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"Lo más probable es que todos tengamos que hacer frente a una caída progresiva de lo que llamamos nuestro “nivel adquisitivo” o “nuestra calidad de vida”. Paradójicamente, vamos en camino de una suerte de nuevo universalismo negativo, donde una parte creciente de la población nos veremos reunidos en la marea humana que año tras año ve cómo se vuelve más pobre, sin poder desengancharse de ningún modo significativo de una forma de vida inscrita de cabo a rabo en la economía monetaria capitalista. Puede que este escenario de carestía (más que de escasez absoluta) decepcione nuestra fascinación por la catástrofe. Pero lo más probable es que la próxima era de revueltas se parezca más a lo ocurrido en Francia entre 2018 y 2019 –cuando los ‘chalecos amarillos’, a raíz de los impuestos al diésel, se levantaron contra la carestía creciente de su modo de vida y la hipocresía “verde” de su clase política–, que con cualquier movimiento de conciencia frente al abismo de la crisis ecológica. Estamos todavía lejos del Homo homini lupus que anima la imaginación apocalíptica, también de la gran ordalía ecologista a lo Greta Thunberg. La evaluación sobre las primeras décadas de la crisis civilizatoria es modesta y a la vez brutal. El fin del progreso significa que vamos a ser más pobres; las posibilidades de cambio (para bien y para mal) están contenidas en esta pobreza sobrevenida.
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¿EN
EL CAMINO HACIA MAD MAX? LA CRISIS TAMBIÉN ES ECOLÓGICA.
La
crisis es una mierda II.
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Por Enmanuel
Rodríguez |22/09/2022| Economía-
Rebelión jueves
22 de septiembre del 2022.
Lejos de escenarios apocalípticos, lo más probable es que todos
tengamos que hacer frente a una caída progresiva de lo que llamamos nuestro
‘nivel adquisitivo’ o nuestra ‘calidad de vida’
En 1979, a caballo de la segunda gran subida de precios
decretada por la OPEP, se estrenaba la
película Mad Max. Ambientada
en Australia, protagonizada y
dirigida por australianos, la película muestra paisajes desérticos, un océano desecado y una crisis absoluta de materiales y energía. Con una imaginación que no se despega ni media pulgada del patrón cultural anglosajón, los humanos, despojados de
la fina capa civilizatoria,
degeneran en un régimen de clanes y
pandillas enfrentados a machete y pistola por la gasolina. Como los australianos son más ingleses que
norteamericanos, aquí ni la familia
se salva; el héroe es además demasiado
ambivalente como para producir una identificación sin resistencias. Homo homini lupus, en términos
estrictamente hobbesianos.
Cierto, las
sociedades europeas, pacificadas y demasiado complacientes, apenas disponen de
una capacidad imaginativa que las enfrente a la llamada crisis ecológica.
La generalización de la palabra
“colapso”, que a día de hoy parece ganar enteros frente al término “transición”, es demasiado
tétrica y abstracta como para ofrecer alguna inteligibilidad sobre el horizonte futuro, ni siquiera del más
inmediato. Paralizadas por su aversión
patológica al riesgo, las clases
medias que dominan estas sociedades y que, mal que bien, han sorteado las últimas tres décadas, solo
conciben dos
opciones de futuro: o todo
seguirá más o menos igual, o el “colapso”. El
incipiente auge de lo que me atrevo a llamar “ecopsicopatías” –depresión, ansiedad,
pánico, derivados por la conciencia del cambio climático– muestra los perfiles indeterminados y amenazantes
de esa palabra. En un sentido lato, “colapso” quiere
decir que las cosas no van a ser iguales,
y que estas sociedades, estabilizadas
después de 1945,
lo van a volver a pasar mal, francamente
mal.
