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“Cuando el río se incendia. El
Paraná del siglo XXI es un nuevo río que se enfrenta a amenazas que
tensionan al máximo las formas de habitar ese territorio. Desde la observación que hace todos los días de
su vida, a Julián Aguilar le sobran argumentos para decir lo que
dice: el río ha cambiado mucho.
Un ejemplo es el puente Rosario-Victoria, una enorme obra de 60 kilómetros de
largo que cortó las islas en dos y facilitó el acceso a un territorio antes
exclusivamente insular. “El puente y la
ruta provocaron un desastre
ecológico en el humedal, donde se instalaron cebaderos y se construyeron
terraplenes para el ganado. Cambió la escala, es todo industrial. Antes solo se
sacaba de la isla lo que se comía. Ahora
es para el negocio de unos pocos”.
“El
negocio de la soja ha
llenado de vacas este humedal. “La expansión de la soja y más agricultura
reconfiguraron la ganadería en todo el país, con un desplazamiento de las
fronteras agropecuarias. El stock
ganadero fue desplazado desde la región pampeana hacia zonas marginales de
menor aptitud agrícola”, dice un informe del Taller Ecologista, que agrega que una de esas zonas fueron las
islas del delta. Con la ganadería a
gran escala llegó también el fuego. Según los datos que analizó el museo de
Ciencias Naturales Antonio Scasso de la ciudad de San Nicolás, entre 2020 y 2023 se detectaron 82.000 focos de calor en el delta, con
una superficie promedio para cada uno de esos focos de 14 hectáreas. En poco
más de tres años se incendiaron un total de 1,2 millones de hectáreas, la mitad
de ese territorio, que cubre 2,3
millones de hectáreas.
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EL
DRAMA EN UNO DE LOS RÍOS MÁS GRANDES DE SUDAMÉRICA: «Hasta hace 20 años
pertenecía a la gente, hoy a los negocios».
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Por Jorgelina Hiba | 08/04/2025 | América
Latina y Caribe, Ecología
social.
Fuentes. Revista Rebelión martes 8 de abril del 2025.
El Paraná atraviesa Brasil, Paraguay y Argentina, pero la voracidad de
la ganadería, las centrales hidroeléctricas y la sobrepesca han roto un valioso
ecosistema con consecuencias impredecibles.
Desde hace 45 años, Julián Aguilar “el negro” practica el arte de la pesca en las aguas marrones y sedimentosas del río Paraná, un gigante fluvial que cruza media América del Sur creando vida y belleza a su paso. “Tenemos el mismo color, el río y yo”, dice, y se ríe con un gesto casi imperceptible de diversión y emoción. Erguido sobre la proa de su embarcación, muestra dos redes, una recién tejida por él mismo, flamante, y otra que recogió cerca del canal principal y que quedó abandonada por algún compañero que nunca volvió a buscarla.
Julián
Aguilar, pescador en el río Paraná desde hace 45 años. Celina Mutti / Ballena
Blanca.
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Julián conoce muy bien el pulso del Paraná. Nació en Las Cuevas,
un pueblo muy pequeño de la provincia
argentina de Entre Ríos en 1960,
cuando la naturaleza era otra y el río se movía, todavía libre y salvaje, a lo largo de sus casi 5.000 kilómetros de
longitud, desde su nacimiento en Brasil
hasta la desembocadura en el estuario
del Plata. Al poco tiempo se afincó con su familia en la zona norte de Rosario, ciudad ubicada en el corazón geográfico de la región agrícola más
próspera de Argentina. Allí, los
pastizales pampeanos se encuentran con el
humedal de las islas del Paraná
en lo que se denomina el delta medio, un conglomerado infinito de tierra y agua
donde dominan los verdes y los marrones. Un territorio anfibio, ambiguo y
dinámico donde los pulsos de crecientes y bajantes del Paraná –es el octavo río más
largo del mundo y el segundo de América,
después del Amazonas– redibujan
de manera constante sus costas, lagunas,
madrejones y barrancas.
“En mi familia estar cerca del río era el lugar natural para ganarse la vida, y para el juego también”. Su primer trabajo, de muy joven, fue pescar, una actividad que comenzó a hacer con siete u ocho años durante los fines de semana. Cuando tenía nueve años su papá, “un hombre de la isla”, se compró una canoa: “Cuando yo empecé a trabajar con él salía surubí, dorado, boga, sábalo, todas piezas de tamaño extragrande, lo que hoy sería una sorpresa. Sacábamos sábalos de entre ocho y diez kilos y surubíes de 50. Solo se pescaba el pescado de temporada y algunos todavía salían a trabajar a vela; tener motor era una rareza, un lujo casi”. Era muy duro ser pescador hace 50 años, dice Julián. Había que remar, la ropa se mojaba y el frío y el calor se sentían con intensidad. “Era un trabajo muy físico, muy cansado”.
