La razón de la confusión es que la izquierda, en general, ha confundido a las personas que adquirían la conciencia de que para cambiar las cosas, empezando por las propias, no bastaban las meras reivindicaciones de lo inmediato en el tiempo y en el espacio, sino que debían cambiarse también leyes e instituciones. La izquierda ha confundido a los que adquirían esa conciencia con el conjunto de los asalariados que trabajaban en un sector de la economía bajo unas relaciones jurídicas determinadas: el sector industrial y la relación jurídica de asalariado. Y eso que la historia había demostrado y demostraba continuamente que esa manera de entender el sujeto revolucionario no casaba con la realidad.
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La Revolución árabe: Una lección para la Izquierda.
" La juventud y la Revolución Popular en el mundo Árabe".
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Que no le quepa la duda a nadie: lo que se está desarrollando en las plazas y calles del mundo árabe es una revolución. Los ciudadanos, especialmente jóvenes y profesionales, se han lazando a la calle no sólo para echar a los tiranos, a los sátrapas, sino para cambiar las instituciones, las relaciones de comportamiento entre lo público y lo privado.
nuevatribuna.es 13.02.2011.
Decía Marx que revolucionarios son aquellos que no tienen más que perder que sus cadenas. La izquierda ha cometido el error de creer que las palabras de Marx eran un grito, una arenga, un alegato revolucionario, algo salido de las tripas para momentos especiales en sitios especiales. Ha sido un tremendo error. Marx, como casi todo lo suyo, da un criterio cuasi-científico de lo que luego se ha llamado sujeto revolucionario por intelectuales de izquierdas que intentaban racionalizar los acontecimientos históricos. A consecuencia de no entender a Marx, se ha caído en otro error: creer que la llamada clase obrera era, per se, revolucionaria, sólo por el lugar que ocupaba en el sistema económico.
La razón de la confusión es que la izquierda, en general, ha confundido a las personas que adquirían la conciencia de que para cambiar las cosas, empezando por las propias, no bastaban las meras reivindicaciones de lo inmediato en el tiempo y en el espacio, sino que debían cambiarse también leyes e instituciones. La izquierda ha confundido a los que adquirían esa conciencia con el conjunto de los asalariados que trabajaban en un sector de la economía bajo unas relaciones jurídicas determinadas: el sector industrial y la relación jurídica de asalariado. Y eso que la historia había demostrado y demostraba continuamente que esa manera de entender el sujeto revolucionario no casaba con la realidad.
Así, se veía que la revolución mejicana tal como la contaba John Reep en México insurgente era otra cosa distinta de la prevista en los catecismos de la izquierda, porque allende los mares no había apenas industria ni clase obrera; aún más claro se vio en la revolución china, en la Gran Marcha, donde eran los campesinos –no había obreros en China entonces- los actores del drama revolucionario. Vivimos también la revolución nicaragüense como una revolución en movimiento de campesinos.
Ahora lo vemos en Argelia y en Egipto. Es verdad que la desigualdad es un factor que deteriora las instituciones, tanto las de las dictadura como las de las democracias, pero llega un punto que el factor decisivo es la dignidad. Esto no parece muy marxista porque está en el catecismo del marxismo –pero no en Marx- que toda la acción de los pueblos viene automáticamente como impulsado por un resorte por las solas condiciones económicas. ¿Pero porque ahora y no antes, cuando se daban las mismas condiciones?
Cualquier factor puede actuar de espoleta, pero al final son una parte de los ciudadanos, especialmente los jóvenes que no tienen más que perder que sus cadenas, los que deciden, casi sin preverlo, casi sin ponerse de acuerdo para llegar al final de todo, los que ocupan los espacios públicos y dicen: de aquí no nos vamos hasta que no se vayan los tiranos porque ya no soportamos vivir en la indignidad de la dictadura, del gobierno de los sátrapas. Quizá no dejaremos de ser pobres nunca y sin trabajo en mucho tiempo, pero la dignidad no admite componendas ni consensos. Y cuando eso ocurre, se van sumando otros ciudadanos, profesionales y obreros, que les puede más la conciencia que sus privilegios, aunque estos sólo lo sean comparados con los anteriores.
