miércoles, 23 de septiembre de 2020

ATILIO A. BORON. LAS ALUCINACIONES DE VARGAS LLOSA. MARIO VARGAS LLOSA: LOS DOS MODELOS.

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LOS DOS MODELOS. MARIO VARGAS LLOSA. ¿Es fácil seguir el modelo alemán? No lo es y, por eso, muchos países que quisieran ser prósperos no pueden continuar sus pasos. ¿Cuál es el problema? Básicamente, la corrupción.

Una de las tesis más controvertidas del liberalismo hoy es que, por primera vez en la historia de la humanidad, los países pueden elegir ser pobres o prósperos. Nunca antes aquello fue posible, porque la prosperidad dependía siempre de la cantidad de recursos con que contaba una nación, de su situación geográfica y de su fuerza militar. Pero en el mundo globalizado de nuestro tiempo, se sabe perfectamente cuáles son las políticas que crean empleo y fortalecen económicamente a un país, y las que lo empobrecen y hunden. Los casos antinómicos de Venezuela y Alemania podrían servirnos de ejemplo.

El caso de Venezuela es sabido por todo el mundo. Era uno de los países más ricos del planeta, porque, resumiendo, se trata de un inmenso lago de petróleo y otros minerales, que no hace muchos años atraía una inmigración gigantesca, para la que sobraba el trabajo, y el país progresaba a pasos de gigante, pese a la corrupción y a los desafueros de sus gobiernos, lo que permitió al comandante Chávez y su “socialismo del siglo XXI” conquistar el poder en unas elecciones que probablemente fueron libres. Nunca más lo serían, por supuesto. En la actualidad, Venezuela se muere de hambre, se ahoga en la corrupción, y por lo menos cinco millones de venezolanos han huido del país, a pie, con sus bolsas y sus hijos, para sobrevivir. Es obvio que el socialismo, del pasado o del presente, no garantiza la prosperidad, sino la miseria, a corto o largo plazo. Por eso, Rusia y China han dejado de ser socialistas y practican, más bien, un capitalismo de amiguetes, con amplio margen en la vida económica para la empresa privada y la competencia, pero una muy estricta rigidez en la esfera política, donde el viejo sistema autoritario persiste casi intacto.

Alemania, en cambio, es un país que prospera cada día, y en todos los sentidos. Acabo de estar allá, luego de siete meses, y he vuelto a quedarme sorprendido con el espectáculo de una antigua Alemania Oriental en plena efervescencia, donde resucitan los viejos palacios y se construyen rascacielos por doquier, donde nadie parece morirse de hambre, donde funciona la democracia a todos los niveles y donde la mayoría de los ciudadanos parece contenta con su suerte. El gobierno de coalición, que preside todavía Angela Merkel, aunque haya discrepancias y querellas en su seno, parece firme y las próximas elecciones no deberían cambiar, en su conjunto y pese al coronavirus, que parece allí perfectamente controlado, este período de estabilidad y progreso que vive el país.

¿Qué ha hecho Alemania para estar como está? Eligió ser próspera, es decir, estimuló la empresa privada, la competencia y el ahorro, integró su economía en los mercados mundiales, y el desarrollo económico que viene experimentando por largos años le ha permitido ser bastante independiente –el país más rico de la Unión Europea, por cierto- aunque, en materia de energía, dependa todavía de Rusia, con quien la une un tratado preocupante. Pero, en lo que concierne a su europeísmo, a sus políticas de inmigración y a su respeto por la legalidad, no hay nada que criticar y sí mucho que imitar. ¿Es fácil seguir el modelo alemán? No lo es y, por eso, muchos países que quisieran ser prósperos no pueden continuar sus pasos. ¿Cuál es el problema? Básicamente, la corrupción. Es el caso de América Latina, sin duda. La corrupción está tan profundamente arraigada en sus gobiernos, roban tanto sus ministros y funcionarios y el robar es una práctica tan extendida en casi todos los Estados, que es del todo imposible establecer una economía de mercado que funcione de verdad y haya una competencia seria y genuina en su seno. Para que el modelo del progreso funcione hay que acabar con la corrupción, o reducirla a su mínima expresión, y eso, para multitud de Estados, es simplemente imposible. Los que lo consiguieron, como Hong Kong, antes de volver a ser parte de China, o Singapur, Corea del Sur y Taiwán, progresaron sin medida y acabaron con el hambre y el desempleo. Y la democracia comenzó a funcionar en ellos (en el caso de Singapur, de manera más limitada).

