sábado, 6 de agosto de 2011

El Impewrialismo: Teorías de la sucesión hegemónica. Imprevisible liderazgo europeo o asiático.

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El capitalismo se constituyó mediante un proceso de proletarización, centrado en la evolución del mercado laboral y no en los avatares del comercio mundial. Su origen nacional justamente obedece a un basamento social en la expropiación de los productores directos. El sistema sólo adoptó formas internacionales en la madurez de la acumulación. Las miradas centradas en el comercio privilegian los procesos de circulación en desmedro de la dinámica productiva y difunden una imagen de pan-capitalismo vigente desde siglo XVI. Estos enfoques conducen a observar los excedentes como simples resultados del intercambio y omiten su basamento en la plusvalía confiscada a los trabajadores. La teoría del capitalismo mundial atribuye la supremacía lograda por cada potencia, a su aptitud para amoldarse a la combinación de lógica económica y territorial vigente en cada etapa. Pero en realidad el primer criterio ha prevalecido sobre el segundo, a medida que maduró el capitalismo. Ambos parámetros no son equivalentes, puesto que el peso de la coerción económica aumenta al expandirse la acumulación.


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La profunda crisis -estructural y ciclica - que hoy vive el imperialismo, hace que este se torne más amenazante y peligroso.

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El imperialismo: Teorías de la sucesión hegemónica.


Imprevisible liderazgo europeo o asiático.


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Viernes 5 de agosto del 2011.


Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)



Resumen



Los pronósticos de reemplazo estadounidense por Europa, omiten la subordinación político-militar del Viejo Continente. No registran las inconsistencias de la estrategia comunitaria y la escasa aptitud de las antiguas potencias coloniales para comandar el imperialismo contemporáneo. Las previsiones de liderazgo hegemónico asiático basadas en Japón fallaron por omitir la dependencia del custodio norteamericano. Las nuevas situaciones de multipolaridad no anulan la subsistencia de un ordenador del capitalismo global.



La sucesión de liderazgos ha sido un elemento de la dinámica histórica, pero no una pauta inexorable de la evolución social. La atención excluyente a ese elemento diluye las diferencias que separaron a los distintos modos de producción. Jerarquiza la “historia por arriba” y presta escasa atención a las confrontaciones sociales. La dialéctica entre condicionantes estructurales y circunstancias azarosas no es compatible con un presupuesto de invariable reemplazo hegemónico.



Es incorrecto remontar el origen del capitalismo al siglo XVI, olvidando la compatibilidad del capital comercial con distintos regímenes sociales. El capitalismo no tuvo origen mundial y se asentó en procesos de expropiación social. Es un sistema basado en el imperativo de la competencia, la maximización de la ganancia y la explotación de los asalariados.



Es necesario reconocer las diferencias que separan a los imperios que antecedieron y sucedieron al surgimiento del capitalismo. La coerción extra-económica, la conquista de territorios y el establecimiento de colonias, difieren de las formas de opresión capitalistas. El imperio pleno del capital sólo irrumpió durante el siglo XX. Recordar esta cronología es vital desarrollar comparaciones adecuadas.



Algunos teóricos del declive norteamericano asocian cada etapa de la historia contemporánea con la preeminencia de una potencia hegemónica. Estiman que los candidatos a ejercer el futuro liderazgo emergerán de un eje europeo o de un centro asiático. Pero los indicios de este recambio son muy controvertibles.



¿Reemplazo europeo?



Los autores que vislumbran al Viejo Continente como la nueva región hegemónica estiman que la formación de la Unión, la consolidación del euro y las alianzas con Rusia afianzarán esa primacía. Consideran que este escenario podría cobrar forma antes del año 2025.



Otra previsión destaca que Alemania abandonará su obediencia a Washington e impondrá un perfil dominante en Europa. Afianzará su capacidad para sortear las crisis, con productividad creciente y ausencia de derroches bélicos. También señala que Estados Unidos intentará frenar este ascenso, aunque sólo ha conseguido alineamientos ocasionales y pérdida de autoridad, en un marco de escasa influencia de su aliado británico.



