miércoles, 11 de agosto de 2010

Sobre la mayor propuesta filantrópica del mundo. El desarrollo no puede ser una limosna.

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Los patrimonios de estos 40 millonarios, sumados, rondan los 230 mil millones de dólares. “Si uno quiere hacer algo por sus hijos y demostrarles amor, lo mejor es apoyar a esas organizaciones que se ocupan de lograr un mundo mejor para uno y sus hijos”, declaró el fundador del imperio financiero Michael Bloomberg al sumarse a la cruzada. “No hay un contrato jurídico, es una promesa moral”, explicó por su parte Warren Buffett para describir cómo funcionaría el proyecto.

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Sobre la mayor propuesta filantrópica del mundo. El desarrollo no puede ser una limosna.

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Lunes 9 de agosto del 2010.

Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)

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Según acaba de aparecer pomposamente anunciado en la prensa en días pasados, “cuarenta empresarios en Estados Unidos prometieron donar, por lo menos, la mitad de sus fortunas a obras de caridad, en vida o después de muertos, gracias a una campaña del inversor Warren Buffett y el fundador de Microsoft, Bill Gates y su esposa Melinda Gates”.
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La iniciativa, denominada The giving pledge (“La promesa de donar”), ha atraído a varios connotados magnates. A partir de la carta que los promotores de este proyecto hicieran llegar a quienes figuran en la lista de los multimillonarios Forbes, una buena cantidad de acaudalados dio su respuesta afirmativa. De momento ya son 38 los que se han sumado: el alcalde de Nueva York y financista Michael Bloomberg; el ejecutivo del mundo del entretenimiento Barry Diller; el cofundador de Oracle Larry Ellison; el magnate petrolero T. Boone Pickens; el fundador de CNN Ted Turner; el creador de la saga “Star Wars” George Lucas; el heredero de los hoteles Hilton, Barron Hilton; el banquero David Rockefeller, entre otros. Algunos otros archimillonarios, como el mexicano Carlos Slim –considerado en estos momentos “el hombre más rico del mundo”, con una fortuna estimada en 53.500 millones de dólares– rechazaron la propuesta.
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De acuerdo a lo manifestado por uno de los promotores de la iniciativa, Buffett: “cuarenta de las familias y personas más ricas de Estados Unidos se declararon dispuestas a gastar la mayor parte de su fortuna con fines caritativos”.
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Los patrimonios de estos 40 millonarios, sumados, rondan los 230 mil millones de dólares. “Si uno quiere hacer algo por sus hijos y demostrarles amor, lo mejor es apoyar a esas organizaciones que se ocupan de lograr un mundo mejor para uno y sus hijos”, declaró el fundador del imperio financiero Michael Bloomberg al sumarse a la cruzada. “No hay un contrato jurídico, es una promesa moral”, explicó por su parte Warren Buffett para describir cómo funcionaría el proyecto.
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Valga agregar que en Estados Unidos hay alrededor de 400 fortunas que superan los 1.000 millones de dólares cada una, lo que representa 40 % de los patrimonios de este nivel existentes en el mundo. Con esta iniciativa, calcula la revista Fortune, se podrían recaudar 600.000 millones de dólares.

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La medida anunciada abre interrogantes: ¿se volvieron locos estos millonarios? ¿Es una estrategia fríamente calculada de la que aún no sabemos dónde apunta en realidad? ¿Hay un proyecto político tras todo esto? ¿Es un negocio más, bien montado, que más allá de la declarada filantropía, les dará más ganancias aún a sus protagonistas? ¿Es un chiste de mal gusto, una explosión de arrogancia y fanfarronería? ¿Sentimiento de culpa? Esto último es lo menos probable.

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Independientemente de la(s) respuesta(s) que puedan darse al respecto, la ocasión puede ser buena para plantearse otros interrogantes más de fondo: ¿cómo se logra el desarrollo? ¿Es posible concebirlo a partir de donaciones, de filantropía, de “buenas acciones” caritativas?

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Digamos al respecto que –según nos informa la agencia Ria Novosti– Carlos Slim, “el magnate mexicano, gasta más de 5.000 millones de dólares anualmente en programas sociales a través de los fondos Telmex y Fundación Carlos Slim, con lo que paga los estudios universitarios de más de 165.000 jóvenes mexicanos de familias pobres. Además, el empresario acaudalado asignó 4.000 millones de dólares a la realización de programas educativos y médicos para los jóvenes, y destina centenares de millones de dólares en el apoyo de pequeñas empresas en México y toda América Latina”. ¿Es eso fomento al desarrollo? ¿Qué región del continente cambió realmente su situación con estas ayudas?

