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“La pregunta central, por tanto, no es si China
superará a Estados Unidos. La pregunta más profunda y angustiante
es: ¿puede el capitalismo occidental, en su forma financiarizada
actual, superar su propia lógica suicida? ¿Puede reanimar su agotada fase productiva
antes de que el centro de gravedad del capitalismo mundial se mude
definitivamente a Asia? La advertencia de Jim Farley, cargada de
un terror visceral, es el reconocimiento de este cambio de era. No
es el miedo a un competidor, sino el pánico a haberse convertido en
el espectador de su propia irrelevancia. La historia, como bien lo
previó Arrighi, está en movimiento. Y el sonido que escuchamos
no es el de las cadenas de montaje chinas, sino el de los
ciclos hegemónicos girando una vez más mientras Occidente,
hipnotizado por los números verdes en una pantalla, se pregunta
qué salió mal. La respuesta, incómoda y crítica, es que confundió
la riqueza con el dinero, y en ese error, olvidó cómo se crea la primera.
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Fuentes: El tábano economista [Imagen: el CEO de Ford, Jim Farley, y el automóvil chino Xiaomi SU7]
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CAPITALISMO LÍQUIDO VS. CAPITALISMO SÓLIDO.
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Por Alejandro Marcó del
Pont | 23/10/2025 | Economía
Fuentes. Revista Rebelión viernes 24 de octubre del 2925.
Esta es la nueva guerra interna del
capitalismo occidental (El Tábano Economista)
No fue una simple visita de negocios. Fue una revelación, una sacudida
para la psique corporativa occidental. Jim Farley, director ejecutivo de
Ford Motor Company, una institución que encarna más de un siglo de
hegemonía industrial estadounidense, recorrió las fábricas chinas y regresó a
casa usando un adjetivo poco común en el léxico autocomplaciente de los
consejos de administración: «aterrado». Lo que vio no era
simplemente una mano de obra más barata o una eficiencia incremental. Era un
ecosistema tecnológico de otro mundo, una velocidad de iteración que
parecía desafiar las leyes de la física económica occidental. Vehículos
eléctricos con software de conducción autónoma y sistemas de
reconocimiento facial tan avanzados como asequibles, fabricados con una calidad
que, en sus propias palabras, hacía
palidecer lo producido en Occidente.
Este estupor no es anecdótico, es
sintomático. Es la
punta del iceberg de una convulsión estructural que está reconfigurando
el orden global. Por un lado, el capitalismo financiarizado de Occidente,
obsesionado con la extracción de valor y los rendimientos espectaculares a
corto plazo. Por el otro, el capitalismo productivo-estatal de China,
enfocado en la creación de capacidad material y la dominación tecnológica a
largo plazo.
No se trata meramente de una competencia geopolítica entre naciones, sino del choque de dos futuros capitalistas radicalmente distintos, donde el futuro del empleo, la soberanía tecnológica y el propio estatus civilizatorio de Occidente están en juego. Esta es la crónica de un ocaso hegemónico anunciado por los patrones de la historia y acelerado por la miopía de unas élites que confundieron la ingeniería financiera con el progreso.
El capitalismo occidental,
particularmente en su
encarnación anglosajona, ha experimentado una mutación fundamental desde
la década de 1980. Abandonó progresivamente su alma productiva para
abrazar las finanzas. Este modelo, que podríamos denominar «capitalismo
de casino», se caracteriza por la primacía absoluta del valor para
el accionista sobre cualquier otra consideración, ya sea productiva, social
o estratégica. Este dogma se traduce en un conjunto de prácticas
extractivas que han vaciado la capacidad industrial de Occidente:
– La tiranía de la recompra: en lugar de invertir capital
en investigación y desarrollo, en la modernización de plantas obsoletas o
en la capacitación de una fuerza laboral de alta calidad, las corporaciones
destinan sumas astronómicas a recomprar sus propias acciones en el
mercado abierto. Este artificio contable, legalizado en 1982, no
crea ni un solo bien tangible, ni un nuevo proceso productivo.