Un diagnóstico semejante es más cauteloso. Estima que Europa saldrá airosa si logra consolidar un mercado continental, gestionando su moneda, rivalizando con el dólar, recuperando preeminencia tecnológica y reactivando su presencia militar.



Pero la corroboración de estas caracterizaciones choca con la sistemática debilidad que exhibe la Unión Europea. Mantiene un persistente sometimiento a la OTAN y acompaña todas las agresiones que resuelve el Pentágono. La crisis reciente puso de relieve, además, la fragilidad económica y heterogeneidad de la Unión. Cada estado privilegió la defensa de sus propios capitalistas a costa del vecino, mediante aumentos del gasto público que deterioraron las finanzas comunitarias. Algunos países privilegiaron la continuidad de sus negocios con el Este, otros apuntalaron su actividad en África y ciertos estados jerarquizaron los acuerdos con América Latina. Esta falta de cohesión volvió a ilustrar la ausencia de un capital plenamente europeo. El grueso de las firmas se ha internacionalizado con más operaciones a nivel global que a escala continental.



El euro debió testear por primera vez su consistencia ante una gran convulsión y su sostenimiento obliga a un fuerte ajuste de las economías más frágiles. El anclaje que impuso el Banco Central con tasas de interés superiores a Estados Unidos obstaculizó la salida de la recesión.



La Unión Europea continúa una evolución imprevista. Se expande hacia el Este sin estrategias claras y busca un perfil institucional que no logra definir. Los criterios geográficos, históricos y culturales utilizados para legitimar la Comunidad, tampoco obtienen gran consenso. En comparación a la agenda imperial norteamericana, las propuestas europeas son inconsistentes. Estas limitaciones no son definitivas, pero indican una tendencia que se ratifica en cada conflicto internacional.



Probablemente esas carencias obedezcan al legado localista de una construcción continental basada en pequeños estados-naciones, que comparten cierta cultura pero no logran forjar una identidad común. Se ha creado una moneda y un área de libre-comercio, pero sin coherencia productiva y mercados de trabajo unificados.



Por estas razones el paradigma estadounidense continúa gravitando dentro de la propia Unión. Europa tuvo aptitudes para comandar el viejo colonialismo y el naciente imperialismo, pero no reúne por sí misma condiciones para liderar un estadio más global del capitalismo.



Las ventajas que mantiene Estados Unidos no provienen de la ética protestante, ni de la desregulación laboral. Esos rasgos no determinan la primacía imperial. Lo definitorio no es la superioridad militar que subrayan muchos comentaristas, sino la presencia de un estado acabadamente imperialista junto a la internacionalización de una clase dominante, más adaptada al contexto creado por la mundialización neoliberal.



Un período de mayores posibilidades de ascenso europeo quedó bloqueado con el fracaso del proyecto francés autónomo del gaullismo. Esa frustración fue seguida por consolidación del atlantismo, que generó el ingreso a la Unión del socio británico de Washington. Este desenlace reforzó a su vez la aplicación de políticas neoliberales, que tienden a destruir una arraigada cultura democrática. Ese legado mantuvo distante durante cierto período a Europa de las pautas político-sociales dictadas por Estados Unidos al resto del mundo. Pero en la actualidad esa tradición tiende a diluirse.



Las limitaciones del Viejo Continente para reemplazar la supremacía norteamericana se expresan, además, en la fragilidad de la política exterior europea y en las inconsistencias internas de la estrategia comunitaria. Hay dificultades para forjar un estado federal a escala continental y para erigir una clase dominante cohesionada, a partir de la unificación monetaria.



¿Sustitución asiática?



Los autores que localizan los desafiantes del poder norteamericano en la región asiática se apoyan en un dato incuestionable: el creciente desplazamiento económico del Atlántico hacia el Pacífico. Deducen de este viraje el surgimiento de un nuevo liderazgo imperial. Sus voceros estimaron durante la década pasada que Japón conduciría ese ascenso.



Esta evaluación se basaba en el comando nipón de un sistema de subcontratación manufacturero, compuesto por empresas integradas que externalizan sus actividades, aprovechando la baratura zonal de la fuerza de trabajo. Forjaron un modelo centrado en la exportación, la reducción de costos y la capacidad organizativo-empresaria. Se suponía que Japón transmitiría al resto de la región su esquema de productividad toyotista, inspirado en moldes patriarcales, rotaciones de equipos de trabajo y altísima disciplina laboral.



