundo fue el de un obediente espectador o, si se quiere, un obediente vasallo, aceptando sin mayores miramientos el liderazgo estadounidense y haciendo que los enemigos de este país se convirtiesen también en los enemigos de Nuestra América.
— ¿A ochenta años de acabado dicho conflicto bélico
y próximos a recordar esa fecha, cuales son a tu entender los elementos que
caracterizan el funcionamiento del sistema internacional?
—
Brevemente, porque la respuesta a esta pregunta requeriría un muy
amplio desarrollo. Señalaría simplemente dos aspectos entre varios: en primer
lugar, que el “orden mundial basado en reglas”, debilitado desde su nacimiento porque éstas fueron pensadas para
favorecer antes que nada los intereses de Estados Unidos, está rumbo a su
ocaso definitivo. Es un “orden” que permite desde hace
sesenta y cinco años que Washington perpetre, sin costos, un
crimen de lesa humanidad como el bloqueo de Cuba; o que el Reino Unido se haya rehusado a cumplir con la resolución de 1965 de la Asamblea General de la ONU instando a Londres y Buenos Aires a entablar conversaciones para resolver la situación colonial de las Islas Malvinas; o que un brutal
genocidio como el que en estos días perpetra el régimen racista
israelí en Gaza no provoque reacción alguna de parte de las agencias de
dicho “orden”; o que Washington se
abstenga de capturar a Benjamin Netanyahu durante su
reciente visita a Estados Unidos,
haciendo caso omiso de la orden de
captura emitida por la Corte Penal Internacional por ser el principal responsable de los “crímenes de guerra y lesa humanidad”
perpetrados en contra del pueblo
palestino.
Y
segundo factor: la
irreversible declinación de Estados
Unidos como superpotencia planetaria.
Obviamente que se trata de un proceso gradual, pero incontenible. Entre los
asesores más inteligentes y preparados del establishment norteamericano
la declinación no está en discusión, como lo demuestra, por ejemplo, que nada
menos que la Corporación Rand esté
insistiendo con esta tesis desde hace ya varios años o que Brzezinski en su último libro “Strategic Vision: America and the Crisis of Global Power”, publicado
en el 2012, tuviera como preocupación central examinar las posibles
estrategias para enfrentar la decadencia
de la superioridad estadounidense. Lo que origina fuertes controversias es su ritmo o el ángulo de la caída, para
utilizar una metáfora aeronáutica, no
si la declinación existe o es una mera
fantasía. Por supuesto, este proceso
está en la base las múltiples amenazas proferidas por Donald Trump (compra de Groenlandia, anexión de Canadá, recuperación por la fuerza del Canal de Panamá, etcétera) y las torpes y brutales medidas -guerra de aranceles- recientemente tomadas por la
Casa Blanca y que reflejan la desesperación que cunde en el bloque
dominante de Estados Unidos.
Medidas que, como el generalizado aumento
de los aranceles apenas resistieron
un día a la presión de los mercados y a las amenazas de represalias de otros grandes actores del sistema internacional, comenzando por China,
y tuvieron que ser puestas “en pausa” por noventa días porque la época en que estas decisiones
del imperio se imponían sin costo ya son
cosas del pasado. Digamos para finalizar que el declive estadounidense obedece
no sólo a causas internas, sino que se ve acentuado por la imparable aparición de nuevos centros de poder económico, tecnológico y también
militar fuera del Occidente
colectivo. El hecho que China
sea hoy la mayor economía del mundo
—medida en términos de paridad de poder
adquisitivo— y la de mayor
gravitación global por su carácter de primera socio comercial o financiera de
unos ciento cincuenta países; o que Rusia
haya resurgido desde las cenizas luego de
la desintegración de la Unión Soviética;
o que la India esté a punto de convertirse en la tercera
economía del mundo; o que el centro
de gravedad de la economía internacional se haya desplazado hacia el Asia Pacífico y claramente alejado del Atlántico Norte y que China se encuentre en la
delantera, con amplia ventaja, en la carrera de las nuevas tecnologías son
otros tantos hitos que marcan el
recorrido descendente de la hegemonía estadounidense.
— Por último, ¿Cuál es tu opinión respecto a la
afirmación realizada recientemente por el presidente francés Emmanuel Macron y
reafirmada por la presidenta del Consejo Europeo Ursula Von Leyden en relación
a que Rusia constituye una verdadera amenaza militar para Europa en particular
y para el occidente atlántico en general, como argumento para legitimar la
decisión de implementar una ambiciosa política de rearme europeo?
—
Mi opinión es que Europa ha asimilado acríticamente el discurso estadounidense tradicional (paradojalmente
puesto en suspenso por Trump) que asimila a la Rusia de Vladimir Putin con la Unión Soviética. Esta política fue cultivada con esmero y por igual por los gobiernos de
los demócratas y de los republicanos
desde la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS y ha calado muy hondo en la dirigencia, pero también en la opinión
pública europea, en donde la rusofobia
otrora latente o dormida hoy es abierta y
vociferante. Es una política absurda,
porque si hay un país que ha sido
invadido en la historia europea, ese país es Rusia; los mongoles lo intentaron, y luego Napoleón
y más tarde Hitler. También fue
invadida por Suecia y Polonia, y en
la guerra civil que estallara después del triunfo de la Revolución de Octubre partes del territorio soviético fueron invadidas por EE.UU., Inglaterra, Francia, Japón, amén de otras potencias
occidentales. Pero la eficacia de la
propaganda estadounidense es abrumadora, sólo comparable con la estupidez de la dirigencia política europea. El presupuesto inicial del rearme, ¡800.000 millones de euros!,
tendrá como efecto agudizar el malestar ciudadano, alimentar el conflicto
social y, al final del camino,
debilitar aún más a las oligarquizadas
democracias europeas,
vaciadas de todo contenido por la
Comisión Europea y el Banco Central Europeo.
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