– El cortoplacismo como doctrina: la
presión por generar rendimientos trimestrales cada vez más altos ha instaurado una tiranía del
presente. Esto ha llevado a una desinversión sistemática en la
economía real. Las áreas productivas son desmanteladas, no por ser inherentemente
inviables, sino por no ser suficientemente rentables en
el horizonte miope de Wall Street.
– La quimera del crecimiento por adquisición: en este ecosistema, es más racional —y más rápido— crecer comprando competidores o empresas de sectores adyacentes que mediante la ardua y lenta expansión orgánica de la capacidad productiva interna. Las fusiones y adquisiciones se convierten en el mecanismo preferido de crecimiento, creando conglomerados financieros gigantescos pero frágiles, cuyo valor reside más en su poder de mercado y en sus sinergias contables que en su capacidad innovadora o manufacturera.
El resultado de esta mutación
financiera es lo que
los economistas heterodoxos denominan una «huelga de capital
silenciosa». El capital, en su forma líquida y especulativa,
se niega a ser invertido en la economía productiva. ¿Para qué arriesgarse
en la construcción de una fábrica, con sus largos períodos de amortización,
cuando se pueden obtener rendimientos superiores y más rápidos
especulando con derivados, divisas o recomprando acciones? El sector financiero,
que en su origen tenía la función social de canalizar el ahorro
hacia la inversión productiva, ha dejado de ser un servidor para
convertirse en un parásito de la economía real.
Frente a este modelo, China ha
construido, con una disciplina
espartana, un capitalismo de Estado orientado a la producción. Su
sistema no niega el mercado, pero lo subordina de manera
incuestionable a los objetivos estratégicos de la nación.
Aquí, la lógica no es la maximización del valor para el accionista,
sino la maximización de la capacidad productiva nacional como
pilar del poder geopolítico.
Mientras Wall Street se especializaba en crear productos financieros cada
vez más esotéricos, Pekín se especializaba en crear la infraestructura
productiva del siglo XXI: fábricas gigantescas, puertos de ultramar,
redes de ferrocarril de alta velocidad y una cadena de suministro de
energías renovables que domina el mundo. Esta es la base
material del desafío chino, y es lo que la lógica financiera de
Occidente no puede comprender, y mucho menos replicar.
La narrativa de que la
financiarización es
una fase «superadora» o «más evolucionada» del capitalismo es una
ilusión peligrosa. La obra del historiador económico Giovanni Arrighi,
en su magistral libro «El
largo siglo XX«, proporciona el marco teórico para entender este
fenómeno no como una innovación, sino como un patrón recurrente que
señala el ocaso de una potencia hegemónica.
Arrighi identifica una serie de ciclos sistémicos de acumulación, cada uno liderado por un poder sucesivo (Génova, Gran Bretaña y Estados Unidos). Cada ciclo atraviesa dos fases distintivas.
Por un lado, la de expansión
productiva. El nuevo
hegemón emerge con un modelo superior de organización productiva y comercial. Génova controló
las finanzas. Gran Bretaña impulsó la Revolución Industrial
y se convirtió en el «taller del mundo». EE.UU. dominó la
producción en masa fordista y la línea de montaje. En esta fase,
el capital se invierte principalmente en la esfera real de la
producción: infraestructura, fábricas, comercio, tecnología. El
crecimiento es tangible y se basa en una ventaja productiva clara.
La segunda fase, la expansión
financiera, por otra
parte, se da cuando llega un punto de saturación en la producción. La competencia
aumenta, los beneficios de la producción real disminuyen y la
hegemonía empieza a ser desafiada. En este momento, el hegemón en
declive experimenta una «mutación»: el capital, al
encontrar menores oportunidades de lucro en la producción, migra
hacia la esfera financiera. La economía se financiariza. El
centro del sistema deja de ser la producción de bienes para
convertirse en la acumulación de dinero a través de instrumentos
financieros cada vez más complejos y especulativos.