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Desde terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, la potencia hegemónica, Estados Unidos, viene “ayudando” al desarrollo en distintas partes del mundo: en la Europa destruía por el conflicto bélico, con el legendario Plan Marshall, que salvó al viejo mundo del “peligro soviético” con una multimillonaria intervención que, a decir de Noam Chomsky, más bien “creó el marco para la inversión de grandes cantidades de dinero estadounidense en Europa, estableciendo la base para las multinacionales modernas”. Si Europa Occidental fue favorecida con ese aluvión de dólares en los primeros años de la post guerra, hasta el 51 más precisamente, el principal favorecido fue el capitalismo estadounidense. Es decir: una ayuda que tuvo más autoayuda que otra cosa.

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En otras áreas del globo, el Norte desarrollado –siendo Estados Unidos el primero a través de su ya histórica Alianza para el Progreso en los años 60 del pasado siglo bajo la administración de John F. Kennedy, sumándose luego las potencias europeas y Japón ya recuperadas de la Gran Guerra siguiendo el ejemplo de Washington– desde hace décadas viene ayudando al Sur. Las toneladas de comida que cayeron en paracaídas sobre las famélicas poblaciones africanas, o los millones de dólares que se invirtieron en los innumerables procesos post guerra en otros tantos innumerables países del Tercer Mundo; las cantidades de dinero puestas en programas de desarrollo y las cuantiosas donaciones que han llegado a las regiones más pobres del planeta, por lo que se ve no han sacado de la pobreza a nadie. Más allá de la quizá bienintencionada declaración de la Organización de Naciones Unidas de fomentar la paz y el progreso internacionales, estas contribuciones que han tenido lugar por espacio de medio siglo chocan con una realidad que las contradice: ninguna ayuda internacional ayudó a algún país pobre a dejar de ser tal.

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Si los tigres asiáticos, por ejemplo, o China en su complejísimo “socialismo de mercado”, produjeron enormes saltos adelante en el orden al progreso –entendido al modo occidental, lo cual puede llevar a otro tipo de interrogantes que no tocaremos aquí–, sin ningún lugar ello no tuvo en su base ninguna donación, ninguna acción caritativa ni filantrópica. Y si la Rusia semifeudal de 1917 pasó a ser potencia unos años después construyendo la primera revolución socialista de la historia, no fue por la caridad de nadie sino por el trabajo fecundo de su gente.

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La caridad, la beneficencia, nunca desligadas de la compasión, sólo pueden servir para ratificar el estado de cosas dado. La filantropía necesita forzosamente la mano suplicante; una cosa es condición de la otra, y ambas se retroalimentan mutuamente. Y la condición final del proceso caritativo es que nada cambie. La limosna no está destinada a cambiar nada sino a ratificar el estado de cosas: al mendigo en su mendicidad, y a quien la otorga en su carácter de poseedor de algo. La limosna, la caridad, la filantropía irremediablemente alimentan el circuito de postración de quien la recibe. Esa es su estructura íntima.

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La cooperación internacional que venimos viendo desde hace ya varias décadas no ha pasado nunca –ni podrá pasar– de su nivel de limosna, de hecho caritativo. Por supuesto que en su amplio marco pueden encontrarse espacios alternativos, y a veces funciona como elemento de avanzada que puede acompañar procesos de transformación real. Pero en términos generales no está concebida para ser factor de cambio sino para continuar manteniendo el statu quo. La caridad no se hace para cambiar nada, obviamente. Los mecanismos de cooperación internacional, en ese sentido, son instrumentos que están al servicio del mantenimiento del estado de cosas dado. De hecho, cuando surgen los primeros programas de ayuda de Estados Unidos en la década del 60 (como respuesta a la revolución cubana de 1959) se los concebía como “estrategias contrainsurgentes suaves, no militares”. Pasados los años, aunque ahora no se los nombre así, no dejan de ser eso: estrategias contrainsurgentes, mecanismos para continuar la sujeción. ¿Por qué una limosna podría dejar de ser eso?

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Ahora bien: ¿por qué estos millonarios se proponen donar parte de su fortuna? (bueno, al menos eso declaran como “compromiso moral”, porque de firmar papeles, nada). Sea como fuera: chiste de humor negro o acto de fe, desgravación impositiva o estrategia contrainsurgente, no deja de ser patético. Si se trata de lograr “un mundo mejor”, como pide uno de los donantes, la caridad no es el camino. “No se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”, escribía Marx en 1850. Más allá de las ¿buenas? intenciones de unos cuantos magnates (el verdadero gobierno del mundo), las cosas no han cambiado en lo sustancial y la necesidad de cambio sigue siendo la misma de hace 150 años.


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