De otro lado, la transición de una economía secuestrada por las corruptelas, donde los ministros, los jefes militares y los meros funcionarios se llenan los bolsillos de manera ilegal, no es nada fácil. Se necesita un apoyo popular y periodístico incesante, un poder judicial que actúe de acuerdo a las leyes, y gobernantes convencidos y valientes que crean en el modelo y lo pongan en práctica sin vacilaciones ni temores. Y, sobre todo, una opinión pública que crea en él y lo respalde. No todo se desarrolla en el campo económico. Por el contrario; una economía próspera no basta para crear mágicamente una sociedad donde la mayoría de ciudadanos se sienta cómoda. Hace falta al mismo tiempo una verdadera igualdad de oportunidades que sólo puede ofrecer una educación pública de altísimo nivel, que garantice, en cada generación, un punto de partida uniforme. Eso fue una realidad en Francia antes que en ninguna otra parte y lo fue también –sorpréndanse- en la Argentina, desde el siglo pasado, cuando el modelo educativo creado a orillas del río de la Plata por los herederos de Sarmiento concitaba la admiración de todo el mundo.

Lo curioso es que, pese a lo evidente, los ataques a lo que el modelo exitoso representa son cada día más intensos y proceden sobre todo de países que han tratado de aplicarlo y no lo han conseguido por múltiples razones, en especial, debido a un sector político populista y demagógico que cuestiona aquel sistema por motivos supuestamente morales. Allí, la dificultad mayor para que los países sigan el modelo que trae progreso es semántica: un problema de palabras. Asumir el “capitalismo”, requisito esencial, es sencillamente imposible para la mayor parte de los países, pues la izquierda en general, y la izquierda comunista en particular, hoy minúscula, ha conseguido crear en torno a esta palabra –capitalismo- una sensación de injusticia y desigualdad, de bribonería y egoísmo, que la hace impronunciable, o, mejor dicho, la asocia a un complejo de inferioridad que impide a quienes, secretamente, creen en ella, pronunciarla y menos promoverla. A menudo, es el caso de los propios empresarios, que se avergüenzan de lo que son y representan. He ahí una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: el sistema que ha traído modernidad, prosperidad y sobre todo libertad a los países más adelantados del mundo, suele ser impronunciable y ningún líder político que se respete se atrevería en el tercer mundo a promover una fórmula “capitalista” –palabra maldita- a sus electores, pues lo más probable es que tendría muy pocos. La izquierda ha conseguido esa confusión mental que impide hoy, sobre todo en los países subdesarrollados, aprovechar esa extraordinaria posibilidad de sacar de la pobreza y el subdesarrollo a decenas, o centenares, de países de la tierra, que, paralizados por el supuesto socialismo que traería por fin la igualdad, la solidaridad y los buenos ingresos a sus ciudadanos, se hunden cada vez más, como Venezuela, en la corrupción y la miseria.

La posibilidad de elegir entre la pobreza o la riqueza está siempre allí, como posibilidad teórica. Pero, en la práctica, el socialismo sigue triunfando sobre el capitalismo, por lo menos en el papel y en los discursos. A este no le importa, porque tiene la sensación –la seguridad- de que el futuro le pertenece. Los otros se contentan, mientras se siguen empobreciendo, no con adquirir el progreso, sino con el triunfo de una sola palabra.