Otra lección de la revolución en los países árabes es el mantra, el tópico, el error de creer de que esa cosa que se ha dado a conocer como globalización es mala per se. Otro error reciente de la izquierda vieja y reciente. La revolución que contemplamos los europeos ha sido posible por el Internet, las redes sociales, las posibilidades de comunicación sin intermediarios, sin periodistas de izquierdas que escriben evitando molestar a los de derechas, a sus jefes de redacción, a los dueños de sus medios.
La globalización no designa nada nuevo en la historia, es sólo una palabra surgida de los círculos de la derecha del mundo anglosajón para confundir a la izquierda, para distraerla. Y lo han conseguido, porque son muchos los debates que se hacen bajo el hechizo de esa palabra, bajo el mantra de su fonía. La globalización ha existido siempre desde que existen los imperios y las civilizaciones. No es casualidad que la pérdida del latín como lingua franca por las lenguas romances supuso la entrada en el Medievo de las creencias, del cristianismo como religión excluyente y exclusiva.
La revolución en Nicaragua fue posible por dos instrumentos de globalización: el Internet de entonces y el idioma español, que permitía comunicarse en una misma lengua a los campesinos nicaragüenses. Ahora ha ocurrido con las redes sociales, con el Internet de ahora. Los pobres del mundo están deseando que les globalicen porque no tienen nada que perder y sí que ganar, al menos las migajas de los ricos.
Los políticos gobernantes en Europa, sean de izquierdas o de derechas, miran con preocupación las revolución árabe porque no saben el resultado final. Nunca se sabe de antemano, pero los progubernamentales, es decir, los que se creen privilegiados por el sistema, ya han matado lo suficiente como para que los revolucionarios no se detengan en meros cambios de gobierno, sino para llegar a todo, al cambio de las instituciones y de las personas. Si los líderes de la revolución árabe conocen la llamada transición española tienen la oportunidad de no cometer los errores que cometió la izquierda negociante de entonces. Es verdad que cambiaron leyes e instituciones, pero se dejaron a los franquistas con sus privilegios y con la indignidad de mantenerles en pie de igualdad que los que habían luchado contra el dictador. La dignidad no admite consensos ni simetrías.
La prueba del error de entonces es que hoy dice Rajoy -el supuesto líder de ese rescoldo del franquismo que es el PP- que cuando llegue al poder legislará para eliminar la ley de la memoria histórica, de esta almibarada ley. Piensa en sus votantes, claro, y ese es el síntoma de que la izquierda ha fracasado en la transición a la democracia: que alguien que diga eso pueda ser votado lo suficiente como para ganar unas elecciones. Hace poco murió un magistrado en ejercicio del Tribunal Supremo que había sido ¡jefe provincial del Movimiento en Málaga! Aún tenemos –tienen- como uno de los tres presidente del PP a Fraga, que fuera varias veces ministro y embajador del dictador.
Hoy día los políticos del PP se oponen a que los familiares de los fusilados o simplemente asesinados por los franquistas puedan recuperar los restos de sus ancestros. Esta es una lección para la revolución en marcha en el mundo árabe: con la dignidad no se negocia. Es de esperar que Argelia, Túnez, Egipto, etc., y, en un futuro próximo, Marruecos, Arabia Saudí, etc., lleguen a la democracia, pero que lleguen con las instituciones limpias y espulgadas de los mantenedores hasta ahora de los sátrapas, para que no tengan que pedirles permiso para honrar a sus muertos en democracia a esas mismas personas que hoy montan su estulticia en camello y matan a los manifestantes con tal de defender sus privilegios, aunque sus privilegios sean también pobres privilegios de privilegiados miserables.
Antonio Mora Economista
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