Pero
hay otro río,
también, al que la crisis ecológica
generada por el ser humano afecta en su esencia y comportamiento, llenando
de incertidumbre y variabilidad lo que
hasta hace poco se llamaba normalidad o certeza científica. Un río más
transitado, intervenido y contaminado que dejó de ser libre para convertirse en
un curso multifragmentado. “Hasta
hace 20 o 25 años el río pertenecía a la gente del río, pero hoy pertenece a
los negocios”, explica el pescador desde la certeza que le da haber sido testigo directo, durante medio siglo, de
las transformaciones del gran río de aguas marrones.
Un
gigante sudamericano
El Paraná nace de la confluencia de los ríos Paranaiba y Grande en el sur de Brasil, atraviesa media Sudamérica y llega a trasladar hasta 15.000 metros cúbicos de agua por segundo. Está considerado, por su extensión, el tamaño de su cuenca y su caudal, el segundo en importancia de Sudamérica y uno de los más importantes del mundo.
El
río Paraná, el segundo río más importante de Sudamérica, seco. Celina Mutti /
Ballena Blanca.
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A
la altura de la localidad
de Diamante –en la provincia de Entre Ríos– y hacia el sur
comienza el delta, la última porción del
sistema de humedales fluviales Paraná-Paraguay,
que se extiende a lo largo de 300
kilómetros y cubre 2,3 millones de hectáreas. Estos humedales son una fuente
enorme de servicios ecosistémicos que mejoran la calidad de vida de todos los
habitantes del sistema y que incluyen la amortiguación de las inundaciones y sequías, la depuración del agua, el control de la erosión y la
protección costera, la provisión de
gran cantidad de recursos, la regulación
del clima y la provisión de sitios de refugio, alimentación y reproducción para
diversas especies de la fauna silvestre.
En
los últimos años ha tomado mayor importancia otra función
clave de estos ecosistemas: su papel como aliados contra el cambio climático,
pues mejoran la resiliencia de las
comunidades frente a sus impactos, son barreras naturales contra las
inundaciones y sequías y funcionan,
además, como los sumideros de carbono más
eficaces del planeta. A pesar de todo esto, se trata de un ecosistema muy amenazado por la acción humana y se estima que el 85% de los humedales que existían hace
tres siglos ha sido destruido o transformado drásticamente.
Fragmentar el río
Los
ecosistemas de agua dulce
son la parte de la biosfera más amenazada
de la Tierra: se estima que hasta el 83%
de las poblaciones de especies de
agua dulce está disminuyendo. Además, apenas el 37% de los ríos con más de 1.000
kilómetros conserva su cauce libre a lo largo de toda su extensión, y solo
el 23% fluye de forma ininterrumpida hacia los océanos. Quedan cada vez menos ríos
libres en el mundo y el Paraná ya no
es uno de ellos. El “pariente del mar”,
como describe con precisión y belleza su
nombre la lengua guaraní, atraviesa una profunda transformación por los usos humanos de sus aguas y de sus tierras y
en las últimas décadas se ha convertido en un curso multifragmentado por efecto de la pesca industrial, el
dragado de su cauce para la navegación,
la transformación de sus islas para ganadería
y agricultura y la construcción de
infraestructura como carreteras, puentes y represas como la de Yacyretá, enorme central hidroeléctrica ubicada en el límite entre Argentina y Paraguay.
El
Paraná es el canal
natural de salida de los granos y
cereales que se producen en el centro y norte de la Argentina, así como en Paraguay, Bolivia e incluso zonas del
sur de Brasil. El corredor Paraguay-Paraná, también conocido como Hidrovía –el nombre que tomó la empresa privada de capitales europeos que tuvo desde los años 90 la concesión del dragado y balizamiento del tramo navegable– tiene 3.442 kilómetros de extensión desde Puerto Cáceres (Brasil) hasta el río de la Plata, donde termina su recorrido.
El Gran Rosario aloja uno de los polos portuarios graneleros más grandes del mundo, con unas tres decenas de grandes puertos de las mayores multinacionales del rubro, que van desde la china Cofco hasta Cargill, Dreyfus y Bunge. Desde esos puertos sale el 80% de las exportaciones agropecuarias argentinas, según la Bolsa de Comercio de Rosario. La construcción de los puertos, en el último tramo del siglo pasado, vino acompañada de profundas transformaciones territoriales en la tierra y en el agua, con impactos socioambientales que no han sido demasiado debatidos.
El
delta del Paraná durante la bajante histórica de la que ya no se ha recuperado.
Celina Mutti / Ballena Blanca.
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Cuando el río se incendia
El
Paraná del siglo XXI es un nuevo río que se enfrenta a amenazas que
tensionan al máximo las formas de habitar ese territorio. Desde la observación que hace todos los días de
su vida, a Julián Aguilar le sobran argumentos para decir lo que
dice:
el río ha cambiado mucho.