Madrid, septiembre de 2020

 

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Fuentes. Rebelión - Imagen: Piñera condecora a Vargas Llosa.

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LAS ALUCINACIONES DE VARGAS LLOSA.

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Por Atilio A. Boron. |22/09/2020 | Opinión.

Rebelión miércoles 23 de setiembre del 2020.

 

Según Vargas Llosa, los países pobres lo son porque eligieron serlo. En cambio, otros pueblos, más lúcidos y trabajadores, optaron por la prosperidad y la consiguieron.

En su artículo de este domingo 20 de septiembre de 2020 en El País de Madrid Mario Vargas Llosa vuelve a dar rienda suelta a una de sus frecuentes alucinaciones, y probablemente la más estrafalaria de todas. Según ella los países pobres lo son porque eligieron serlo. En cambio, otros pueblos, más lúcidos y trabajadores, optaron por la prosperidad y la consiguieron. De ser cierta esta ocurrencia del narrador peruano produciría una revolución copernicana en la historia y las ciencias sociales, sumergiendo en una crisis terminal al pensamiento social de Occidente desde Platón hasta nuestros días. Pero aún el alumno más indolente de los primeros años de cualquier carrera de Sociología, Historia y Economía sabe que las cosas no son (ni fueron) así y que si la gran mayoría de los países del mundo están inmersos en la pobreza debe haber causas que expliquen lo que en el pensamiento del autor de Conversación en la Catedral no puede ser otra cosa que una imperdonable estupidez. La hipótesis de que miles de millones de personas de la población mundial prefieren vivir en la miseria, la desnutrición, la ignorancia y la enfermedad es absurda porque supone que todos ellos son víctimas de un incurable masoquismo que los impulsa a optar por el sufrimiento en vez del goce y el disfrute que vienen de la mano de la prosperidad.

Los ejemplos a los que apela Vargas Llosa desnudan la intencionalidad política de su exabrupto: Venezuela eligió ser pobre y Alemania, en cambio, prefirió ser rica. Mientras aquella eligió el camino del socialismo los alemanes prefirieron al capitalismo. La descripción que hace del país sudamericano no sólo es incorrecta sino también inmoral. Venezuela, ni siquiera durante los años del boom petrolero, “progresaba a pasos de gigante” como fabula el novelista. En aquella dorada época las compañías norteamericanas saqueaban a voluntad el petróleo venezolano, destinando   algunas migajas para corromper a la clase dirigente y a los operadores del Pacto de Punto Fijo, engatusar a las capas medias más acomodadas con las luces cegadoras del consumismo mientras dejaban al pueblo en total indefensión. Millones de personas no vieron a un médico en su vida hasta que Chávez llegó a Miraflores; millones de mujeres parieron tres y cuatro hijos en los rancheríos de Caracas y otras ciudades sin jamás haber visto a una ginecóloga o siquiera una enfermera. Cuatro millones de personas (sobre un total de 24) eran zombies civiles y políticos privados de todo derecho:  carecían de documentos de identidad, vivían en calles sin nombres y casuchas sin número y la mayoría no sabía ni leer ni escribir. Todo esto ocurría en las épocas en las cuales según las afiebradas fantasías del escritor Venezuela prosperaba “a pasos de gigante.” Llegó Chávez y puso fin a tanta injusticia.

El “Caracazo” de 1989 es la prueba más elocuente -de las muchas que hay- para descalificar su aseveración. Y si en ese país hoy escasean los alimentos, medicamentos e insumos de todo tipo (para la industria, el transporte, etcétera) es a causa de las sanciones y la hostilidad permanente que Estados Unidos desató en contra de la Venezuela Bolivariana desde su nacimiento. Obviar ese dato no sólo invalida su descripción sino que constituye una inmoralidad de marca mayor. Vargas Llosa no puede ignorar que el bloqueo y las sanciones económicas concebidas para producir privaciones y sufrimientos –como lo propone un exasesor de Barack Obama en The Art of Sanctions– con el ánimo de provocar un levantamiento popular que ponga fin al gobierno de Nicolás Maduro son crímenes de lesa humanidad, políticas de exterminio, de aniquilación de una población. Son, en una palabra, genocidio.[i] Escamotear este dato convierte al tan galardonado escritor en un cómplice de esos crímenes, al igual que Luis Almagro y Michelle Bachelet, Mike Pompeo y Donald Trump, entre tantos otros.