Pero más allá de la impresión subjetiva, ¿qué es el “colapso”? ¿es esa caída civilizatoria que, en 10, 20 o 30 años, a más tardar, nos va a devolver a la máxima locura, en un mundo desecado, inhabitable y dominado por la agresividad innata de los seres humanos? En la anterior entrega de “La crisis es una mierda” se presentaba una explicación acerca del significado último del actual periodo inflacionario. Al mismo tiempo, se apuntaba una reordenación severa de la gran fábrica global, apurada por sus deficiencias logísticas y por el contrabalanceo de la geopolítica mundial al que obliga la consolidación de las potencias asiáticas. En esta segunda entrega, se va a incidir en un segundo factor de crisis, que opera también sobre el encarecimiento a largo plazo de los precios. Se trata de algo que podríamos resumir con el rótulo “crisis ecológica” y que para muchos es sinónimo de “colapso”.
>Una
precisión de partida: uno de los grandes problemas a la hora de abordar la crisis ecológica, y concretamente del cambio climático, es que normalmente reproduce la separación
entre naturaleza
y sociedad, que es característica del
modo “moderno” en el que entendemos nuestra civilización, esa misma que podemos apellidar con el
término “capitalista”. A saber, la base ecológica menguada habría impuesto
al crecimiento
económico (realización y promesa de
nuestra civilización “capitalista”)
un límite obvio determinado por la finitud de los recursos del planeta. El resultado de ese límite es el “colapso” de
nuestra civilización.
El problema
de este enfoque es que, aunque en nuestro marco cultural o analítico separemos
sociedad y naturaleza, toda sociedad es
una determinada forma
de ecología (lo que es señalado una y otra vez por el pensamiento ecologista), pero también
toda ecología que
incluya a los humanos es una forma de
sociedad (lo que no está comprendido por ese mismo pensamiento). Por no
andarnos por la rama, la crisis ecológica de nuestra civilización no se va a
presentar de otra forma que como crisis capitalista.
Y en esta fórmula está contenido todo el problema
a la hora de entender la palabra colapso.
No hace ni
una década, se presentó en inglés y poco después tradujimos al español en la
editorial Traficantes de Sueños, la obra
mayor del último heredero de una escuela que iniciara Wallerstein hace ya más de medio siglo: la teoría del sistema-mundo. El autor y
su obra, Jason Moore y El capitalismo en la trama de la
vida, afirmaban que desde el primer momento del origen del capitalismo comercial hacia el siglo XV,
este se había constituido como un determinado
tipo de ecología-mundo. El capitalismo ha estado basado siempre en
la depredación
de los recursos, pero de una forma que debía ser más rápida incluso
que la de la mercantilización de los
mismos (lo que quiere decir su conversión en mercancías con precio de
mercado). Moore
hablaba así de que el capitalismo es un
régimen de frontera: el capitalismo
requiere de la apropiación incesante de tierras, minerales, energía y trabajo,
“factores” por los que paga poco o nada. Nuestra
economía ha tomado históricamente gran cantidad de capital
natural, que no se ha incorporado a los precios.
El capitalismo ha estado basado siempre en la depredación de los recursos, pero de una forma que debía ser más rápida incluso que la de la mercantilización de los mismo.
En todas las
grandes épocas, el crecimiento económico
ha estado por tanto asociado a lo
que este autor llama la apropiación de
los ‘Cuatro Baratos’: tierra-minerales, energía, alimentos y trabajo. Por considerar un solo ejemplo histórico, la gran
etapa previa a la Revolución
Industrial, que culmina el capitalismo
comercial del Atlántico (siglo
XVIII), vino acompañada de la
apropiación de una gran cantidad de tierras en las Américas y el Caribe,
que fueron convertidas en plantaciones (café, azúcar, tabaco, especies),
cultivadas por más de seis millones de
africanos explotados
como esclavos, y que produjeron toda una serie de bienes de exportación que pasaron de
ser objetos de lujo a mercancías de consumo corriente en Europa,
primer gran centro de la civilización
capitalista.
