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“Durante
la agonía de 2001, el profesor Rudi Dornbusch del MIT, un economista
de la síntesis neoclásica –esa corriente que intenta maquillar la esencia más depredadora del neoliberalismo,
un keynesianismo con salvoconducto para
el explotador–, se convirtió en un oráculo
siniestro para Argentina. Mientras la Ley de Convertibilidad se resquebrajaba, y el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo declaraba que el presidente se había quedado sin «apoyatura política», Dornbusch exponía su diagnóstico sin anestesia: “La verdad es que la Argentina
está quebrada. Está quebrada económica, política y socialmente. Las
instituciones no funcionan, el gobierno no es respetable, su cohesión social ha
colapsado”.
“Su
receta era la humillación final: “El sistema político está
sobrepasado y debe ceder transitoriamente su soberanía en el manejo de los
asuntos financieros”. Argentina, argumentaba, debía reconocer humildemente que, sin una masiva ayuda e
intervención externa, no podría salir
del desastre. Hoy, esos ecos resuenan con una fuerza aterradora. Siempre existe una solución antes de
entregar la nación. En 2002, fue
la pesificación asimétrica, una medida ortodoxa y dolorosa. Quizás esta vez, se pueda ceder «transitoriamente» el manejo financiero a
alguien tan «responsable» como el secretario
del Tesoro estadounidense, un funcionario
que, a fin de cuentas, está a las órdenes
de los vaivenes de la política de un sociópata. Todo, se nos dirá, sea por
salvarnos de convertirnos en un Estado
fallido. Pero la pregunta que queda
flotando, en medio de este concierto de elites unidas para facilitar el
desastre económico, es si la cura no es, en realidad, una forma más lenta y tecnocrática de lograr exactamente el
mismo resultado.
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ARGENTINA: UN CONSENSO PARA EL ABISMO.
*****
Por Alejandro Marcó del Pont. 07/102025/ Argentina Economía
Fuentes. Revista
Rebelión martes 7 de octubre del 2025.
Élites,
capitales, y el ajuste como destino (El Tábano Economista)
El grito
cinematográfico de Rod Tidwell,
aquel receptor de fútbol americano en la película Jerry Maguire, ¡suplicando «!
Show me the money!» (¡Muéstrame el
dinero!), ha trascendido la pantalla para convertirse en un eco grotesco de
la diplomacia financiera contemporánea. En
un giro tragicómico de la geopolítica, es el presidente argentino quien, en
la realidad, se encuentra en la posición de tener que exigirle algo similar al secretario del Tesoro estadounidense y a la
sombra aún alargada de Donald Trump.
Sin embargo, en este juego de altas finanzas, el dinero prometido es tan espectral como las
condiciones que lo rodean, operando bajo una lógica perversa donde la mera
expectativa de un rescate basta para
mover los mercados, una teoría que el propio
J.P. Morgan esgrimió en su día: el valor se crea con la promesa, no
necesariamente con la materialización. Lo que ocurrió en Argentina en un solo día, con un repunte bursátil efímero, pero significativo tras el anuncio de un auxilio financiero, es un manual vivo
de esta psicología económica
aplicada a estados nacionales en
situación de vulnerabilidad.
El paquete de
rescate propuesto para la Argentina emergió, en su concepción
inicial, como un artefacto de una complejidad deslumbrante, una mezcla enredada de intereses geopolíticos,
alianzas ideológicas forjadas en el laboratorio del libertarismo con conexiones financieras que olían más a
camarilla que a la política de Estado
formal. Hubo un momento, brevísimo, en el que pareció primar una visión
estratégica, aquella esbozada en la idea de un «Renacimiento hemisférico» de Estados Unidos, donde Argentina podía
servir como un laboratorio de influencia contra potencias extracontinentales. Pero esa visión grandilocuente, si es
que alguna vez fue sincera, se disipó con celeridad, dejando paso a una
mecánica más cruda y reconocible: la
aplicación metódica de lo que la periodista Naomi Klein bautizó como «la doctrina del shock«.