Alemania, en cambio, optó por “la prosperidad, es decir, estimuló la empresa privada, la competencia y el ahorro, e integró su economía en los mercados mundiales.” El resultado: un formidable crecimiento económico. Sin embargo, los violentos incidentes que tuvieron lugar el 23 de Junio en Stuttgart desmienten la versión idílica, novelesca, del peruano. Según el diario Frankfurter Rundschau  la tensión social que conmueve el subsuelo de la sociedad alemana tiene su génesis en el pasado, cuando millones de “Gastarbeiter(“trabajadores invitados”) llegaron a Alemania para laborar en sus fábricas. Pero, tal como lo indica su nombre, se suponía que los “invitados” en algún momento regresarían a sus lugares de origen, cosa que no ocurrió. Su radicación en el país que los había invitado con una intención claramente oportunística puso en cuestión la integración social de una sociedad que en poco más de una generación se convirtió en pluriétnica y multicultural y, encima de eso, más desigual. Esto se comprueba al observar que el índice Gini que mide la desigualdad económica alcanzó recientemente un valor de .295, el nivel más elevado desde 1989, cuando se produjo la reunificación de Alemania.[ii] Por otra parte, ¿cómo ignorar que las políticas del Banco Central Europeo y la Comisión Europea favorecieron descaradamente a Alemania, a costa de sumir en la crisis a otros países europeos, Grecia siendo apenas el caso más conocido? ¿O que el proyecto de la Unión Europea fue la astuta concreción del Deutschland uber alles (Alemania por encima de todo) como lo demuestra no sólo el Brexit sino el resentimiento de tantos países de la eurozona que se empobrecieron mientras Alemania se enriquecía?

 

Los "angelitos" del neoliberalismo latinoamericano. Piñera, Macri y Vargas Llosa.

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El remate del razonamiento de Vargas Llosa es que las dificultades para emular al modelo alemán radican en la corrupción que

“en el caso de América Latina … está tan profundamente arraigada en sus gobiernos, roban tanto sus ministros y funcionarios y el robar es una práctica tan extendida en casi todos los Estados, que es del todo imposible establecer una economía de mercado que funcione de verdad.” 

Otra generalización absurda que coloca en el mismo saco a todos los gobiernos de la región, incluyendo, en buena hora, al de sus amigos como Sebastián Piñera, Mauricio  Macri e Iván Duque. Pero las cosas no son tan simples porque la corrupción es un cáncer ampliamente extendido en las economías capitalistas avanzadas, claro que bajo formas mucho más sutiles que las que imperan en algunos de nuestros países. Pero en ambos casos se trata de lo mismo. ¿O acaso la extensa red de “paraísos fiscales” –mejor sería llamarlas “guaridas fiscales”- en los países del capitalismo avanzado o sus ex posesiones coloniales no son sino la expresión más refinada de la corrupción inherente al capitalismo? Según la Tax Justice Network algunos de los “paraísos” favoritos de los grandes capitales son las Islas Vírgenes, Bermuda, Islas Caymán y Bahamas en el Caribe; Singapur y Hong-Kong en el Sudeste asiático y Holanda, Suiza y Luxemburgo en Europa. Allí se evaden impuestos, se lava dinero del narcotráfico, venta ilegal de armas y tráfico de órganos y personas y se montan toda clase de operaciones comerciales y financieras al margen de la ley. Al lado de esa corrupción en gran escala y que cuenta con el inequívoco apoyo de los gobiernos del mundo desarrollado la que hay en Latinoamérica y el Caribe, por imperdonable que sea, es un juego de niños.