En fechas más
recientes, el neoliberalismo triunfante, entre 1979 y la Gran Recesión iniciada en 2008, se basó en un rápido abaratamiento por apropiación de
los ‘Cuatro
Baratos’. En ese periodo entre 300 y 500 millones de campesinos chinos
y de los países circundantes fueron
convertidos en el músculo y el cerebro del gran taller del mundo; durante esas tres
décadas trabajaron hasta la extenuación
con horarios propios de la Inglaterra
de Dickens
y con salarios poco mejores. También en esos mismos años, las sucesivas olas de la revolución verde
llevaron a todos los países tropicales (y
algunos no tanto, como España) a la expansión del uso de fertilizantes y pesticidas de
síntesis, a la vez que la producción
de alimentos se convertía en una suerte de petroindustria, y la frontera agrícola ganaba millones de hectáreas anuales sobre áreas tropicales (como el Mato Grosso) o sobre las mismas selvas ecuatoriales
(Amazonas, Indonesia y cuenca del Congo). Por otro lado, tras la
última acción del cartel petrolero de la
OPEP en 1979, la explotación a buen ritmo de los viejos campos petrolíferos, los nuevos yacimientos off-shore y el desbloqueo de las importaciones del antiguo
bloque soviético en 1989, animaron una nueva edad dorada de energía barata, al igual que pasó con la mayor
parte de los minerales
industriales más corrientes (hierro,
aluminio, zinc, etc.). En conjunto, y a pesar de los avisos del informe del
Club de Roma (Los límites del crecimiento, publicado
en 1972), el capitalismo logró
superar el Rubicón
del año 2000, desplazando al futuro los augurios de estos primeros
agoreros.
Entre 1979 y la Gran Recesión, de 300 a 500 millones de campesinos chinos y de los países circundantes fueron convertidos en el músculo y el cerebro del gran taller del mundo
Hoy lo
podemos decir sin miedo: la globalización neoliberal, con sus tratados de libre comercio
y sus programas
ajuste estructural, aun cuando abarataron
todavía más el trabajo en el conjunto
del planeta, impulsaron una gran época de consumo de masas y de
sensación de prosperidad, al menos en Occidente y en el coste asiático del
Pacífico. El aumento de las desigualdades y el ataque a los salarios y al gasto social no deben ocultar su fabulosa contrapartida en forma de unas mayorías sociales satisfechas
y pacificadas en los países ricos. Así pues, si bien se incrementaron las cifras de pobreza, se degradaron muchos servicios públicos y disminuyeron
las oportunidades laborales de las generaciones más jóvenes, todo esto se vio
generosamente compensado por medio del
acceso a tecnología, moda y
alimentos producidos en medio mundo
y a precios de ganga. En esta misma línea, se “democratizaron” toda clase de “experiencias” que serían
impensables sin este complejo de
trabajo-materiales-alimentos baratos
y que van desde la generalización de la
gastronomía
étnica (con productos exóticos y elaborada por chefs igualmente “étnicos”) hasta el turismo low cost en destinos lejanos. La “chacha” inmigrada
con salarios de miseria, o la proliferación
de toda clase de servicios personales a bajo precio, contribuyeron igualmente a
sostener el “nivel de vida” en el centro del centro de la economía mundo. Por añadidura, las burbujas financieras y la facilitación del
crédito (el dinero podría ser considerado el quinto barato) proporcionaron el fuel monetario necesario para complementar unos salarios comprimidos.
Desde esta
perspectiva, la Gran Recesión iniciada en 2008 tiene una base en la degradación de la ecología capitalista. Desde mediados de la década de los dos mil, se reconoce un encarecimiento progresivo de los ‘Cuatro Baratos’. La gran reserva
de mano de obra china se fue agotando, y hoy ya no hay apenas campesinos que proletarizar; de igual forma, la presión del clandestino pero eficaz movimiento
obrero de ese país (en estos años las huelgas fueron continuas y masivas) consiguió más que cuadruplicar los salarios
industriales reales entre 1990 y 2010. En las presiones inflacionarias a medio plazo intervino también la entrada en peak oil de
muchas cuencas petrolíferas
(principalmente en EEUU, pero también en otras regiones), lo que en
parte estuvo detrás de los aumentos
espectaculares del crudo en 2008. Y desde esos años resulta igualmente observable una ralentización o, incluso, una caída del incremento de los rendimientos
agrícolas en muchas partes del
planeta debido a los efectos negativos
del calentamiento global y del envenenamiento de la tierra. En definitiva, la Gran Recesión de 2008
protagonizada por la caída de los bancos
de inversión estadounidenses, el
pinchazo de las burbujas inmobiliarias
como la española
y, en general, la crisis de la financiarización que acompaña a la globalización, tendría una base
inflacionaria en los ‘Cuatro Baratos’ que
cada vez lo son trabajo,
alimentos, materiales y energía. menos:
Por eso,
cuando hablamos de colapso, el resultado más probable, al menos para la inmensa mayoría de este gran polo de consumo que es Occidente, es
que ya no habrá
“democracia” en lo que se refiere a esas formas de consumo (caracterizadas
por bienes de consumo tirados de precio,
una alta movilidad, trabajo inmigrado barato, etc.), que
irán quedando reducidas a una minoría de
la población. Es seguro que los precios van a resultar cada vez menos asequibles en relación con unos salarios
medios devaluados. Y todo ello
parece de nuevo determinar una suerte de “decrecimiento obligado” (por adornado que esté de
razones morales) en lo que se refiere a
energía, transporte, servicios personales, petroalimentos, consumo de carne,
etc.