Pero el predicamento que tuvo ese diagnóstico durante los años 90 decayó abruptamente al comienzo del siglo XXI. El giro hacia una localización industrial en Oriente ha quedado confirmado. Sin embargo, el nuevo desenvolvimiento asiático incluye la presencia de grandes transnacionales norteamericanas (y europeas), depende de mercados de consumo ubicados en la tríada y ha perdido el liderazgo inicial de Japón. Este último retroceso es un elemento decisivo en todos los debates sobre la sustitución hegemónica de Estados Unidos.



La incapacidad nipona para continuar su despliegue obedeció a la continuidad de un modelo exportador, que no logró complementarse con mayor centralidad del mercado interno. A lo hora de consumar un giro hacia esta nueva prioridad, salieron a flote los límites de un desarrollo históricamente asentado en la austeridad, la estrechez del poder adquisitivo y el escaso peso del gasto familiar.



El fallido viraje hacia el consumo local condujo a un largo período de estancamiento, deflación y burbujas inmobiliarias, que persiste hasta la actualidad. Las corporaciones niponas tampoco pudieron consolidar su incipiente penetración en Estados Unidos. La oleada de adquisiciones empresarias que desató tantos escándalos en los años 90 concluyó sin pena, ni gloria y confirmó las dificultades del modelo nipón para la inversión foránea en gran escala.



Todas las expectativas de sustitución del modelo norteamericano por un esquema japonés quedaron desmentidas. Cuando la potencia asiática se transformó en la segunda economía del planeta y debió batallar con Estados Unidos, no encontró ningún camino parar batir a su rival. Al cabo de varias reyertas, Japón sostuvo el dólar, revaluó el yen, limitó las exportaciones y aceptó la reorganización financiera sugerida por Washington. Los excedentes nipones solventaron incluso gran parte de la reestructuración industrial y el gasto militar norteamericano.



Este desenlace obedece a causas políticas. El viejo imperio del sol naciente emergió de la Segunda Guerra como un país ocupado, carente de personal dirigente autónomo y sometido al mandato estadounidense. Esta situación inicial de protectorado se disipó con el tiempo, pero el país nunca recuperó una gestión política totalmente propia.



Japón representa un caso extremo de sometimiento a la protección militar del Pentágono. Carece de un ejército acorde a su desenvolvimiento económico y esta limitación explica la enorme debilidad del país frente a las presiones de su custodio. Es evidente que una potencia emergente no puede reemplazar el liderazgo establecido, renunciando al uso de la fuerza militar.



Este antecedente es importante a la hora de juzgar la actual irrupción de China, que es vista por los teóricos del ascenso japonés, como la nueva posibilidad de reemplazo norteamericano.



Pero esa eventualidad debería superar los escollos que no logró atravesar Japón. El nuevo emergente tendría que asegurar la continuidad de un crecimiento regional coordinado, no sólo en terreno monetario, financiero e industrial, sino también en el plano político-militar. China debería sortear muchos obstáculos, antes de convertirse en la cabeza de un conjunto de potencias (Japón) y economías (Corea del Sur, Taiwán), que han dependido mucho más que Europa de la protección norteamericana. El futuro de China como hegemonista mundial depende a su vez de la compleja variedad de procesos que acompañan al ascenso de las economías intermedias.



Muchos autores reconocen estas limitaciones y postulan diagnósticos más ambiguos. Estiman que la crisis del liderazgo estadounidense coexiste con la ausencia de un reemplazante a la vista. Consideran que esta situación abre un período de creciente desobediencia y multiplicación de las fuerzas centrífugas.



Pero este retrato conduce a evaluaciones contradictorias, que relativizan todas las tendencias en juego. Supone una declinación norteamericana sin reemplazante en un escenario puramente caótico, que no es compatible con el ejercicio de alguna autoridad internacional.