La pobreza y el atraso que abruman a Latinoamérica y el Caribe tienen, según Vargas Llosa, como su causa fundamental el visceral rechazo que la palabra “capitalismo” encuentra en estas latitudes. Aquí el novelista tropieza, una vez más, con “las duras réplicas de la historia”, como gustaba decir a Norberto Bobbio. ¿Cómo olvidar que bajo el yugo de las coronas de España y Portugal Nuestra América desempeñó un papel decisivo en el desarrollo del capitalismo global desde sus mismos orígenes. El oro y la plata de nuestros países, y más tarde minerales y diversos productos agrarios, nutrieron durante siglos la acumulación capitalista de los imperios coloniales y sus aliados europeos. Después de  apostar durante quinientos años al capitalismo los resultados están a la vista. ¿Qué pretende Vargas Llosa: que sigamos trajinando durante otros cinco siglos por la misma ruta? No hay futuro para nuestros países dentro del capitalismo, que nos condena al subdesarrollo, la desigualdad, el racismo, el patriarcado y a una catástrofe ambiental, para colmo en una región del mundo en donde la presión sofocante del imperialismo norteamericano se ejerce con simpar intensidad.

Hay muy buenas razones por las cuales el capitalismo en buena parte del mundo, y no sólo en Latinoamérica, se ha convertido en una mala palabra. Ha creado un sistema que produjo monstruosas consecuencias: que el 1 % más opulento de la población mundial retenga tanta riqueza como el 99 % restante; o que los “2153 milmillonarios que hay en el mundo posean más riqueza que 4600 millones de personas (un 60% de la población mundial).”[iii] Si la palabrita que tanto le fascina, “capitalismo”, tiene mala prensa no es por un capricho de la izquierda y de quienes queremos un mundo mejor sino porque lo que el novelista califica como “una sensación de injusticia y desigualdad, de bribonería y egoísmo” es un dato duro, lacerante, de la realidad. No es ninguna “sensación”: el capitalismo es esencialmente injusto y la bribonería y el egoísmo están inscriptos, de modo inamovible, en su ADN.

De paso, ya que estuvo en Alemania le cuento que su tan admirada Angela Merkel tiene que esmerarse un poco más para luchar contra el coronavirus, pese a que usted displicente mente afirma “que parece allí perfectamente controlado.” Le cuento: mirando las estadísticas al día de hoy, lunes 21 de septiembre, que en aquel país hay 124 muertos por COVID-19 por millón de habitantes, mientras que en las bloqueadas y salvajemente agredidas Cuba y Venezuela la cifra es de 10 y 19 respectivamente. Tan horrible no debe ser el socialismo para exhibir estos notables resultados, y tan bueno no debe ser el capitalismo para que las cifras del Chile de su amigo Piñera sea de 642 por millón de habitantes, las de Bolivia 651, Brasil  643 y su país de origen, Perú, un catastrófico 948, una masacre. ¡Ah!, me olvidaba. Dígale al primer ministro conservador Boris Johnson, heredero de las glorias de su tan ensalzada Margaret Thatcher, que  le convendría pedirle algún consejo a  Díaz Canel o Maduro para que le digan como hicieron  para combatir al COVID-19 en sus países porque la tasa de mortalidad por millón de habitantes del Reino Unido (615) es un escándalo, al igual que la Donald Trump (616), todos sin tener que neutralizar los embates de bloqueos, sanciones económicas, invasiones y sabotajes. Las conclusiones son obvias. Y al hablar de corrupción no se olvide de su querido amigo, el rey emérito Juan Carlos I; sí, ese que le adjudicó un marquesado y años después huyó de España como un vulgar ladronzuelo. Yo que usted antes de hablar otra vez de la corrupción en Latinoamérica lo pensaría no una sino diez veces.

 

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