domingo, 7 de agosto de 2011

ESTADOS UNIDOS: no tiene un problema de deuda, tiene una crisis de valores.

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Pero incluso cuando EE.UU. se vio obligado a volver a salir y aumentar billones (millones de millones) de dólares en gastos a corto plazo, como sucedió en 2009 y 2010, pudo hacerlo. Como posee la mayor economía del mundo y la única moneda aceptada sin problemas en cualquier parte del globo, EE.UU. es el único país que puede aumentar su límite de crédito y pedir prestado con suficiente éxito para utilizarlo. Antes de este debate, EE.UU. podía pedir al mundo cualquier cantidad de crédito que necesitara y la obtenía fácilmente. De hecho, en el clímax de la crisis financiera de 2009, había más gente en todo el mundo interesada en comprar deuda de EE.UU. que la que podía obtener. Cuando tiene que ver con nuestra deuda, especialmente en tiempos inseguros, mientras otras monedas globales se tambalean, la demanda de deuda de EE.UU. –en forma de bonos– puede superar la oferta.


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ESTADOS UNIDOS: no tiene un problema de deuda, tiene una crisis de valores.


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Imara Jones


Colorlines/Truthout








Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


El default era la mejor alternativa. El vergonzoso y peligroso acuerdo sobre el techo de la deuda promulgado ayer lo dejó claro. Tiene sus raíces en el grandioso pacto que la clase política hizo en 2008: salvar a Wall Street y permitir que el resto de EE.UU. se ahogue como en el caso del huracán Katrina. El plan succionará dinero de una economía desbaratada que no se puede permitir ese lujo y exigirá sacrificios a comunidades maltratadas y extenuadas que probablemente no puedan soportar lo que se les está pidiendo. Sin embargo, permitirá que los estadounidenses más acaudalados se salgan con la suya y –ésa es la trampa– se beneficien de la miseria exacerbada por el plan.


No tenía que ser así. En 2008, los demócratas fueron elegidos con las mayorías más elevadas en dos generaciones. El presidente podrá pensar que fue elegido para cambiar el tono en Washington, pero el electorado lo envió allí para cambiar de dirección. El pueblo estadounidense quería que reorientara la cultura política para alejarla de la defensa de los pocos extremadamente ricos hacia la del resto de la población.


Pero Obama sólo es el último en una lista de presidentes que, desde los años ochenta, apoyan la perversión de Ronald Reagan de los intereses comunes para establecer un conjunto de políticas que concentran la riqueza en un número cada vez más pequeño de personas. Debido al desastre financiero de 2008, deberíamos haber aprendido que ese enfoque simplemente no funciona –por lo menos no para el 90% de los estadounidenses que sobreviven con trabajo remunerado, en lugar del 10% que se gana la vida con inversiones-. Fue un recuerdo de un precepto crucial de la historia de EE.UU.: que el país crece mejor y más fuerte cuando su economía trabaja para todos.


En lugar de emprender una lucha continua por una economía justa, el aparato de toma de decisiones de la nación se ha retorcido en otro debate fútil sobre alternativas falsas, entre 1) calamidad económica y 2) más medidas que ayudarán a los dueños del capital de EE.UU. a enriquecerse aún más, creyendo que –de alguna manera– al hacerlo crearán una base más amplia y una prosperidad ampliamente generalizada. Pero que no haya dudas, la discusión que acabamos de concluir no tiene nada que ver con el mundo económico en el que vivimos. Todo era solo política.


Plena fe en el crédito


Para amañar esta crisis –y así satisfacer el clamor ilusorio de su base– el Partido Republicano vinculó dos cosas que habían permanecido separadas durante 235 años de historia estadounidense: la capacidad de EE.UU. de pedir prestado (el techo de la deuda) y los préstamos reales (deuda). De manera regular, desde el comienzo de la República, el Congreso ha votado para aumentar el límite crediticio de EE.UU. Se hizo más de cuatro veces bajo el presidente George W. Bush sin que se prestara mucha atención y con menos alharacas.


