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“Esta vez es diferente, y no sólo en los Estados Unidos. Vivimos en un sistema que la mayoría
de los políticos han declarado sin alternativa.
De hecho, hace tiempo que ellos mismos han cedido el control
del sistema y carecen de la capacidad o la voluntad de imaginar uno diferente. El aforismo del desaparecido Fredric
Jameson, según el cual «es más
fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo» ha cobrado renovada actualidad, y no es difícil ver por qué. Los
gobiernos tienen muy poco margen de maniobra para no verse castigados por los mercados financieros (totalmente amorales). Alabada
durante mucho tiempo como herramienta para disciplinar a los responsables
políticos, la globalización financiera ha puesto
el destino de sociedades enteras en manos de inversores a los que sólo les importan las señales de
los precios y que son ajenos a las necesidades humanas.
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EL
CAPITALISMO NEOLIBERAL IMPULSA LA ESPIRAL DE LA MUERTE DE LA DEMOCRACIA.
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La
globalización financiera ha puesto el destino de sociedades enteras en manos
de inversores a los que sólo les importan las señales de los precios y que son ajenos a las necesidades humanas. La
financiarización económica terminó con la idea
del Estado-Nación y redujo el margen de maniobra
de los gobiernos
Por Katherina Pistor, Sin
Permiso.
Fuente. Jaque al neoliberalismo.
Sábado 23 de noviembre del 2024-
Estas elecciones
norteamericanas marcan
lo que los alemanes llaman un Zeitenwende
(«punto de inflexión»). Los votantes están
señalando claramente que quieren un
cambio, que prefieren un segundo gobierno de Donald
Trump a otro gobierno provisional que presida un régimen que rechazan.
Es cierto que los partidos políticos que prometieron proteger el statu
quo han perdido este año las elecciones en un país tras otro. Pero es difícil
de sobreestimar la importancia
de que los votantes de la democracia más antigua
del mundo rechacen los fundamentos constitucionales de su país: el Estado de derecho, un poder judicial independiente e imparcial, un proceso justo y
un traspaso ordenado del poder.
El juego de acusaciones comenzó antes de que se
conocieran los resultados de las elecciones,
centrándose como era previsible en el elitismo,
la identidad y la propia candidata perdedora. Este ciclo de recriminaciones desgarrará al Partido
Demócrata y lo hará aún menos apto para gobernar en el futuro. También
distraerá la atención de la verdad que nadie quiere ver: el capitalismo. La democracia
se encuentra en una espiral
de muerte porque está sometida a un régimen
socioeconómico que enfrenta a todos contra todos,
socavando la capacidad de consenso y de toma de decisiones colectiva.
No es la primera vez que el capitalismo pone patas arriba la democracia. Hace un siglo,
los efectos de la rápida
industrialización a expensas de los individuos y sus comunidades
alimentaron el comunismo y el fascismo en Europa. En sus escritos a lo largo de la Segunda
Guerra Mundial, el historiador económico Karl Polanyi atribuyó la
raíz de las convulsiones políticas de su época a
un sistema económico que subordinaba la sociedad al principio del mercado.
El problema, según Polanyi, comenzó con la abolición de las «leyes de pobres» en Inglaterra a principios del siglo
XIX. Las masas desarraigadas y
sin tierra no tuvieron más remedio que emigrar a las ciudades, donde se vieron explotadas como mano de obra barata en fábricas que consumieron sus vidas y las de sus hijos.
Aunque este sistema generó prosperidad sin duda,
tuvo un coste enorme para un número excesivo de personas. Sin la devastación provocada por la Primera
Guerra Mundial, la reacción de las masas en contra de este sistema
podría haber tardado mucho más.
Los Estados Unidos, que participaron en la Primera Guerra Mundial, pero no en su propio territorio, evitaron en gran medida la reacción violenta a pesar de la depresión económica de la
década de 1930. Es importante destacar que la
administración del Presidente Franklin D. Roosevelt logró
algo que otros países no consiguieron: proporcionó al
pueblo norteamericano la suficiente seguridad
económica como para que pudiera empezar a vislumbrar un futuro mejor para sí mismo y para sus
familias.
Esta vez es diferente, y no sólo en los Estados Unidos. Vivimos en un sistema que la mayoría
de los políticos han declarado sin alternativa.
De hecho, hace tiempo que ellos mismos han cedido el control
del sistema y carecen de la capacidad o la voluntad de imaginar uno diferente. El aforismo del desaparecido Fredric
Jameson, según el cual «es más
fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo» ha cobrado renovada actualidad, y no es difícil ver por qué. Los
gobiernos tienen muy poco margen de maniobra para no verse castigados por los mercados financieros (totalmente amorales). Alabada
durante mucho tiempo como herramienta para disciplinar a los responsables
políticos, la globalización financiera ha puesto
el destino de sociedades enteras en manos de inversores a los que sólo les importan las señales de
los precios y que son ajenos a las necesidades humanas.
Los gobiernos se ataron las manos con la esperanza de
que los mercados proporcionaran capital, bienes y empleos. Convencidos de que debían
apartarse del camino del mercado, abrieron sus
países a la libre circulación de
capitales, al tiempo que apoyaban
la codificación legal selectiva de activos e intermediarios para beneficiar
a los más adinerados. Posteriormente, animaron a
sus bancos centrales a rescatar a los
intermediarios que amenazaban con hundir todo el sistema financiero en otra crisis.
Hubo países que adoptaron asimismo tratados internacionales que otorgaban a las empresas multinacionales el poder de demandar a los Estados anfitriones por perjudicar la rentabilidad de sus inversiones, o por trato «injusto e inequitativo». Supervisados estos casos por un tribunal de arbitraje ubicado en otro lugar, los gobiernos desarmaron de hecho a sus propios tribunales y socavaron sus propias constituciones (cuyas disposiciones no pueden utilizarse como defensa contra las violaciones de los tratados internacionales).
Por su parte, Polanyi esperaba que a la guerra siguiera otra
transformación que pusiera a la sociedad, y no a
los mercados, al mando. Los
mecanismos legales e institucionales
adoptados para avanzar en este objetivo funcionaron inicialmente, pero los poderosos agentes privados y sus abogados pronto
encontraron formas de sortearlos.
Dos
décadas después de la guerra,
ya había despegado lo que Greta Krippner, de la Universidad de Michigan describe
como financiarización de la economía norteamericana. La rentabilidad financiera se convirtió en el fin al que
se subordinaban todas las demás necesidades y aspiraciones.
Aunque los daños colaterales de este proceso fueron generalizados, el mayor golpe lo recibió nuestra capacidad
de decisión colectiva.
Si
el comunismo y el socialismo
no se hubieran derrumbado en el mismo momento en
el que la financiarización desataba toda su fuerza, muchos podrían haber advertido
mucho antes sus efectos corrosivos
sobre la democracia. Por el contrario, se festejó el capitalismo como único juego aceptado por
todos. Como resultado, no fuimos
testigos del «fin de la historia» que
proclamó Francis
Fukuyama cuando terminó la Guerra
Fría. Estamos condenados a
revivirla, pero está por ver si como tragedia o
como farsa.
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