Esta teoría,
lejos de ser una mera especulación académica, describe con precisión cómo el capitalismo
contemporáneo encuentra su momento óptimo de expansión no en la estabilidad, sino en el caos. Es en el fragor de la crisis, cuando la ciudadanía, aturdida por el pánico y la incertidumbre, se le pueden implantar con menor
resistencia las políticas más radicales
e impopulares. La
privatización de lo público, el desmantelamiento
regulatorio, la estatización de
deudas privadas que fueron
contraídas en el ámbito de la
especulación más pura, todo un menú
de reformas que en condiciones
normales encontrarían una feroz oposición social, se presenta entonces como la única tabla
de salvación, un amargo medicamento
necesario.
El
vaciamiento programado de la Argentina
parece haberse echado a andar siguiendo
este guion al pie de la letra, pero
con un agregado peculiar y adverso: la anuencia, casi unánime, de los actores que tradicionalmente encarnaban la disputa política. Los medios
de comunicación concentrados, lejos
de ejercer una labor de contralor, han
operado como caja de resonancia de un relato catastrofista que justifica el desmontaje. La oposición política en su conjunto,
con contadas y honrosas excepciones, ha subido el pulgar no contra el gobierno, sino a favor de un consenso tácito sobre los fundamentos del modelo, disputando apenas las formas, nunca el fondo. Es como si una elite, cuyos
intereses trascienden las siglas partidarias, hubiera decidido poner fin a la
experiencia Milei.
¿Por qué
resulta plausible, incluso probable, esta hipótesis? Por la sucesión
de acontecimientos insólitos, casi surrealistas,
que han ido saliendo a la luz pública,
pero que han sido tratados con una
discreción que raya en la
complicidad. Pareciera que el
tiempo que resta hasta las elecciones
está destinado a transcurrir en un estado
de perpetua conmoción: noticias
diseñadas para desestabilizar, fugas
de capitales metódicas y previsibles, el retroceso persistente de bonos y acciones, el índice de riesgo país escalando
como un termómetro de la
desconfianza autoinfligida, y hasta
la irrupción de candidatos con presuntas
financiaciones de origen narco.
Cada uno de
estos elementos, por separado, sería un terremoto político; en conjunto, y
con la cobertura que reciben, sellan
un horizonte de incertidumbre
que resulta funcional a un objetivo
preciso: debilitar cualquier atisbo de gobernabilidad y presentar el escenario postelectoral como un abismo inevitable. El umbral de una crisis devaluatoria y de gobernanza que evoca deliberadamente el fantasma de 2001,
como si la historia no solo se repitiera, sino que fuera inducida a repetirse.
En este
tablero, la Casa Blanca, o al menos algunos de sus actores clave, pareció presa de una vacilación calculada.
Las dudas no surgían sobre la ortodoxia económica del gobierno argentino,
que es incuestionablemente del agrado
de Washington, sino sobre la capacidad política del presidente para
llevar a cabo todas las reformas necesarias
para coronar el salvataje prometido. Esta tensión quedó de manifiesto en
los diálogos entre el secretario del Tesoro y el ministro de Economía argentino, conversaciones
destinadas a establecer una hoja
de ruta para activar los mecanismos de auxilio.
Una
fotografía, aparentemente casual, de los
mensajes de texto del secretario del Tesoro, Scott Bessent, tomada por
Associated Press durante una sesión en las Naciones Unidas, actuó como un
destello del trato. En ella, se podía leer un intercambio con la secretaria de Agricultura, Brooke Rollins, que decía:
«Ayer rescatamos a Argentina y, a cambio, los
argentinos eliminaron sus aranceles de exportación de granos,
reduciendo su precio, en un momento en que normalmente estaríamos vendiendo a
China». La confesión era tan explosiva
como ingenuamente expuesta. En efecto, ¿por qué Estados Unidos ayudaría a rescatar a Argentina si, como consecuencia, esta les arrebata el mayor mercado a sus propios productores de soja?
