Tiempo de rupturas. Durante la última década retrocedimos como individuos y como nación. En ese trecho histórico de rupturas, perplejidad e incertidumbre, de lucha entre los valores tradicionales y posmodernistas, atravesamos una crisis distinta a la que cíclicamente afecta nuestra vulnerable economía. Nos desintegra una crisis moral, los perniciosos efectos de un país que perdió sus valores tradicionales, la referencia a lo espiritual y que, desprovista de ese soporte, sucumbe a tentadoras ofertas de confort y placer, al deseo de escalar posiciones sociales, de emular patrones de consumo de estratos altos.
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La pérdida de valores, la cultura del engaño y el hedonismo impulsan a la búsqueda insaciable de riqueza, a la comisión de actos delincuenciales, al narcotráfico y lavado de activos.
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REPORTAJE.
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SE ACENTUA DE LA DECADENCIA MORAL. Una cultura hedonista y relativista induce a la corrupción.
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Martes 3 de agosto del 2010.
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Minerva Isa.
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Las barreras de la insularidad se desplomaron. Históricamente hemos tenido paradigmas en modelos extranjeros que influenciaron nuestro estilo de vida, aunque nunca como en este primer decenio del siglo XXI la interculturalidad que dimana de la globalización había acelerado tanto la evolución de la identidad dominicana, el proceso de hibridación que la transforma.
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Ganamos modernidad, cosmopolitismo, diversidad, pero perdimos valores y creencias que perfilaban la dominicanidad, que fueron norma conductual, parte constitutiva de la nación.
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Hechizados con el materialismo, privilegiamos el tener más que el ser y el hacer, abandonamos las utopías liberadoras, los ideales de superación colectiva, el compromiso social, y optamos por las soluciones individuales con una creciente pérdida de lazos de integración social, confinando lo colectivo al ámbito familiar o a la parcela política.
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Tiempo de rupturas. Durante la última década retrocedimos como individuos y como nación. En ese trecho histórico de rupturas, perplejidad e incertidumbre, de lucha entre los valores tradicionales y posmodernistas, atravesamos una crisis distinta a la que cíclicamente afecta nuestra vulnerable economía. Nos desintegra una crisis moral, los perniciosos efectos de un país que perdió sus valores tradicionales, la referencia a lo espiritual y que, desprovista de ese soporte, sucumbe a tentadoras ofertas de confort y placer, al deseo de escalar posiciones sociales, de emular patrones de consumo de estratos altos.
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Hacer dinero. Renegando del compromiso social, nos centramos en hacer dinero, mucho dinero, no importa cómo, el dinero como emblema del poder, fuente de placer, confort y estatus, un medio para saciar expectativas de vida insostenibles, que se sitúan muy por encima de las necesidades reales, pero muy por debajo de las capacidades para generar soluciones viables.
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La multiplicidad de bienes y servicios nos deslumbra. Dominados por una cultura hedonista, vivimos fascinados con los goces excesivos de los bienes materiales y la sensualidad, se glorifica el placer, la belleza, el glamour. Y al tratar de solventar ese estilo de vida surgen reacciones diversas: delinquir, corromperse.
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El precio es la claudicación, renegar de principios éticos y morales, quedar atrapado en la corrupción, negocios turbios, narcotráfico, lavado de activos.
Cambios tecnológicos. Aunque lejos de superar la gran brecha digital, entre 2000 y 2010 se produjeron continuos cambios tecnológicos, una expansión en el uso de la Internet y la telefonía móvil, mientras las transformaciones culturales siguieron modelando al dominicano del siglo XXI, hombres y mujeres con una cosmovisión diferente a la de generaciones anteriores.
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Bajo el influjo de la gran movilidad de personas a través del turismo y de las migraciones, del comercio internacional y la inversión extranjera, de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), se ha ido produciendo una metamorfosis, convirtiendo a República Dominicana en un país transnacional.
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De este proceso, que cobró gran impulso a mediados de los años noventa, deviene la dominicanidad con un perfil distinto, una identidad que se enriquece con elementos exógenos pero que también se degrada con la influencia de nuevos patrones de pensamiento, valoraciones distintas, normas conductuales internalizadas principalmente por la generación más joven.
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En una dinámica constante al interactuar con otras culturas a través del creciente éxodo al exterior y las redes sociales, se produce una transmutación en su psiquis, mentalidad y comportamiento.
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Sin criticidad. Secularmente hemos sido proclives a desvalorizar lo nuestro, mostrando una marcada tendencia a imitar modelos extranjeros, reproducir el estilo de vida de países desarrollados sin criticidad, sin cuestionamiento alguno ni posibilidad económica de costearlo para la mayoría de los segmentos sociales, y sin hacer el requerido esfuerzo para crear las bases productivas que hagan sostenibles esas aspiraciones desbordadas.