El problema de esta indefinición radica en olvidar que la vigencia del imperialismo presupone la subsistencia de fuerzas capaces de asegurar la reproducción global del capitalismo. Si la expansión de este sistema continúa es porque hay una estructura de dominación, que tiene un mando y despliega acciones bajo los órdenes de Estados Unidos.



Una controvertible recurrencia



Algunos teóricos de la declinación norteamericana presentan un esquema historiográfico de auges y ocasos de las potencias. Destacan que estos liderazgos emergieron al cabo de sangrientas guerras y desenlaces entre dos aspirantes a reemplazar al dominador. Al perder la batalla, ese conductor concluyó aceptando un rol de asociado menor.



Este enfoque considera que los candidatos actuales a la sucesión (de Europa o Asia) repiten la disputa que opuso en el pasado a Gran Bretaña con Francia (para sustituir a Holanda) y a Estados Unidos con Alemania (para reemplazar a Inglaterra). Esta pugna debería durar tres décadas y culminar con el desplazamiento norteamericano. Aunque también cabe la posibilidad que Washington posponga con acciones agresivas, la larga agonía que sufre desde los años sesenta.



Otro argumento semejante considera que los ascensos y las declinaciones concuerdan con fases de prosperidad material y expansión financiera. Ambos procesos conformaron ciclos sistémicos de acumulación, bajo hegemonía genovesa (siglo XV-XVII), liderazgo holandés (XVI- XVIII), supremacía británica (XVIII-XIX) y conducción americana (XX).



Estas teorías aportan un fundamento para el pronóstico de caída estadounidense, pero no explican por qué razón la sucesión de liderazgos constituye una pauta tan inexorable. Indican un elemento cierto de la dinámica histórica, pero que no opera como regulador de la evolución social.



El principal problema de las analogías expuestas es la omisión de las diferencias cualitativas que distinguen a cada hegemonía. Suponer que Estados Unidos seguirá la trayectoria previa de Holanda o Inglaterra requiere también postular la repetición de las confrontaciones que precedieron al surgimiento de esos imperios. Esas batallas no se han repetido desde la mitad del siglo XX. Los candidatos europeos o asiáticos al reemplazo norteamericano deberían adoptar, además, la actitud desafiante de sus antecesores y no la inclinación contemporánea a la asociación imperial.



Frente a estas dificultades, algunos autores optan por una versión atenuada de la tesis del declive. Estiman que Estados Unidos ha demostrado mayor capacidad de resistencia y ha creado una situación análoga a la larga declinación que sufrió España. Esa decadencia insumió siglos y podría repetirse, puesto que el gigante norteamericano apela también a los recursos que utilizaron Gran Bretaña, Turquía y Austria para posponer su declive.



Pero la presentación de procesos tan prolongados de regresión impide cualquier análisis concreto. Si el declive se consumará en el siglo XXIII: ¿qué sentido exacto tiene su caracterización actual? Es totalmente imposible analizar el significado de cualquier fenómeno en esos términos meta-históricos. Las magnitudes cronológicas en juego desbordan cualquier posibilidad de reflexión.



Un error metodológico más significativo proviene del tratamiento indiscriminado que se le brinda a modos de producción muy diferenciados. Para comparar el rol jugado por Roma, Holanda, Gran Bretaña y Estados Unidos, hay que reconocer la distancia que separa a los regímenes esclavistas, feudales y capitalistas. La atención excluyente en el auge y la declinación de estos imperios, suele omitir la brecha abismal que mantuvieron esos regímenes sociales.



Presuponer un destino predeterminado de sucesiones hegemónicas conduce a indagar todos los acontecimientos, en clave de auge y ascenso del comando mundial. En lugar de analizar el curso real del proceso histórico, se intenta registrar el cumplimiento de una ley pendular de la inexorable pérdida de gravitación del imperialismo norteamericano. En algunos casos este diagnóstico es postulado a partir de resultados coyunturales adversos para la dominación estadounidense. Pero se olvida que estos fracasos no revirtieron el continuado liderazgo de Washington.



