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El ecónomo de la Universidad de Harvard Lawrence Katz explicó la situación de los estadounidenses de la siguiente forma:
"Piense en la economía estadounidense como un complejo de departamentos. Hace un siglo --inclusive hace 30 años-- era algo envidiable. Pero en la última generación su carácter ha cambiado. Los áticos de lujo en la cima son cada vez más grandes. Los departamentos de en medio se sienten cada vez más apretados. Y el sótano está inundado. Para terminar, el elevador está descompuesto. El elevador fuera de servicio es lo que más deprime a la gente."
Llamemos a la selecta minoría en el ático de lujo la Nueva Oligarquía, un pequeño fragmento de la población estadounidense con una enorme riqueza, la cual representa una parte desproporcionada de la riqueza del país. Son magnates petroleros y de los medios, ejecutivos corporativos, cambiadores de fondos de cobertura, filántropos y miembros de la industria del entretenimiento. Dependiendo de donde uno trace la línea son el 1%, el 0,1% o inclusive el 0,01% de la población americana. Cuando la Corte Suprema dio su veredicto Citizens United abrió las compuertas para que un torrente de donativos anónimos de parte de esta oligarquía pudiese llover desde las alturas para inundar las tierras políticas debajo.
"La guerra de los treinta años"
¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo es que una nación predominantemente de clase media se tornó en una oligarquía? Encontrará respuestas a estas preguntas en "Winner-Take-All Politics" un nuevo y revelador libro del científico político Jacob Hacker y Paul Pierson. Los autores tratan los números disponibles sobre la riqueza y pobreza en EEUU como una escena del crimen repleta de pistas, sospechosos, callejones sin salida y coartadas.
A diferencia de muchos expertos, políticos, y académicos, Hacker y Pierson se resisten a culpar a los sospechosos usuales: globalización, el surgimiento de una economía basada en la información y la muerte de la manufactura. El culpable en su drama es la política estadounidense misma en los últimos treinta años. Las pistas para entender el surgimiento de una nueva oligarquía se encuentra no en Nueva York o Nueva Delhi, sino en el Capitolio, junto con la avenida Pensilvania y la calle K, ese refugio en un mundo sin corazón para los lobbistas de Washington.
"Paso a paso y debate a debate", escriben, "los dirigentes públicos de EEUU han re-escrito las reglas de la política americana y de la economía americana de formas que benefician a los pocos a costa de los muchos."
La mayoría de los relatos sobre la desigualdad en EEUU datan de la década de los 80 con la administración del Presidente Ronald Reagan, el ícono anti-gobierno cuyas "Reaganomics" son comúnmente señaladas como la causa de los problemas actuales. Error, dicen Hacker y Pierson. Los orígenes de la oligarquía se remontan a finales de los 70 y a la poco probable figura de Jimmy Carter, un presidente demócrata con un congreso demócrata. Fueron los logros y fracasos de Carter, argumentan, los que lanzaron lo que el economista Paul Krugman ha llamado "la Gran Divergencia."
En 1978. la administración Carter y el Congreso aplicaron un plumón rojo a la ley de impuestos, cortando la tasa máxima del impuesto sobre la renta del 48% al 28%, una bendición para los estadounidenses adinerados. Al mismo tiempo, el esfuerzo más ambicioso en décadas para reformar la ley laboral americana para facilitar la formación de sindicatos murió en el senado, a pesar de una super mayoría demócrata de 61 votos. Asimismo, una propuesta para una oficina de representación para el consumidor, una agencia de apoyo de $15 millones que trabajaría a favor del estadounidense promedio fue derrotada por un lobby de negocios cada vez más poderoso.
Ronald Reagan, se podría decir, simplemente tomó la batuta que le entregó Carter. Su Economic Recovery and Tax Act (ERTA) en 1981 agrupaba una gran cantidad de regalitos que cualquier oligarquía apreciaría, incluyendo recortes de impuestos a corporaciones y recortes de impuestos sobre ganancias y posesiones, y un 10% de exclusión sobre el impuesto sobre la renta para parejas casadas en familias con dos miembros trabajadores. "ERTA fue el máximo triunfo legislativo de Reagan, una re-escritura fundamental de las leyes de impuestos de la nación en favor de resultados del ganador-se-lleva-todo."
La mesa estaba puesta para que los ricos se separasen de manera definitiva y abrumadora de los demás. El momento del fervor de los recortes de impuestos llegó a las administraciones de George H. W. Bush y Bill Clinton, y en el 2000 se convirtió en el grito de batalla de la campaña de George W. Bush. Fue Bush II, después de todo quien le dijo a un cuarto lleno de donadores un una cena de $800 el plato:"Algunas personas les llaman la elite, yo los llamo mi base," y quien prometió que sus recortes de impuestos del 2001 serian una bendición para todos los estadounidenses. No lo fueron: según Hacker y Pierson, el 51% de los beneficios van al 1% más rico.
