Que existe una crisis de la socialdemocracia en Europa no está en duda. La pregunta es si es terminal. Los síntomas son más que preocupantes La socialdemocracia en Europa está inmersa en una profunda crisis. Pasó de gobernar en la mayoría de países en la Unión Europea a estar en una minoría muy pequeña. Su crisis se refleja, no sólo en derrotas electorales, sino también en descensos muy marcados de sus afiliados. Algunos de sus dirigentes llegan incluso a postular que las clases trabajadoras están desapareciendo, sustituidas por las clases medias, que se han convertido en los sectores sociales a los cuales tales partidos orientan sus ofertas electorales. En realidad, muchos de estos partidos han abandonado una narrativa que incluya el concepto de clase social en su discurso, excepto en su referencia a las siempre presentes clases medias, y dentro de una estructura social que se redefine, limitándose a hablar de ricos, clase media y pobres, o clase alta, media y baja.
Durante la primera mitad del siglo XX “socialdemocracia” fue el nombre del socialismo no revolucionario, del socialismo reformista de Europa occidental frente al bolchevismo que había tomado el poder en Rusia en 1917. Pero durante la segunda mitad de ese siglo, cuando las ilusiones que había provocado la revolución rusa dejaron paso al temor y el rechazo del totalitarismo soviético, socialdemocracia se convirtió en sinónimo de socialismo democrático, de búsqueda de la igualdad social en condiciones de libertad.
El “experimento soviético” había llegado a tener cierta credibilidad entre los economistas del desarrollo por su éxito en la industrialización pesada y en el desarrollo de tecnología como la que dio comienzo a la exploración espacial con la puesta en órbita del Sputnik en 1957. Pero en los años setenta se hizo evidente que la economía soviética había entrado en una fase de estancamiento y deterioro, que no era capaz de satisfacer las necesidades sociales —desde la vivienda y la alimentación a la sanidad infantil—, que resultaba derrocha - dora de recursos y fuertemente destructora del medio ambiente, y que la capacidad de innovación en la industria militar no se traducía en innovación en la industria y los servicios civiles.
Es decir, que el modelo soviético no sólo era totalitario y suprimía todas las libertades, sino que, pese a sus espectaculares resultados iniciales, había terminado por ser un fracaso en lo económico en lo social. Esto tenía una lógica: es imposible sustituir al mercado como un mecanismo flexible de asignación de recursos a las demandas sociales por una autoridad económica centralizada y burocrática. Pero además tenía fuertes implicaciones ideológicas: el socialismo no equivale a la propiedad pública de los medios de producción. Incluso en condiciones de libertad y democracia, la relación entre el poder económico y los ciudadanos no va a ser armónica, tanto si se introducen mecanismos de mercado entre las empresas, como si existe un control centralizado de la economía.
En este sentido, la caída del Muro de Berlín en 1989 debería haber sido el momento del triunfo de la socialdemocracia frente al “socialismo real”, como se autodenominaba el régimen soviético para rechazar las críticas de quienes, socialdemócratas o radicales, aspiraban a otro socialismo. Sin embargo, ese triunfo histórico de 1989 quedó completamente oculto por otra visión, la de los nuevos conservadores, con Margaret Thatcher y Ronald Reagan a la cabeza, para quienes se trataba en realidad de un triunfo del capitalismo sobre el socialismo, sobre cualquier tipo de socialismo.
La nueva derecha tenía en los años ochenta el viento a favor. La crisis de la década anterior había puesto fin a los años dorados de posguerra, en los que la socialdemocracia había sido no sólo una etiqueta política, sino la matriz de un modelo de sociedad en el que coincidían con matices izquierda y derecha, y en especial la socialdemocracia y la democracia cristiana. En Europa occidental, a excepción de los países del sur sometidos a dictaduras conservadoras, como España y Portugal, se habían creado en la posguerra Estados de bienestar, para garantizar la cohesión social, a la vez que la gestión keynesiana del ciclo económico permitía un crecimiento sostenido hasta alcanzar el pleno empleo.
Ese modelo de sociedad entró en crisis a finales de los años setenta, porque la inflación creada por la espectacular subida del precio del petróleo —desde que, en 1973, los países árabes productores castigaron así el apoyo de los países occidentales a Israel en la guerra de Yom Kippur— no admitía respuestas keynesianas y los fundamentos económicos del modelo europeo se resquebrajaron. En los años que siguieron dejó de existir el consenso keynesiano o socialdemócrata y comenzó el ascenso de la nueva derecha con una visión muy distinta de las prioridades sociales y un modelo distinto de crecimiento económico.
Comenzó así un ciclo de “fundamentalismo del mercado”. La intervención pública y la regulación de los mercados pasaron a ser vistos como manifestaciones irracionales de una ideología condenada —el socialismo— y las experiencias socialdemócratas como meros episodios históricos que era preciso superar mediante reformas estructurales que liberaran al mercado de sus ataduras, pues los mercados no sólo eran eficientes, sino que eran capaces de autorregularse sin ninguna intromisión política.