El aumento del límite de la deuda no tiene nada que ver con el uso efectivo del crédito que nos concedemos. De hecho, el techo de la deuda es como el límite de una tarjeta de crédito personal. Solo porque Mastercard o Visa aumentan tu capacidad de hacer compras de, digamos, 5.000 dólares a 20.000, no te obligan a ir al centro comercial y hacer inmediatamente compras por 15.000 dólares. El techo de la deuda tiene que ver con el potencial para pedir prestado, no con los préstamos reales.


Pero incluso cuando EE.UU. se vio obligado a volver a salir y aumentar billones (millones de millones) de dólares en gastos a corto plazo, como sucedió en 2009 y 2010, pudo hacerlo. Como posee la mayor economía del mundo y la única moneda aceptada sin problemas en cualquier parte del globo, EE.UU. es el único país que puede aumentar su límite de crédito y pedir prestado con suficiente éxito para utilizarlo. Antes de este debate, EE.UU. podía pedir al mundo cualquier cantidad de crédito que necesitara y la obtenía fácilmente. De hecho, en el clímax de la crisis financiera de 2009, había más gente en todo el mundo interesada en comprar deuda de EE.UU. que la que podía obtener. Cuando tiene que ver con nuestra deuda, especialmente en tiempos inseguros, mientras otras monedas globales se tambalean, la demanda de deuda de EE.UU. –en forma de bonos– puede superar la oferta.


Una razón clave por la cual los mercados han mostrado una confianza continua en la deuda estadounidense es que a diferencia de los problemas de deuda, como por ejemplo en Grecia y Portugal, los déficit de EE.UU. son en gran parte el resultado de política gubernamental en lugar de un problema estructural fundamental de la economía. La mayor parte de la deuda estadounidense desde 1980 es el resultado de recortes tributarios y guerras, primero las reducciones de impuestos de Reagan en los años ochenta y la intensificación de la Guerra Fría por su gobierno, luego los recortes tributarios de Bush y las guerras en Afganistán e Iraq. EE.UU. no tiene un problema de deudas; tiene un problema de valores.


Con una escala de valores diferente, nuestro problema deficitario podría eliminarse y reducir nuestra deuda. La nueva ley de la deuda especifica recortes por 2,5 billones de dólares. Si se permitiera que caducaran los recortes de impuestos de Bush para los que ganan 250.000 dólares y más se obtendrían 700.000 millones de dólares. Si a esto se suma el final de las guerras de Afganistán e Iraq, sería casi equivalente a todo el monto de recortes exigidos por la ley. Además si se permitiera que los recortes tributarios de la era Bush caducaran para todos los estadounidenses, y se permitiera que las tasas volvieran a las de los años del auge de los noventa, ingresarían otros 3,5 billones de dólares en el Tesoro de EE.UU., una suma casi equivalente a los planes de deuda más ambiciosos propuestos por cualquiera de los dos partidos.


Si EE.UU. pudiera reactivar la economía y restaurar el desempleo aunque sea a niveles moderados –digamos a un 7%– la cantidad de deuda requerida en los próximos 10 años se reduciría en un 50%. Eso porque, como en el caso de las personas, el aumento del ingreso disminuye la necesidad de utilizar crédito. Incluso una recuperación moderada resolvería una parte significativa del problema. Por lo tanto toda la conversación sobre la deuda fue equivocada y desorientada. Con el mayor desempleo y subempleo desde la Gran Depresión, el problema era, es, y sigue siendo, la creación de empleo.


El engaño del TARP.


Bajo la presión de la codicia y del fraude de los bancos, como lo explica detalladamente la Comisión de Servicios Financieros del gobierno, los puestos de trabajo desaparecieron a un ritmo récord tras la crisis financiera de 2008. Los dirigentes políticos y económicos de EE.UU. convencieron al público de que la recién infectada economía solo se podía sacar del atolladero mediante un rescate de la fuente del problema: Wall Street financiado con fondos públicos.


Mediante el Programa de Alivio de Activos con Problemas (TARP), irónicamente, se pedía a los que tenían que abandonar sus casas que financiaran a los mismos bancos e instituciones de servicio hipotecario que habían utilizado medios potencialmente ilegales para hacer que los contribuyentes estadounidenses aceptaran préstamos peligrosos y deudas tóxicas. Aunque aborrecible, las autoridades financieras de Washington decían que era necesario. El secretario del Tesoro y ex de Wall Street Hank Paulson –quien se puso literalmente de rodillas frente a la presidenta de la Cámara de entonces Nancy Pelosi para implorar su apoyo– prometió que el TARP inyectaría dinero a las instituciones financieras, estabilizaría los precios de las viviendas, reanimaría la economía y detendría la pérdida de puestos de trabajo. Con el transcurso del tiempo, el Congreso controlado por los demócratas llegó a aceptar que los intereses de Wall Street y los de los estadounidenses de a pie eran los mismos.