El ascenso y declive de las potencias no es un proceso deductivo a priori. Tampoco puede evaluarse con estimaciones de los costos y los beneficios, que una u otra situación ocasiona a cada potencia. La perdurabilidad de una hegemonía global depende de condiciones políticas y sociales cambiantes, que no siguen pautas de liderazgos sustitutos. Presuponer esa secuencia implica vislumbrar todo el proceso histórico como un eterno retorno hacia lo mismo. Esta mirada es más afín a las filosofías fatalistas, que a los análisis materialistas de las causas que conducen a cierto liderazgo imperial.



Las hegemonías de las potencias han cumplido efectivamente un importante papel geopolítico, pero siempre presentaron un carácter limitado y dependiente de las relaciones sociales de fuerza. Por esta razón, el futuro papel de Estados Unidos no puede ser deducido de un destino de ocaso. Está directamente atado a la forma en que se mantendrá o no el sostén coercitivo del capitalismo.



La controvertida noción de auge y decadencia de las potencias está concebida en función del grado de adaptabilidad, que logra cada actor a cierto contexto geopolítico. Pero esta caracterización se torna muy unilateral cuando se observa sólo el comportamiento de las clases dominantes. Lo acertado es prestar especial atención al desenvolvimiento de la lucha de clases, en un marco de cambiantes condiciones objetivas.



El enfoque de las sucesiones propone muchas evaluaciones de la “historia por arriba”, que protagonizan las potencias rivales y aporta pocas observaciones de “la historia por abajo”, que procesan los sujetos populares. Esa mirada impide notar que la simple reproducción norteamericana de la declinación genovesa, holandesa o británica choca en la actualidad con la mayor gravitación contemporánea de las resistencias sociales.



Si se jerarquiza esta última dimensión, lo más importante es el análisis de la derrota del imperialismo estadounidense y no de su declinación. Ese primer resultado no surge de un devenir intrínseco de la historia, sino que emerge de la acción política popular. Lo que pone en peligro al intervencionismo norteamericano actual es justamente ese combate, cuyo estudio debe ser privilegiado al momento de evaluar el devenir de la primera potencia.



La teoría del declive contiene ingredientes de un determinismo muy extremo. En la discusión que suscita esa metodología frecuentemente se subrayan, también, los elementos de contingencia que incluye esa concepción. Se remarca que la transición de un liderazgo a otro está signada por un período de caos, con múltiples posibilidades de desenlace. El reemplazo de Gran Bretaña por Estados Unidos a fines del siglo XIX es presentado justamente como un ejemplo de influencias aleatorias, que pospusieron una secuencia de sustitución.



Pero una acertada dialéctica entre condicionantes estructurales y circunstancias azarosas no es compatible con el presupuesto del reemplazo hegemónico inexorable. La supremacía norteamericana atraviesa actualmente por una crisis, cuyo desemboque final es desconocido. No está escrito en ningún lado que concluirá con el ascenso de un contrincante o con el reciclaje del propio liderazgo, en otro contexto de asociación imperial.

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Debates historiográficos



La teoría de las sucesiones hegemónicas postula que las primeras conducciones se remontan a la formación del capitalismo como un sistema internacional en el siglo XVI. Algunos autores consideran que el imperialismo acumula también cinco centurias de existencia. Transitó por una etapa inicial de pillaje, un período posterior de supremacía comercial y una fase subsiguiente de liderazgo industrial-financiero. La reproducción global del capital no es vista como un estadio, sino un dato permanente del sistema desde sus orígenes.



Otras interpretaciones atribuyen las hegemonías imperiales inauguradas en esa época, a distintas combinaciones de lógica territorial (supremacía militar y control geopolítico) y lógica económica (manejo de los recursos escasos). El predominio de las ciudades italianas (Venecia, Florencia, Génova y Milán entre 1340 y1560) es explicado por el comercio de larga distancia, en complementariedad con el territorialismo ibérico. El liderazgo holandés (1560-1780) es presentado como una primacía de redes financiero-comerciales cosmopolitas actuando con sustento militar propio. El ciclo británico (1740-1930) es caracterizado por la implantación de colonos y un control de mares, que permitió imponer la primacía del libre-comercio y el patrón oro.