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Compulsivamente se adoptan conductas y hábitos impuestos por coacciones externas, influenciados por el bombardeo publicitario en los medios de comunicación, configurando una sociedad que vive de las apariencias, de la simulación, que relativiza o margina los principios morales y espirituales. No somos la sociedad sobria, austera, que todavía en los años ochenta no exhibía un estilo de vida derrochador, un consumismo irresponsable, que gasta más de lo que puede y quiere vivir del crédito sin aumentar su capacidad productiva, abominando del trabajo y de la honestidad, de la austeridad y el sacrificio.
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A nivel individual, familiar y de Gobierno se vive del “fiao”, del endeudamiento desmedido, del creciente uso de las tarjetas de crédito, buscando incluso financiamiento para saldar deudas. Al grito de “fiesta y mañana gallos” se mantiene un despilfarro irresponsable, no importa cuánto cueste el iPhone o el BlackBerry, no importa si cambia el apartamento o el carro, se venden a crédito; no importa el precio del boleto a Orlando o a París, se viaja ahora y se paga después; no importa que una y otra vez acuda al resort o al restaurante de moda, un tarjetazo lo resuelve.
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Muchas son aspiraciones legítimas, si no implicaran grandes desequilibrios en la economía familiar, si en el ámbito de la economía nacional no se tradujeran en una amenaza para la macroeconomía.
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Déficit ético. Al evaluar el primer decenio, el sociólogo Celedonio Jiménez observa gran profusión de actos o conductas que reflejan un grave déficit ético. Muchos de estos actos son denunciados abiertamente, pero por lo general, sin consecuencias o resultados. Ni en la sociedad ni en el Estado existe un comando moral, una autoridad ética.
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Como evidencias del déficit ético cita: Corrupción pública y privada. Pragmatismo extremo que hace concebir el “aprovechamiento” de las “oportunidades” como una actitud “realista”. Incremento de la cultura del engaño, deseo irrefrenable de tener, consumir y ostentar, sin importar las maneras o medios utilizados, de ahí el marcado crecimiento del narcotráfico y del lavado.
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Signos de anomia en la cotidianidad.
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Al pasar balance a la primera década del siglo XXI en el ámbito social, el sociólogo César Pérez cita signos evidentes de que la sociedad dominicana va por mal camino. Uno de ellos es la aparición de la anomia o desorden social generalizado, que surge cuando una sociedad ofrece muchas cosas o metas a la población y no le da los medios para alcanzarlos. Casas, dinero en bancos, vehículos, lujo de todo tipo, pero sin crear las fuentes de trabajo para lograr esas metas.
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Se crea un estado de desobediencia a las leyes -indica-, reflejado en laxitud ética, la no observación de la ley. No hay agua corriente, electricidad, seguridad, transporte, etcétera, y la gente tiende a procurarse esos servicios de manera individual (cisterna, pozo, planta eléctrica, vehículo propio, motoconcho). En fin, la ley de la selva o del sálvese quien pueda.
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Se cae en un estado de anomia, engendrado, según sicólogos, por la frustración ante expectativas insatisfechas, al no poder asir las múltiples atracciones que la sociedad oferta. Un estado patológico con proclividad creciente al delito, la violación de códigos de comportamiento que rigen nuestra convivencia. Esas frustraciones suelen provocar una violencia neurótica expresada a cada paso: cruzar el semáforo en rojo, ir por el carril contrario, no respetar la fila, violar normas.
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La incapacidad de progresar rápido y situarse en un segmento superior de la clase social, ocasiona angustia, un fuerte sentimiento de frustración que puede trocarse en violencia, delincuencia o corrupción como medios para obtener lo aspirado.
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Con un cúmulo de presiones, quienes no tienen una válvula de escape les agobia la impotencia, estallan de indignación, tienen reacciones violentas o buscan evasiones en la droga y el alcohol. En un amplio sector poblacional no arrastrado por esas respuestas, el estrés lesiona su salud emocional, siendo más propensos a sufrir impactos sicosomáticos.
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Zoom.
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Al influjo de la globalización, los modos de pensar y de actuar sufren mutaciones en el proceso de revisión y cambios que revolucionan al mundo. Un proceso indetenible que induce a renovar todo el quehacer humano, económico, político, social, arte y cultura, que implica transformaciones radicales exigidas por la competitividad en lo individual y nacional.
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Así, surge un híbrido cultural con fragmentos de la cultura tradicional, valores y costumbres tradicionales que se entremezclan con influencias modernizantes impulsadas por la globalización.
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