Aunque fue promulgado por Bush, el TARP fue casi enteramente administrado por el presidente Obama y el secretario del Tesoro Tim Geithner. Utilizó 700.000 millones de dólares de dineros públicos, que hubo que pedir prestados, para apoyar a los bancos. Más importante aún, la Reserva Federal permitió que los bancos utilizaran como colateral las hipotecas tóxicas de alto riesgo contabilizadas, para tener acceso a más de 1 billón de dólares en dinero del gobierno con poco o ningún interés. Para los bancos era dinero gratuito.


Pero no utilizaron ese dinero gratuito para mantener a las familias en sus casas o para financiar industrias que crearan empleo, como habían prometido. En su lugar lo destinaron a hacer negocios por cuenta propia: básicamente casinos privados legalizados que las firmas utilizan para apostar a movimientos en los precios de las acciones. El juego subvencionado con dineros públicos en Wall Street llevó a que 2010 fuera el año mejor remunerado de la industria financiera de todos los tiempos.


Entretanto, los estadounidenses sufrieron un desempleo de dos dígitos, el nivel más bajo de propiedad de viviendas en 40 años, 12 billones de dólares en riqueza eliminada y los peores indicadores económicos para gente de color en casi dos generaciones. La brecha racial de la riqueza creció a 20 a 1, impulsada por una crisis de ejecuciones hipotecarias en los barrios negros y latinos que sigue aumentando, mientras la pobreza y el hambre llegaba a tasas récord. El salvamento de Wall Street no salvó a EE.UU.


No obstante, ahora tenemos una ley de límite de la deuda basada en los mismos argumentos de “paso-directo-al-Apocalipsis” utilizados para conseguir que se aprobara el TARP. A diferencia de 2008, este lío se creó virtualmente de la nada. Pero sirvió como una plataforma útil para imponer un programa que deterioraría la capacidad de los estadounidenses de a pie para salir adelante mientras favorecía los intereses de una minoría económica enriquecida y jactanciosa.


Como en el caso del TARP, los demócratas hicieron pronósticos de un Apocalipsis económico si no cedían a las exigencias republicanas. No se entregarían cheques del gobierno, los mercados de bonos caería en crisis, los bancos no podrían prestar dinero, las tasas de interés para hipotecas aumentarían vertiginosamente, una economía ya débil retrocedería precipitadamente y la recuperación sería inimaginable. El único camino hacia adelante, terminaron por acordar ambos partidos, era reducir los gastos de ayuda del gobierno para los más necesitados durante una crisis excepcional, así como las inversiones necesarias para asegurar un crecimiento económico equitativo y una sociedad en funcionamiento: escuelas, carreteras y puentes, hospitales, etc. Es un arañazo gigantesco que distorsiona la realidad económica.


La capacidad de pedir dinero prestado y los recortes en los gastos del gobierno no tienen nada que ver entre sí. Pero en realidad el debate nunca tuvo que ver con principios económicos o financieros; se trataba de política.


El Partido Demócrata de Ronald Reagan.


El Tea Party se puede presentar como una asociación informal de populistas comunes y corrientes, pero en realidad es una colección de elitistas económicos. Fundado por los reservados hermanos multimillonarios Koch, los republicanos del Tea Party creen que los puestos de trabajo solo los crean los ricos. La llave del crecimiento económico, desde su punto de vista, es reducir los gastos del gobierno y transferir todos los ahorros –mediante la reducción de impuestos– a los extremadamente acaudalados. Es una fórmula extraña en la que creen demasiados, en toda la capital y en ambos partidos.