Estos recortes estarán con nosotros por mucho tiempo si el partido republicano se sale con la suya. Acepte la palabra del congresista republicano Dave Camp al respecto. El 16 de noviembre, Camp, un republicano de Michigan, dijo que la única solución aceptable para los recortes de la era Bush no era únicamente protegerlos para todos aquellos con ingresos, ricos o pobres, sino pasar más medidas similares. Cualquier cosa en medio, cualquier compromiso, incluyendo la propuesta del Presidente Obama para extender los recortes de Bush a las clases media y trabajadora pero no a la rica era "una pésima idea, un punto de no-inicio."
¿Por qué debería importarnos lo que dice Dave Camp? He aquí la respuesta: en enero él heredará el asiento de mando en el poderoso comité de Ways and Means del congreso, aquél encargado de escribir las leyes de impuestos de la nación. Y aún cuando muchos estadounidenses no reconozcan su nombre, el mensaje de Camp seguramente hizo que las elites adineradas de América suspirasen con alivio. Podría resumirse así: no teman, estadounidenses adinerados, su dinero está a salvo. Las políticas que los hicieron ricos no van a ninguna parte.
Destruyan esta ley
Cuando re-escribir el código de impuestos fue demasiado difícil, demoler regulaciones funcionó casi igual de bien. Esto es especialmente cierto en el mundo financiero. Allí, un legado de des-regulación transformó una industria relativamente formal en una cultura de casino, dando paso a una era de ganancias obscenas, generosos bonos y la "financiarización" de la economía estadounidenses.
Seis de abril de 1998: es un buen punto de partida en la historia de la res-regulación financiera. En ese día, dos habitantes demasiado conocidos de Wall Street, Citicorp y Travelers Group, acordaron una fusión histórica de $140 mil millones. El trato requirió de mucho cabildeo, pero eventualmente los jefes de estos bancos lograron una excepción a la ley Glass-Steagall, la ley de la era del New-Deal que aislaba a los bancos de las más riesgosas casas de inversiones. La institución resultante, Citigroup, sería el banco supermercado más grande de la historia. Un matrimonio de ventanillas de cajeros con escritorios de cambiadores, banca para el cliente y de inversiones de alto riesgo, de pronto bajo un mismo techo sin regulaciones. Demostraría ser una combinación explosiva si no letal.
La fusión causó visiones de un futuro donde los Estados Unidos dominarían financieramente el planeta. Lo único que se interponía en el camino era la cinta roja regulatoria. Al menos eso es lo que los proponentes del mercado libre como el entonces senador republicano Phil Gramm veían. Gramm, quien como asistente al candidato presidencial John McCain llamó de manera infame a EEUU una "nación de llorones", fue en realidad la fuerza principal tras dos de las más influyentes piezas de des-regulación en la historia reciente.
En 1999, el Presidente Clinton firmó el acto Gramm-Leach-Bliley, un torrente de medidas de des-regulación que destruyó a la Glass-Steagall. En diciembre del año siguiente, Gramm sigilosamente incluyó el acto Commodity Futures Modernization de 262 páginas en una ley de gastos masiva de $384 mil millones. La ley de Gramm evitaba que reguladores como la Securities and Exchange Commission (SEC) atacaran al sombrío mercado de "derivados de mostrador", hogar para miles de millones de dólares en instrumentos financieros opacos que, años después, casi demolerían la economía americana.
Como presidentes, tanto Bill Clinton como George W. Bush abrazaron la des-regulación financiera. Como resultado, durante un atracón de gula financiera, Wall Street engordó de manera nunca antes vista. Entre 1929, el año donde se inició la Gran Depresión y 1988, las ganancias de Wall Street promediaban 1,2% del producto interno bruto de la nación; en el 2005 esa figura se elevó a 3,3% conforme los bonos de la industria alcanzaron niveles nunca antes vistos. En el 2009, un mal año para la mayoría de estadounidenses, los bonos de la industria llegaron a $20 mil millones. Tanta riqueza en tan pocas manos. Nada explica el alza de la nueva oligarquía americana de manera más contrastante.
Claro, no solo lo que hicieron los políticos es responsable de la oligarquía de hoy, también es culpable lo que no hicieron. Un ejemplo clásico: en los 90s el Financial Accounting Standards Board (FASB), un regulador americano privado de contaduría apuntó su mira hacia un resquicio legal lo suficientemente grande como para manejar un camión de volteo a través de él. Hasta ese entonces, las opciones de acciones incluidas en los paquetes de pago fuera de control para ejecutivos --valorados en posiblemente decenas de millones de dólares-- se valuaban en cero al expedirse. Eso es correcto: cero, nada. Cuando FASB y la SEC intentaron cerrar el resquicio el gran capital saltó para defenderlo. Una avalancha de dinero llegó a los bolsillos de lobbistas de la calle K y asociaciones titánicas de cambiadores. Al final, nada sucedió. O más bien, todo continuó sucediendo. El resquicio sobrevivió.
