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“Hace tres años una encuesta encontró que 44% de los jóvenes quería irse del país. Hace cinco meses aumentó a 60%. Tanto en 2022 como en 2023 más de 400 mil peruanos migraron; esto es más del doble que en cualquier otro año. Y no solo quieren irse los más apremiados. En el colegio Markham, probablemente el más caro del país, hasta el 2018, 50% de los alumnos que hacían el programa internacional se quedaba a hacer la universidad en el Perú; de la promoción del 2021 solo se quedó el 6.3% (no tengo datos de los años posteriores, pero debe ser aún más bajo). Se trata de una crisis de confianza muy severa en el país y en sus instituciones. “Esto se combina con el fin del crecimiento económico.
Esto, evidentemente, no es independiente de la erosión del Estado de derecho, pero produce sus propias urgencias y radicaliza las decisiones desde el corto plazo. El 2023 la economía decreció 0.5% y no hay indicios para creer que retomaremos un crecimiento importante en los próximos años. Si no habrá mucho por repartir, algo habrá que arranchar. Es más probable que consigas ganancias alquilando congresistas que te eximan de impuestos que incrementando la productividad de tu empresa. O es más probable que llegues a fin de mes como minero informal que buscando ese trabajo formal que no existe. Y nos queda la segunda pregunta: ¿puede revertirse la espiral en que estamos metidos? En un mes lo conversamos.
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¿QUÉ
NOS PASA?,
por
Alberto Vergara.
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Es importante intentar construir en la esfera pública argumentos que
propongan diagnósticos sobre la naturaleza de la crisis
peruana. Aquí un intento.
Por Alberto Vergara.
Fuente. La República domingo 3 de marzo del 2024.
La larga crisis peruana actual –¿o se trata de un equilibrio crítico? – tiene una peculiaridad: no sabemos bien qué nos ocurre. En 1990, por mencionar otra
coyuntura difícil, reconocíamos que se debía derrotar a la inflación
y al terrorismo. Había divergencias
sobre cómo hacerlo, pero no respecto de nuestras
dolencias. Hoy, en cambio, casi nada funciona, pero nada ha
colapsado. La situación de 1990 asemejaba más a una guerra con enemigos distinguibles; la de hoy se
parece a una atrofia
inducida por un virus
imperceptible. Deambulamos perplejos y sin diagnóstico. Y no
hay forma de escapar de la crisis sin uno.
En
las últimas semanas han aparecido un par de
artículos muy relevantes en El Comercio que buscan responder a la pregunta que da título a este artículo. El historiador Carlos Contreras, en primer lugar, propuso que el Perú
sufre una suerte de desbarajuste histórico. El paso del siglo XX al siglo XXI habría
estado marcado por una doble transformación:
transitamos de una sociedad formal representada
por partidos a una sociedad
informal con partidos amorfos. Retomando el vocabulario de Luis Alberto Sánchez, dice Contreras,
tendríamos un sistema
adolescente, con sus consecuentes imperfecciones, desproporcionalidades y exabruptos. Un par de semanas después, Eduardo Dargent comentó críticamente aquella columna.
El politólogo señalaba que no sufrimos un impersonal desacople histórico, sino a esforzados actores
que trabajan para construir un país cada vez más lumpen. Para sintetizar el intercambio, ambos coincidían en que
la representación política
es un punto medular
de nuestra crisis,
pero diferían sobre las razones para esa
condición.
Ensayar
diagnósticos como estos en la esfera
pública –y no solamente en la académica o
tecnocrática– es crucial si queremos eventualmente superar esta etapa oscura. Con el ánimo de aportar
algo más a la cuestión de qué nos pasa, aquí quisiera salir del ámbito
político-representativo. No porque sea uno sin importancia sino porque pienso
que sufrimos una crisis
que desborda a la política y que está atada a la atrofia
del Estado de derecho. Es decir –como desarrollamos con mi colega Rodrigo
Barrenechea en un libro que está por salir– lo que ha entrado en crisis severa es la capacidad
regulatoria de la ley. No quiere decir que haya desaparecido la ley, significa que ha dejado de ser un activo del bienestar
colectivo. Lo que prevalece es la voluntad de atajar o modificar
la ley al gusto de algún interés particular. Por eso las aberraciones que observamos en el mundo de la política –y
que Dargent señala en su columna– las
encontramos también en otras esferas. Cada vez
más, el que no burla la ley, no mama. Por eso en el Perú a todo el mundo le interesa el derecho. Y a nadie la
justicia.
El
Estado de derecho permite la convivencia
civilizada. Si la democracia dirime nuestras diferencias cada cinco años, la ley regula nuestras
interacciones cada día.
Es el lazo público más básico y necesario para
cualquier sociedad. Estar todos regidos por un orden legal que nos trata igualitariamente. Sin ley, solo queda la facción. Cada uno con su pañuelo. Después, cada uno con su pistola. Una comunidad de enemigos.
Pues eso somos cada vez más. Ante la convicción
creciente de que la ley es
inútil para producir bienestar
colectivo solo queda la legalidad en tanto personal ganzúa para obtener réditos hoy. El que no le
saca la vuelta a la ley perderá ante quien sí lo hace. Se institucionaliza la des-institucionalización.
Con lo cual acaba el mediano y largo plazo. Y
todo se vuelve incierto. Sin reglas solo existe el
presente. Desde esas premisas
funciona buena
parte del Perú de hoy. Se ha instalado un
espíritu de supervivencia y depredación
que cabe en unas líneas del maestro Caitro Soto:
toro viejo se murió,
mañana comemos carne.