La visión del mundo del Tea Party en realidad es una versión un poco menos intensa de la de Ronald Reagan. En 1980, Reagan llegó al poder gracias al argumento de que el gobierno era el problema, no la solución. Presionó por recortes en los gastos gubernamentales que no tuvieran que ver con la defensa y por la reducción de impuestos para los ricos. El resultado fueron los mayores déficit desde la Segunda Guerra Mundial. También fue el candidato de Wall Street, y Wall Street prosperó muchísimo gracias a su programa de desregulación financiera, que en última instancia gravó más los ingresos obtenidos mediante el trabajo que los resultantes de inversiones.


Aunque era débil en lo económico, Reagan fue un éxito político. Hasta tal grado que los demócratas adoptaron e implementaron su filosofía económica: reducir el gobierno y transferir riqueza al sector privado. La amplia base de la aceptación de la filosofía de Reagan por toda la clase política es el verdadero problema económico. Inconscientemente, muchos demócratas han aceptado el dogma subyacente del Tea Party incluso si detestan su manifestación más extrema, representada por los insurgentes del Tea Party elegidos en 2010.


Ya que los demócratas cedieron hace tiempo el campo filosófico básico a Reagan y su progenie, lo que pasó esta semana esencialmente es una discusión entre personas que están de acuerdo. La mitad de los demócratas en la Cámara de Representantes y casi un 90% de los demócratas en el Senado votaron por la ley de la deuda.


Aunque se cuestiona al Tea Party en cuanto a los hechos, cuando se trata de la relación entre deuda, déficit y empleo, su ideología –y el poder desde la base que tiene que ver con ella– agrega impulso a este cambio filosófico mayor de las elites de ambos partidos. La “crisis” del techo de la deuda y la ley de la deuda, como antes el TARP, han sido solo la última vuelta de una conversación decreciente sobre el futuro económico de EE.UU.


Pero después de lograr sus metas políticas más amplias con su aprobación, el objetivo económico sigue siendo un enigma para los dirigentes de Washington. Disfrazada como un plan de reducción de la deuda, la ley no hace realmente casi nada para reducir el mar de deudas del país. De uan manera peculiar exige que EE.UU. reduzca los gastos del gobierno por el monto del aumento estimado en el límite crediticio de la nación. Es como reducir los gastos del hogar por el monto del límite de deuda de una tarjeta de crédito. Todo lo que se logra es provocar dolo innecesario sin motivo.


El hecho es que la nueva ley de la deuda del país muestra hasta qué punto ha llegado la bancarrota del sistema político. Y lleva a que los que propugnan una economía que asegure resultados para todos consideren lo impensable: que el default habría sido la mejor alternativa. Con el default habría habido una aflicción económica generalizada tan inconmensurable que incluso los planificadores financieros y los gerentes de los fondos de alto riesgo no podrían encontrar una manera de evitarla. Las consecuencias habrían sido desastrosas. Pero por lo menos habrían sido compartidas por todos.


El mal evaluado enfoque de Washington en esta “crisis” inventada de la deuda revela que estamos mucho más allá de pensar en lo que es correcto desde el punto de vista económico; nos queda lo que es justo desde el punto de vista social en una democracia. Y simplemente es poco escrupuloso que tantos sufran mientras unos pocos se benefician. Es lo que se consagró en el acuerdo de la deuda amañado por un Partido Republicano rehén de una rabiosa insurgencia del Tea Party y que fue facilitado por un presidente más que dispuesto a abandonar los principios en nombre de la paz. No consiguió ni lo uno ni lo otro y la gran mayoría de los estadounidenses son los perjudicados.


Imara Jones es un bloguero que vive en Nueva York y escribe, entre otros temas, sobre justicia económica, para Colorlines. Su sitio en la web caffeineator.com publica incisivos comentarios sobre nuestro mundo perturbado y trabaja como editor de www.slaveryblog.org, un recurso informativo en línea sobre el tráfico transatlántico de esclavos y el mundo africano-atlántico. También es creador y copresentador de caffeinetv un programa de televisión en línea que se encuentra en desarrollo. Antes de caffeinetv, Imara tuvo puestos en Viacom –donde su trabajo obtuvo dos premios EMMY y un Peabody– así como en la Casa Blanca de Clinton. En 2006, Imara fue identificado por el Foro Económico Mundial como Joven Líder Global; tiene una maestría en economía de la Escuela de Economía de Londres. Fluido en portugués, Salvador, Bahía, es la segunda patria de Imara. Sígalo en Twitter: @imarajones.


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