La histórica crisis que comenzó en 2007 y estalló en la segunda mitad de 2008 ha cambiado bastante las cosas. En primer lugar, ha permitido comprobar que los mercados no siempre se autorregulan y recordar que fue su tremendo fracaso en 1929 —no la ideología socialista— lo que dio origen al capitalismo regulado y a la gestión keynesiana de la demanda. La socialdemocracia europea tuvo su mejor momento después de la segunda guerra, porque sus planteamientos eran los más adecuados para gestionar el mundo que había surgido de las nuevas reglas del capitalismo.
Pero, además, al quedar desacreditado el fundamentalismo del mercado, se ha hecho posible ver con objetividad los aspectos socialmente negativos del modelo que durante los últimos veinte años se ha presentado como el único posible. Detrás de la burbuja financiera que ha sido el detonante de la crisis estaba un modelo desigual de crecimiento que concentraba la riqueza en una minoría, mientras se estancaban o disminuían los ingresos de la mayoría. El consumo sólo podía alimentarse del endeudamiento y éste se basaba en sucesivas burbujas (la exuberancia irracional de las bolsas, el disparatado crecimiento de los precios de la vivienda) alimentadas por una prolongada expansión de la liquidez y el crédito.
Desde esta nueva perspectiva, es posible que los “años dorados” de la posguerra contengan algunos elementos necesarios para plantearse un nuevo modelo de crecimiento tras la crisis, que ha venido a poner punto final a los treinta años del ciclo conservador. En este sentido, la socialdemocracia podría volver a estar de actualidad, con su propuesta de creación de una sociedad cohesionada, de crecimiento compartido y de apuesta por un futuro sostenible para cada país y para la sociedad global.
El texto que sigue está organizado en cuatro partes.
La primera describe el crecimiento de los partidos socialdemócratas —y laboristas— en Europa, a partir de la formación del movimiento obrero en la segunda mitad del siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial, tratando de explicar este proceso como fruto de unas condiciones sociales y políticas concretas y no como consecuencia del papel de la clase trabajadora en el capitalismo. La hipótesis de partida es que no existe ningún “destino manifiesto” del proletariado que le conduzca al socialismo político. Por otra parte, se trata de ver cómo los partidos nacidos como partidos de clase debieron asumir un papel como partidos de gobierno, pese a su voluntad inicial de mantenerse fuera de la “sociedad burguesa”.
En la segunda parte se describe cómo tras la Segunda Guerra Mundial, lo que en principio había sido la aspiración común que daba nombre a unos partidos (la democracia social), pasó a ser un modelo de sociedad que, sin duda con variantes significativas, se extendió por Europa occidental y algunos países de colonización europea. En este sentido se argumentará que lo que define a la socialdemocracia como propuesta política, en la actualidad, no son los orígenes obreros de los partidos, sino la defensa de ese modelo de sociedad, aunque no se pueda ignorar la importancia del apoyo de las organizaciones de trabajadores para el proyecto socialdemócrata, pese a algunas propuestas que sólo ven a esas organizaciones como un obstáculo para su peculiar visión de la “modernización”.
En la tercera parte se analizan el ascenso y la crisis del ciclo conservador que comenzó a finales de los años ochenta como consecuencia de la crisis económica provocada por el choque del petróleo de 1973 y del creciente peso de la economía financiera frente a la economía productiva. Se tratará de argumentar en primer lugar que la crisis que comenzó en 2007 revela las debilidades del modelo neoliberal. Fue el retroceso del ingreso medio frente a las rentas altas lo que condujo, para evitar un estancamiento de la economía, a una política de excesiva liquidez monetaria, que ha fomentado el endeudamiento y ha provocado la burbuja hipotecaria. Consiguientemente, se puede pensar que el modelo socialdemócrata de sociedad, con una evolución más justa de los salarios, es superior y ofrece una alternativa a la crisis del neoliberalismo.
En la cuarta parte se pretende analizar cómo, aunque la crisis actual significa una nueva actualidad del proyecto socialdemócrata, existen notables obstáculos para el protagonismo político de los partidos e ideas socialdemócratas.
Por un lado, a consecuencia de los cambios sociales y en los medios de comunicación, las identidades políticas ya no tienen el mismo peso que en el periodo de posguerra. Y por otro, es más reducido el peso de la gran industria en la economía, cuando históricamente ha sido la base sociológica de la solidaridad. Así, para reconstruir la alianza de los trabajadores con la clase media —que fue clave en la construcción del modelo socialdemócrata de posguerra— se requiere un nuevo discurso político dirigido a una sociedad más individualizada y formada por individuos con intereses diversos, sin por ello olvidar a los colectivos que son, por decirlo así, las bases naturales de la socialdemocracia.
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