Un Mundo Feliz para Citizens United
Hacker y Pierson nos guían de manera apta por 30 años de política e inacción jurídica (desde el punto de vista de los ricos) de "el-ganador-se-lleva-todo." Ofrecen una vistazo revelador al paisaje que ayudó a crear la nueva oligarquía, pero una vista crucial apareció demasiado tarde para ser incluida por los autores.
Ningún entendimiento del alza de la nueva oligarquía puede estar completo sin explorar los efectos del fallo de la Corte Suprema en el caso January Citizens United, el cual solidificó su poder de una forma que ningún recorte de impuestos anterior pudo hacerlo. Antes de Citizens United, los ricos usaban su dinero para sutilmente dar forma a la política, cortejar políticos e influenciar elecciones. Ahora, con tanto dinero entrando a sus bolsillos y el grifo de contribuciones bien abierto, pueden simplemente comprar la política americana siempre y cuando el precio sea el correcto.
No hay ningún error en como, en menos de un año, Citizens United ha radicalmente inclinado el campo político de juego. Junto con muchos fallos de la corte, dio lugar a American Crossroads, American Action Network y muchos otros grupos similares que ahora pueden recaudar donativos ilimitados con un juego patético de requisitos para revelar a sus financiadores.
Lo que la presente Corte Suprema, en sí misma el fruto de varias administraciones seguidas empeñadas en la des-regulación y los recortes de impuestos, ha asegurado es esto: en una "democracia" estadounidense, solo el público permanece a oscuras. Incluso para reporteros dedicados, rastrear a estos grupos es como perseguir sombras: direcciones oficiales llevan a apartados postales; no se regresan llamadas; las puertas se cierran en tu cara.
El pequeño vistazo que tenemos de las personas que financian esta operación es un quien es quien de la nueva oligarquía: los multimillonarios Hermanos Koch ($25,1 mil millones); financiero George Soros ($11 mil millones), el CEO de fondos de cobertura Paul Singer (su fondo, Elliott Management, vale $17 mil millones), el inversionista Harold Simmons (valor neto: $4,5 mil millones); el capitalista de riesgo de Nueva York Kenneth Langone ($1,1 mil millones); y el magnate de bienes raíces Bob Perry ($600 millones).
Luego está la plantilla de corporaciones que han utilizado su generosidad para influenciar la política americana. Compañías de seguros de salud, incluyendo United Health Group y Cigna donaron la impresionante cifra de $86,2 millones a la Cámara para matar a la opinión pública, inyectando el dinero mediante el grupo America's Health Insurance Plans. Y gigantes corporativos como Goldman Sachs, Prudential Financial, y Dow Chemical han dado millones más para cabildear contra nuevas regulaciones financieras y químicas.
Como resultado, la historia central de las elecciones de mediados del 2010 no es la victoria republicana o la derrota demócrata o la ira Tea Party; es la guerra relámpago del dinero exterior, la mayor parte del cual proviene de organizaciones de derecha como el American Crossroads de Rove y el U.S. Chamber of Commerce. Es una triste ilustración de lo que sucede cuando tanto dinero termina en manos de tan pocos. Y con las reformas a los gastos de campaña derrotadas por años por venir, la guerra de gastos solo empeorará.
De hecho, los expertos predicen que los gastos en las elecciones del 2012 romperán todos los récords. Piénselo de esta manera: en el 2008, el gasto electoral total llegó a $5,3 mil millones, mientras que los $1,8 mil millones gastados únicamente en la campaña presidencial duplicaron el total del 2004. ¿Qué tan alto podemos llegar en el 2012? ¿$7mil millones? ¿$10 mil millones? Al parecer el cielo es el límite.
No es necesario esperar, sin embargo, a que llegue el 2012 para saber que el mero volumen de dinero que está siendo bombeado a la política estadounidense se burla de nuestra democracia (o lo que queda de ella). Peor aún, existen pocas soluciones para detener el flujo de efectivo: la ley DISCLOSE, cuyo objetivo es contrarrestar los efectos de Citizens United, ha fracasado dos veces en el Senado este año; y la mejor opción, financiamiento público de elecciones, no logra una audiencia en Washington.
Hasta que los legisladores limiten el dinero en la política, a la vez que obligan a los donantes a revelar sus identidades y a no esconderse en las sombras, la nueva oligarquía solo crecerá en estatura e influencia. Si no es frenada, esta elite continuará por deshacerse de los últimos miembros del Congreso que no están al servicio de sus personas y "contribuciones" (véase: Russ Feingold de Wisconsin) y los reemplazarán con legisladores dispuestos a hacer su trabajo, un Congreso lleno de políticos temporales obedientes listos para darle a sus donantes lo que quieren.
Nunca antes los Estados Unidos se vieron tanto como un país de los ricos, por los ricos y para los ricos.
Andy Kroll escribe habitualmente en Mother Jones y es un editor asociado en TomDispatch.com.
Traducción para www.sinpermiso.info: Pablo Yanes Thomas
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