El patrón descrito por Arrighi se ajusta de manera casi
perfecta a la trayectoria de EE.UU. Fase productiva (1945-1970s): dominio
absoluto de la manufactura global, patrón oro-dólar, Estado de Bienestar
y la era del «arsenal de la democracia» y la fábrica
del mundo. Punto de inflexión (década de 1970): crisis del
petróleo, fin de Bretton Woods, resurgimiento de competidores (Alemania,
Japón). La rentabilidad industrial comenzó a caer. Fase
financiera (1980-presente): con Reagan y Thatcher se desata la financiarización.
El capital abandona la costosa y competitiva producción nacional y busca
rendimientos en Wall Street: relocalización, recompras de acciones,
derivados, titulizaciones, mercados de deuda. El «largo
siglo XX» estadounidense está mostrando los mismos síntomas
terminales que sus predecesores.
La paradoja y el conflicto geopolítico quedan expuestos por Arrighi al señalar que, durante esta transición, el dominador en declive (financiero) y el aspirante (productivo) se vuelven interdependientes y antagónicos al mismo tiempo. La interdependencia, el capital excedentario de la fase financiera de EE.UU. fluyó hacia China para financiar su boom productivo, buscando los altos rendimientos que ya no encontraba en casa. Esto alimentó la máquina china.
El antagonismo llega cuando el poder
financiero se da
cuenta de que está alimentando a su propio verdugo. La dependencia se
vuelve estratégicamente insostenible. De ahí las intervenciones
temporalmente (expropiación encubierta) mediante una ley de emergencia,
de los Países Bajos, por ejemplo, a la empresa china Nexperia, filial
a su vez de la compañía del ‘gigante asiático’ Wingtech Technology
de chips: son los intentos del viejo orden (Occidente
financiarizado) por protegerse del ascenso del nuevo orden (China
productiva), rompiendo la misma simbiosis que lo enriqueció.
Esta es la gran paradoja: Occidente, tras desmantelar deliberadamente
su propia capacidad productiva en nombre de la eficiencia financiera,
ahora se ve obligado a recurrir a la intervención estatal —subsidios masivos,
como la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) en EE.UU., la Ley
de Chips europea, bloqueos— para intentar resucitar industrias
que su propio modelo de negocio hizo morir. Es una carrera contra
reloj y la lógica financiera cortoplacista sigue siendo un lastre
formidable. ¿Invertirán las empresas los subsidios estatales en I+D a
largo plazo o los utilizarán para nuevas rondas de recompras
que inflen sus cotizaciones?
La intervención estatal, tan denostada
durante el auge del
neoliberalismo, ya no es una opción ideológica, sino una necesidad de supervivencia
nacional. El capitalismo financiarizado es estructuralmente incapaz de
autorreformarse a la velocidad que la crisis exige, porque toda su
arquitectura de incentivos premia el cortoplacismo y castiga la inversión
productiva a largo plazo.
La pregunta central, por tanto, no es
si China superará a Estados Unidos. La pregunta más profunda y angustiante es:
¿puede el capitalismo occidental, en
su forma financiarizada actual, superar su propia lógica suicida?
¿Puede reanimar su agotada fase
productiva antes de que el centro de gravedad del capitalismo mundial se mude
definitivamente a Asia?
La advertencia de Jim Farley, cargada de un terror visceral,
es el reconocimiento de este cambio de era. No es el miedo a un
competidor, sino el pánico a haberse convertido en el espectador de
su propia irrelevancia. La historia, como bien lo previó Arrighi,
está en movimiento. Y el sonido que escuchamos no es el de las cadenas
de montaje chinas, sino el de los ciclos hegemónicos girando
una vez más mientras Occidente, hipnotizado por los números verdes
en una pantalla, se pregunta qué salió mal. La respuesta,
incómoda y crítica, es que confundió la riqueza con el dinero, y en ese
error, olvidó cómo se crea la primera.
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