Un ejemplo es el puente Rosario-Victoria, una enorme obra de 60 kilómetros de
largo que cortó las islas en dos y facilitó el acceso a un territorio antes
exclusivamente insular. “El puente y la
ruta provocaron un desastre
ecológico en el humedal, donde se instalaron cebaderos y se construyeron
terraplenes para el ganado. Cambió la escala, es todo industrial. Antes solo se
sacaba de la isla lo que se comía. Ahora es para el negocio de unos pocos”.
El
negocio de la soja ha
llenado de vacas este humedal.
“La expansión de la soja y más
agricultura reconfiguraron la ganadería en todo el país, con un
desplazamiento de las fronteras agropecuarias. El stock ganadero fue desplazado desde la región pampeana hacia
zonas marginales de menor aptitud agrícola”, dice un informe del Taller Ecologista, que agrega que una
de esas zonas fueron las islas del delta. Con la ganadería a gran escala llegó también el fuego. Según los datos que
analizó el museo de Ciencias Naturales Antonio Scasso de la ciudad de San
Nicolás, entre 2020 y 2023 se
detectaron 82.000 focos de calor en el delta, con una superficie promedio para
cada uno de esos focos de 14 hectáreas. En poco más de tres años se incendiaron
un total de 1,2 millones de hectáreas, la mitad de ese territorio, que cubre 2,3 millones de hectáreas.
Las voces del territorio
Así
lo cuenta Luisa Balbi,
que tiene cinco hijos, va a cumplir 60
años y hace 35 que vive en las islas, frente a la ciudad santafesina de Villa
Constitución “trabajando siempre,
siempre”. Se ocupa de varias colmenas
y otros animales de granja como cerdos, vacas, gallinas y ovejas. Es de
familia de pescadores, pero dice
que ya no es como antes y que ahora cuesta sacar buenos pescados porque
“hay mucha depredación”. “Nadie respeta nada y se sacan
animales cada vez más chicos. Pero la culpa no es del pescador, que necesita
trabajar, sino de los que compran, de los de arriba, a esos no los controla
nunca nadie”.
“Cuando era chica vivíamos de la
pesca. Salían más especies que ahora y eran
más grandes, ahora son todos chiquitos”, recuerda, para agregar que en los años
que lleva en la zona nunca vio una
bajante tan larga, ni incendios tan
peligrosos como los de los últimos años. Las llamas consumieron todo: el suelo, la vegetación y a los propios
animales. “No había más campo, nada, se
quemó todo, hasta las nutrias y los pájaros. He visto a los carpinchos (capibaras) tirarse al agua
de la desesperación”.
Los
incendios en el delta
escalaron a una nueva dimensión a partir de mediados de 2019, cuando la cuenca del
Paraná entró en una bajante de sus
aguas que duró hasta finales de 2023,
la más prolongada jamás registrada, según el Instituto Nacional del Agua (INA).
Durante la pandemia y en un
escenario de aceleración de la crisis
ecológica, el río entró en una “nueva
normalidad” donde ya nada parece ser lo que era.
Un nuevo clima
El
sudeste de Sudamérica es una región cada vez más vulnerable a eventos
climáticos e hidrológicos extremos. Si
bien los estudios de atribución demoran años, existen escenarios futuros
probables en términos climáticos e
hidrológicos para la cuenca del río
Plata que indican que la región va
hacia un clima más cálido con un incremento de la temperatura y de las
precipitaciones, más que nada en los tramos
alto y medio del río. Y aunque en términos
de caudal medio para los próximos 30 años en el Paraná no
aparece una variación significativa, esta
proyección cambia cuando lo que se evalúa no es el caudal medio, sino los
mínimos y los máximos.
Así
razona Juan Borus, ingeniero hidráulico que desde hace 40 años
se dedica a la hidrología y trabaja en el Instituto Nacional del Agua (INA). Desde su observación y estudio
diario, Borus es un testigo
privilegiado de la evolución ecosistémica
del Paraná.
“Por varias razones, hoy tenemos otro río que hace 40 años. Somos mucho
más Paraná-dependientes que antes,
sea para navegación, turismo, pesca, generación de energía o toma de agua”. Borus destaca un elemento central: los
muy profundos y en muchos casos irreversibles cambios en el uso del suelo que
rediseñaron la geografía de vastas zonas del sur brasileño, el este de Paraguay
y el norte argentino, bajo la presión imparable de la expansión de la frontera agropecuaria: “En la zona de
la alta cuenca no debe quedar ni el 1%
del pastizal original”, dice, para explicar que esto se traduce luego en
cambios de todo el equilibrio del sistema.
“Nosotros pagamos las cuentas del
desarrollo de otros”,
razona el orgulloso pescador Aguilar de la orilla brava del Paraná
que quiere reivindicar su oficio: el más
antiguo de la región, uno de los más antiguos de la humanidad.
“El río es mi vida, es más que mi
trabajo, es una parte muy importante de mí. Yo de joven pescaba todo el día y
volvía a la tarde a mi casa y me cruzaba a la costa y me ponía a mirar el río
de nuevo detenidamente, con tranquilidad. Si hasta mi piel es marrón. Tenemos el mismo color, el Paraná y yo”.
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