Finalmente el largo período americano (1870-2000?) es evaluado como una forma de territorialismo doméstico (expulsión de los indios e incorporación de inmigrantes), en una economía auto-céntrica que alcanzó status mundial hegemónico con la supremacía del dólar y Wall Street. Se supone que esta variedad de hegemonías operaron dentro de un mismo sistema de acumulación mundializado, que estuvo comandado por sucesivas instancias de ciudades estado (Génova), estados proto-nacionales (Holanda), estados multinacionales (Gran Bretaña) y estados continentales (Estados Unidos).



Con este mismo razonamiento, la teoría del sistema-mundo inscribe los distintos liderazgos imperiales (Holanda 1625-1672, Gran Bretaña 1815-1873 y Estados Unidos 1945-67), en un mismo soporte de economías capitalistas vigentes desde fin del Medioevo. Esta concepción define implícitamente al capitalismo por el predominio del comercio. Siguiendo a Pirenne y Braudel, ubica el nacimiento del sistema en el siglo XVI y le asigna un alcance mundial desde esa fecha.



Pero, en realidad, el capital mercantil sólo constituyó una precondición del desarrollo capitalista. Posteriormente esa modalidad aseguró los intercambios que reprodujeron al sistema y complementaron la extracción de plusvalía. El capitalismo se forjó nacionalmente en torno a este cimiento y desenvolvió paulatinamente un mercado mundial, articulando relaciones capitalistas, semi-capitalistas y pre-capitalistas. Un abismo histórico separa a los industriales que explotan a los asalariados de los comerciantes que intercambiaban productos en el siglo XVI.



Al identificar al capitalismo con el comercio se olvida que esa actividad es compatible con distintos modos de producción y no define la singularidad de un sistema basado en tres rasgos: imperativo de la competencia, maximización de la ganancia y explotación de los asalariados.



El capitalismo se constituyó mediante un proceso de proletarización, centrado en la evolución del mercado laboral y no en los avatares del comercio mundial. Su origen nacional justamente obedece a un basamento social en la expropiación de los productores directos. El sistema sólo adoptó formas internacionales en la madurez de la acumulación.



Las miradas centradas en el comercio privilegian los procesos de circulación en desmedro de la dinámica productiva y difunden una imagen de pan-capitalismo vigente desde siglo XVI. Estos enfoques conducen a observar los excedentes como simples resultados del intercambio y omiten su basamento en la plusvalía confiscada a los trabajadores.



La teoría del capitalismo mundial atribuye la supremacía lograda por cada potencia, a su aptitud para amoldarse a la combinación de lógica económica y territorial vigente en cada etapa. Pero en realidad el primer criterio ha prevalecido sobre el segundo, a medida que maduró el capitalismo. Ambos parámetros no son equivalentes, puesto que el peso de la coerción económica aumenta al expandirse la acumulación.



A partir de la supremacía norteamericana, el capitalismo se ha expandido sin necesidad de capturas territoriales equivalentes, ni imposiciones coloniales. Desde la mitad del siglo XX ya no rige el viejo paralelismo entre expansión económica y predominio geopolítico-militar. Comprender esta modificación es vital para caracterizar al imperialismo contemporáneo.



El imperio del capital



Es necesario reconocer las contundentes diferencias que separan a los imperios que antecedieron y sucedieron al surgimiento del capitalismo. En las primeras variantes prevalecía la coerción extra-económica, la conquista de territorios y el establecimiento de colonias. En las segundas predomina una modalidad de dominación opaca, impersonal y poco transparente. Las formas de opresión tampoco pueden subsistir en este caso sin acciones político-militares, pero su cimiento son las relaciones capitalistas.



Esta distinción permite retomar la separación establecida por Lenin entre variedades imperiales pre y pro capitalistas. Esta diferencia evita las comparaciones que ignoran la brecha existente entre formas de opresión económicas y extraeconómicas.



Los antiguos imperios de la propiedad como Roma, eran muy distintos a sus equivalentes actuales. Estaban asentados en el dominio de una aristocracia latifundista, que absorbía las elites de las regiones conquistadas. Mediante esa red se administraron los nuevos territorios reforzando la esclavitud, hasta que las invasiones bárbaras provocaron la fragmentación feudal, el colonato y la subdivisión de la propiedad. Otro imperio del mismo tipo rigió en China, pero en este caso sostenido en una burocracia jerárquica y centralizada, que bloqueaba el surgimiento de los señores locales.