Cuando hablamos de colapso, el resultado más probable, al menos para Occidente, es que ya no habrá “democracia” en lo que se refiere a esas formas de consumo.
Cuando se
decía que la crisis ecológica va a ser (de hecho ya es) una crisis capitalista, debemos entender eso: que la mayoría de la población va a hacer cada vez
menos con su dinero, pues a buen seguro (y muy lejos de los escenarios tipo Mad Max) seguiremos sumergidos en economías
monetarias fundamentadas en los salarios, así como en las transferencias y subvenciones por parte del Estado,
amén de dependientes de la grandes
cadenas de distribución (supermercados) en las que compramos todo aquello
que necesitamos. Como posible aportación
a la emergente y fascinante colapsología extrema,
lo más probable es que la crisis advenga
no por una repentina vuelta a los circuitos comerciales cortos y a la producción directa de alimentos después
de una serie de caídas sucesivas que van
desde la red eléctrica, los servicios públicos
y las cadenas de suministro. Este escenario solo es planteable si las crisis ecológicas y políticas
llevan a la guerra nuclear.
Lo más
probable es que todos tengamos
que hacer frente a una caída progresiva
de lo que llamamos nuestro “nivel adquisitivo” o “nuestra
calidad de vida”. Paradójicamente,
vamos en camino de una suerte de nuevo
universalismo negativo, donde una parte creciente de la población nos veremos reunidos en la marea humana que año tras
año ve cómo se vuelve más pobre, sin poder
desengancharse de ningún modo
significativo de una forma de vida
inscrita de cabo a rabo en la economía monetaria capitalista.
Puede que
este escenario de carestía (más que de escasez absoluta) decepcione nuestra fascinación por la catástrofe. Pero lo más
probable es que la próxima era de
revueltas se parezca más a lo ocurrido
en Francia entre 2018 y 2019 –cuando
los ‘chalecos
amarillos’, a raíz de los impuestos
al diésel, se levantaron contra la carestía
creciente de su modo de vida y la hipocresía
“verde” de su clase política–, que con
cualquier movimiento de conciencia
frente al abismo de la crisis ecológica.
Estamos todavía lejos del Homo homini
lupus que anima la imaginación
apocalíptica, también de la gran
ordalía ecologista a lo Greta Thunberg. La evaluación sobre las primeras décadas de la crisis
civilizatoria es modesta y a la vez brutal.
El fin del progreso significa que
vamos a ser más pobres; las posibilidades de cambio (para bien y
para mal) están contenidas en esta pobreza sobrevenida.
En resumen,
estamos metidos de lleno en una crisis capitalista (incluida obviamente su matriz ecológica). Y una crisis capitalista se presenta siempre
como un capital que no logra
rentabilidad, y por tanto no se
invierte, una fuerza de trabajo que
entonces no se emplea y se empobrece, y un Estado
que no logra corregir la situación. Por eso, es imprescindible entender algo de
cómo funcionan las crisis capitalistas, pues
esta sin duda lo es. De ello tratará la tercera entrega
de “La crisis es una mierda”.
EMMANUEL
RODRÍGUEZ es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de
Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es ‘¿Por qué
fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978. Es
firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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