Estas
declaraciones abrieron un debate profundamente incómodo en torno al
paquete de auxilio por 20.000 millones de dólares, que pretendía sonar a política de Estado duradera, pero que en este caso tiene todo el aroma de
un traje hecho a la medida para beneficiar a unos pocos. La jugada maestra anunciada por Bessent significó, en la práctica, un rescate
encubierto para un viejo amigo: Rob
Citrone, el multimillonario dueño
del fondo Discovery Capital, un actor que, según documentan
de medios especializados,
obtiene ganancias astronómicas de alrededor de dos millones de dólares diarios especulando con la volatilidad argentina. El dato no es menor: el 14 de abril pasado,
cuando Bessent visitó a Milei en
la Casa Rosada para brindarle su
respaldo político, en un acto de un
simbolismo abrumador, también lo hizo Citrone.
Paralelamente,
y no de manera inocente, la maquinaria de los medios concentrados y las redes
sociales se activó con una sincronización pasmosa para exponer un escándalo de una magnitud y una naturaleza específica. El candidato a diputado nacional por La Libertad Avanza, José Luis Espert y actual presidente de la Comisión de Presupuesto y
Hacienda de la Cámara de Diputados, fue
acusado de mantener vínculos con el narcotráfico y de recibir financiamiento ilícito para su campaña.
Se exhibieron comprobantes de transferencias por 200 mil dólares desde una
cuenta del Bank of America,
documentos que forman parte de una investigación judicial en Texas, y hasta se mencionaron 36 vuelos en aviones vinculados al crimen organizado.
El escándalo,
bautizado con el nombre del candidato,
estalló con una fuerza viral
calculada: 384 mil menciones en un
brevísimo lapso, lo que generó una ola
de rechazo que golpeó al gobierno en plena campaña bonaerense. La imagen de un presidente apostando
a un candidato supuestamente financiado
por el narco lo deja en una posición de extrema debilidad, no solo ante su
propia sociedad, sino, y quizás esto sea lo más crucial, ante sus «socorristas» en Washington. La
administración estadounidense, cuya narrativa central sobre el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela es la de que «lidera una de las redes de tráfico de cocaína más grandes del mundo»,
no puede permitirse, al menos en la
superficie, un aliado que coquetee con esa misma sombra. La sincronía es
demasiado perfecta para ser una
casualidad; es el ruido de fondo necesario para el caos, un recordatorio de que
existen herramientas no financieras para
presionar y disciplinar.
Nada de esto
ocurre en el vacío. Los mismos gobernadores que avalaron con el voto de sus diputados las
leyes y decretos que iniciaron el desmantelamiento
del Estado y la entrega de los
recursos de la república durante 2024, se han aliado ahora en una suerte de
oposición controlada bajo la bandera de
«Provincias Unidas». Este frente, que
debería ser sinónimo de buenos modales y consenso republicano, opera con la
misma lógica fondomonetarista
y los mismos preceptos macroeconómicos
manejados por las elites gobernantes. El
peronismo, por su parte, en su
versión hegemónica, no propone mover una coma del modelo impuesto por el FMI;
su crítica se limita a las formas,
a la estética del ajuste, nunca a su esencia. Hay un consenso tácito y aterrador en la clase política: todos
están de acuerdo en el vaciamiento
diario de las reservas, en un
endeudamiento acelerado que hipoteca el futuro, y en la creación de una bomba de tiempo que estallará con toda su fuerza con posterioridad
a las elecciones. Lo que se vive hoy, con la teoría del caos como marco, será recordado como un cuento de hadas comparado con el colapso que se
avecina.
Para sostener
este castillo de naipes, el Tesoro nacional colabora con una sangría de 500 millones
de dólares diarios con el único objetivo de mantener el tipo de
cambio artificialmente debajo de su
banda. Un cálculo sencillo arroja
que faltan 16 rondas bursátiles
hasta las elecciones, lo que da un
total de 8.000 millones de dólares que el Tesoro, simple y llanamente, no
tiene. Es una carrera contra el reloj,
una apuesta desesperada donde el premio
es llegar a la elección con una estabilidad ficticia, sin importar el costo humano y económico que se pague
después.