España constituyó un tercer caso del mismo modelo, basado en la ampliación de la propiedad. El otorgamiento de tierra a cambio de servicios militares permitió la Reconquista frente a los moros y brindó una pauta para gestar el imperio hispanoamericano. Ese sistema de encomiendas para utilizar la fuerza de trabajo de los indígenas perduró, hasta que las elites americanas socavaron la autoridad de la inmensa burocracia colonial en un contexto de grandes rebeliones indígenas.



En ninguno de estos casos rigió la dinámica capitalista de la competencia por beneficios surgidos de explotación. Predominaron formas de captura territorial afines al gigantismo de Roma, pero totalmente alejadas de las formas de dominación del capitalismo contemporáneo. Las frecuentes analogías entre ambas situaciones olvidan esas divergencias cualitativas.



Estas asimetrías se verifican también en el análisis de todos los imperios comerciales del Medioevo. El entramado gestado en torno al mundo árabe-musulmán vinculó a comunidades dispersas, que sustituyeron la cohesión política por pautas religiosas. Estas normas aportaron un código de acción comercial y cultural para las elites urbanas (Bagdad, Cairo), pero ese nexo no implicaba imperativos capitalistas, en sociedades mayoritariamente agrarias y gobernadas por la lógica coercitiva de los impuestos.



En este mismo cimiento se asentaron las ciudades-estado italianas (Génova, Venecia, Florencia), controladas por aristocracias acreedoras de los monarcas, que operaban en el Mediterráneo mediante mercenarios y monopolios comerciales. Ese fundamento nutrió también a la enorme población urbana de la república de Holanda, que manejó las rutas marítimas con compañías comerciales, en desmedro de los tributos y la dominación territorial.



Ninguno de estos tres imperios comerciales alcanzó un status capitalista. Se regían por el principio de comprar barato y vender caro, es decir por mecanismos diferentes a la competencia de precios por reducir costos, aumentando la productividad y explotando el trabajo asalariado.



Este tipo de imperios pre-capitalistas fue sucedido por las distintas modalidades del colonialismo, que emergieron junto a las nacientes potencias europeas. Estos modelos contribuyeron a consumar la acumulación primitiva de capital, mediante la expoliación de América, la esclavitud de África y el saqueo de ultramar. Recurrieron a la disputa militar por territorios y al exterminio de la población local, para consumar esa depredación. El imperialismo contemporáneo incluye también brutalidades del mismo alcance, pero persigue objetivos de lucro basados en la explotación y no en el genocidio. Se desenvuelve apuntalando más la acumulación que el pillaje.



El colonialismo posterior asumió formas más próximas al capitalismo, especialmente en el modelo británico de establecimiento de poblaciones en las tierras apropiadas. Este esquema de asentamientos fue inaugurado en el laboratorio irlandés, junto a la introducción de novedosas reglas de beneficio, productividad e inversión en la agricultura. Esta forma de expansión alcanzó gran desarrollo en las colonias norteamericanas, donde una población huida de las guerras religiosas desarrolló prósperos farmers en conflicto con la metrópoli.



Esas modalidades pro-capitalistas sólo fueron instauradas por el colonialismo inglés en ciertas regiones. En el grueso del imperio se reconstituyó la esclavitud (Sur de Estados Unidos, Caribe) o se impuso la tributación colonial (India) para los asegurar mercados a la exportación manufacturera.



El colonialismo constituyó un eslabón intermedio en el proceso de surgimiento del imperialismo clásico, que alcanzó dimensión mundial entre 1880 y 1914. Pero incluso en ese período ya capitalista, existían todavía regiones divorciadas de la norma de la acumulación y por esta razón, la conquista territorial gravitaba frente a los imperativos económicos. El imperio pleno del capital irrumpió solamente durante el siglo XX. Recordar esta cronología es vital para ubicar todas las comparaciones en un terreno conceptual acertado.



Claudio Katz es economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).


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