Donde se
pone el dedo salta la depredación de
corto plazo. En el ámbito
económico, por ejemplo. Probablemente han visto que ahora hasta Keiko Fujimori fustiga a
las farmacias por sus prácticas anticompetitivas. Vale todo. Cada quién prospera como
puede, contra quien pueda. Si hay que cabildear para legalizar la depredación amazónica, se hace. Si toca presionar
para redefinir a la anchoveta adulta como
aquella que tiene ocho centímetros en vez de doce, venga. Si se puede desaparecer el requerimiento
de “Certificado de inexistencia de restos arqueológicos”
para las construcciones, de una. Ni pasado ni futuro: la comunidad de enemigos solo
tiene ojos para el rédito
inmediato.
En
la política es lo mismo. ¿Cuál fue la primera medida del presidente Castillo? Legalizar su sindicato.
De manual, aseguró a los suyos. O el presidente del
Congreso que participó de un cambio en la normativa penal que lo beneficiaba
directamente. Y los perseguidos por el sistema de justicia lo “reforman”. Y los impopulares políticos modifican leyes para clausurar el ingreso de nuevos
competidores o, directamente, para ajusticiar a las autoridades electorales. Han aprendido del Hombre araña: un gran poder viene con una gran tajada.
Pero
hay algo más. Una baja adicional es la idea de un prestigio
personal que cuidar. O para decirlo de otra manera: ya
nada da roche. Una lideresa del feminismo puede
protestar contra el
machismo del gobierno
en la mañana y jurar como ministra en la tarde. Un fraudista puede ser canciller
de Castillo. Quienes insultaban a Dina Boluarte ahora trabajan
para ella (¿o la presidenta trabaja para
ellos?). A fin de cuentas, ¿cuándo más podré ser canciller
o congresista, embajador o ministro? Ahora o nunca.
Mal
haríamos en creer que solo elites políticas y económicas se comportan así. En realidad, al verlas,
la sociedad concluye, con bastante lógica, que quien respeta
las normas pierde. Así, se atascan las auxiliares en las carreteras,
se riegan clavos
para estafar con
cambios de llanta o se asalta las vías con vehículos de transporte informal. Una reciente e interesante investigación de Jorge Aragón y Diego Sánchez (La ilegitimidad del poder político en el Perú, IEP, 2023)
encuentra que está muy extendida la creencia según la
cual la política es una forma de ascenso social. Y donde dice “política” debe leerse la corrupción que esta permite. El mismo estudio asegura que los ciudadanos no tienen interés en
políticas redistributivas o en aumentos de impuestos.
Sí quieren que el Estado distribuya cosas o
servicios, pero no aportar para ellos.
Por eso el candidato Pedro Castillo y otros van de plaza en plaza prometiendo la destrucción
de la ATU, SUNEDU o del Tribunal
Constitucional. Y por eso también quien finalmente consigue destruir
todo aquello es el gobierno de su vicepresidenta Boluarte. La degradada continuidad. Si un Estado
es percibido como ineficiente, corrupto y arbitrario,
la natural reacción es desear su desactivación.
En
síntesis, estamos ante una espiral
anti-Estado de derecho que va engullendo a la sociedad.
No completamente, pero avanza sin pausa. La encontramos
en la derecha
y en la izquierda, arriba y abajo, en la política, pero también en
la sociedad, el Estado y el mercado. Como ocurre con
las polarizaciones políticas, estas dinámicas arrastran a los individuos, aunque no lo quieran. Como en las corridas
bancarias, llega un punto en que debes optar entre
hundir al sistema o quedarte sin ahorros.
Ante esta situación se abren dos preguntas. La
primera es ¿por qué
sucede esto? Hay muchas respuestas posibles. Aquí aventuro un par: la erosión de la legitimidad de nuestras instituciones y el fin del crecimiento económico. De un lado,
la ciudadanía ha dejado de creer que el entramado institucional refleje un interés nacional o produzca bien
común. Es decir, la ciudadanía no percibe
que el orden institucional esté justificado. Se le acata
por miedo a la sanción o se le saca la vuelta.
Carece de legitimidad. No
hay confianza en que el sistema vaya a
producir mejoras.
Hace
tres años una encuesta encontró que 44% de los jóvenes quería irse
del país. Hace cinco meses aumentó a 60%. Tanto en 2022 como
en 2023 más de 400 mil
peruanos migraron; esto es más del doble que en cualquier
otro año. Y no solo quieren irse los más apremiados. En el colegio Markham, probablemente el más caro del país, hasta el 2018, 50% de los alumnos que hacían el programa
internacional se quedaba a hacer la universidad en el Perú; de la promoción del 2021 solo
se quedó el 6.3%
(no tengo datos de los años posteriores, pero debe ser aún más bajo). Se trata
de una crisis de confianza muy severa en el país
y en sus instituciones.
Esto
se combina con el fin del crecimiento económico. Esto, evidentemente, no es
independiente de la erosión del Estado de derecho, pero produce sus propias
urgencias y radicaliza las decisiones desde el corto
plazo. El 2023 la economía
decreció 0.5%
y no hay indicios para creer que retomaremos un crecimiento importante en los próximos
años. Si no habrá mucho por repartir, algo habrá que arranchar. Es más probable que consigas
ganancias alquilando congresistas que te eximan
de impuestos que incrementando la productividad
de tu empresa. O es
más probable que llegues a
fin de mes como minero informal que
buscando ese trabajo formal que no existe.
Y nos queda
la segunda pregunta:
¿puede revertirse la espiral en que estamos metidos? En
un mes lo conversamos.
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