Según el
economista Horacio Rovelli, la fuga de capitales ejecutada desde el 10 de diciembre de 2023 hasta el 31 de julio de 2025 supera los 44.000 millones de dólares, y todo
indica que esta hemorragia va a continuar
imparable. En el mismo período, ingresaron
al país 64.318 millones de dólares, provenientes del superávit comercial acumulado, créditos del FMI, el Banco Mundial y el
BID, colocación de dos operaciones REPO
y el ingreso por el Blanqueo de
Capitales. El aumento neto de las Reservas
Internacionales brutas del BCRA, sin embargo, fue de apenas 20.255 millones de dólares. La diferencia entre lo que entró
y lo que se fugó, más el aumento de
reservas, es la radiografía del drenaje: las ganancias para unos pocos son monstruosas, y el panorama para la mayoría de la población será, sin lugar a
dudas, peor.
El cerco a la
política económica, este modelo de país deudor y extractivista sin fondos propios, se
agrava día a día con la anuencia de Washington y la complicidad activa de las
elites locales que hoy gobiernan.
Al igual que en 1982, en 1990 o en 2018,
la nacionalización de la deuda privada
se perfila como el postre final de este banquete del desastre, la socialización
de las pérdidas de los grandes jugadores.
Un informe
del Centro de Investigación y Formación de la
República Argentina (CIFRA),
basado en datos de la Comisión Nacional
de Valores (CNV), revela la anatomía
de este proceso. Las empresas
argentinas emitieron US$ 7.619 millones en obligaciones negociables (deuda) entre enero y octubre de 2024 y
unos U$S 9.831 millones en lo
que va de 2025. El 90% de estas
emisiones provino de un selecto y
familiar grupo de grandes corporaciones: YPF, Clárin – Telecom, Pan American Energy, Pampa Energía, TGS,
Generación Mediterránea, Edenor, Banco Galicia, Vista Energy, Tecpetrol, Banco
Comafi, Aluar, IRSA y Compañía General de Combustible.
Detrás de
estos nombres se esconden los mismos grupos económicos que, desde la última
dictadura militar hasta la
actualidad, han visto cómo los
economistas del establishment, de uno u otro signo, se han dedicado a estatizar sus deudas privadas. Es un guion repetido hasta el cansancio:
si el día después de las elecciones el
dólar se libera y se dispara, la narrativa ya está preparada. Dirán que estas empresas «no pueden pagar con ese
tipo de cambio», y el Estado,
una vez más, se hará cargo de sus
obligaciones. La privatización de
las ganancias y la socialización de las pérdidas, el mantra definitivo del capitalismo de amiguetes, se consumará otra
vez.
Durante la
agonía de 2001, el profesor Rudi Dornbusch del MIT, un economista
de la síntesis neoclásica –esa corriente que intenta maquillar la esencia más depredadora del neoliberalismo,
un keynesianismo con salvoconducto para
el explotador–, se convirtió en un oráculo
siniestro para Argentina. Mientras la Ley de Convertibilidad se resquebrajaba, y el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo declaraba que el presidente se había quedado sin «apoyatura política», Dornbusch exponía su diagnóstico sin anestesia:
“La verdad es que la Argentina está quebrada. Está
quebrada económica, política y socialmente. Las instituciones no funcionan, el
gobierno no es respetable, su cohesión social ha colapsado”.
Su receta era
la humillación final:
“El sistema político está
sobrepasado y debe ceder transitoriamente su soberanía en el manejo de los
asuntos financieros”. Argentina, argumentaba, debía reconocer humildemente que, sin
una masiva ayuda e intervención externa, no
podría salir del desastre. Hoy, esos ecos resuenan con una fuerza aterradora.
Siempre
existe una solución antes de entregar la nación. En 2002,
fue la pesificación asimétrica, una medida ortodoxa y dolorosa. Quizás esta vez, se pueda ceder «transitoriamente» el manejo financiero a
alguien tan «responsable» como el secretario
del Tesoro estadounidense, un funcionario
que, a fin de cuentas, está a las órdenes
de los vaivenes de la política de un sociópata.
Todo, se nos
dirá, sea por salvarnos de convertirnos
en un Estado fallido. Pero la
pregunta que queda flotando, en medio de
este concierto de elites unidas para facilitar el desastre económico, es si
la cura no es, en realidad, una
forma más lenta y tecnocrática de lograr exactamente el mismo resultado.
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