“Es que Estados Unidos se ha dedicado a
lo largo de su historia, con
especial perseverancia y desde bien temprano, a cercenar toda posibilidad de que las alianzas
de su clase trabajadora pudieran orientarse por medio de un proyecto político
consolidado. Así ocurrió, por ejemplo, con la Rebelión de Bacon de 1676 en
Virginia. Como expuso el historiador Howard Zinn en La otra historia de los Estados Unidos,
allí las clases dominantes en disputa se sirvieron de determinadas tácticas —que
hoy algunos llamarían populistas— para primero enfrentar a sirvientes y
esclavos, tanto blancos como negros, contra los nativos, y después
aplacar cualquier posibilidad de alianza de clase por medio del racismo
institucional que separaría a blancos y negros gracias a los nimios
privilegios destinados a los primeros. Con mayor o menor virulencia, según
los periodos en los que la posibilidad de estas alianzas se hiciera más
reales, este tipo de medidas fueron siempre desplegadas por los aparatos del
Estado, como sucedió con la persecución del fantasma
comunista en el periodo macarthista. Y de este modo, las tensiones
entre el Partido Demócrata y los sindicatos,
cuyas reivindicaciones fueron a menudo aplacadas por medio de prebendas que
en no pocas ocasiones desembocaron en el clientelismo y la corrupción, acabaron
por negarle a la clase trabajadora, de toda raza y condición, la posibilidad de
un proyecto político que sirviera de referente. El problema, como se hace evidente una y otra vez, persiste
hasta hoy”.
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DE LA REBELIÓN ANTIRRACISTA A LA
REVOLUCIÓN SOCIAL
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Alejandro Pedregal | 11-06-2020 | Otro Mundo es
posible.
Rebelión jueves 11 de junio del 2020.
Ante
la magnitud de las expresiones de indignación popular por el asesinato de Floyd
y su sentido último, la cuestión del potencial de la rebelión para trascender y
transformarse en un proyecto revolucionario de
genuino cambio social se nos presenta de nuevo, como tantas veces antes, como
el problema político central a debate entre la comunidad
afroamericana; y, por extensión, entre el resto de la mayoría de
explotados en Estados Unidos.
Algunas
reflexiones políticas a partir de la indignación por el asesinato de George
Floyd
En
estos días, aún conmocionados por el asesinato de
George Floyd y la indignación que ha inundado las calles,
conviene repasar un documental como LA 92, de Dan Lindsay y TJ Martin. La
película recorre los episodios que se vivieron en Los Ángeles desde la brutal
paliza de un grupo de policías al afroamericano Rodney King en marzo de 1991
hasta el final de los disturbios que siguieron a la sentencia del juicio por el
caso, en el que quedaron libres los acusados. Por aquel entonces, a la tensión
por el abuso sufrido por King se sumaba también la provocada por el asesinato a
sangre fría, unos días después de aquella paliza, de la adolescente
afroamericana Latasha Harlins a manos de la dueña de una tienda perteneciente a
la comunidad coreana. Aquel crimen, a pesar de haber sido registrado por la
cámara de seguridad del local, quedó sin apenas castigo tras un juicio al que
siguió una apelación del mismo modo rechazada. Durante aquellas jornadas de ira
63 personas murieron y más de 2300 fueron heridas. LA 92 logra establecer,
por medio de una clínica edición de material de archivo, un inquietante
paralelismo entre esos sucesos y los acontecimientos, comportamientos y
discursos institucionales que rodearon a los disturbios de 1965 en Watts,
también en Los Ángeles, cuando otro incidente entre un hombre afroamericano y
la policía resultó en un levantamiento popular, contra el que la represión
policial acabó dejando 34 muertos y más de mil heridos.
Pero
si hay algo que estremece especialmente en LA 92 es presenciar cómo
las fuerzas coercitivas del Estado permitieron la escalada de aquella situación
en 1992 con fines abominables. Así, mientras algunas protestas comenzaron por
atacar, con extremada violencia y de forma indiscriminada, a los ocupantes de
los vehículos que pasaban por el cruce entre dos calles de un barrio
afroamericano, los coches de policía permanecieron inmóviles en un
estacionamiento policial a dos millas del lugar. Y del mismo modo, cuando los
ataques alcanzaron al barrio coreano, con cuya comunidad las tensiones aún
estaban a flor de piel, la pasividad de la policía permitió el enfrentamiento y
el saqueo por un largo periodo de tiempo. El Estado maniobró así para que, ante
el caos social y la hostilidad entre minorías, su papel se presentara como
imprescindible: el toque de queda se impuso y el despliegue de la Guardia
Nacional de California, el ejército y otras fuerzas federales se presentó como
la única forma de poner fin a la violencia y disolver la rebelión, con la
instrumentalización del discurso ante la opinión pública del propio King como
gran colofón.
Reflexionar
sobre estos hechos resulta inevitable a la hora de asimilar el significado de
los acontecimientos de estos días, tanto del asesinato de Floyd como de las
diferentes escenas de indignación y rebeldía que ha despertado. Y es que, a la
hora de entender la relevancia que estos episodios pudieran tener en la
construcción de un proyecto del cambio social radical y ansiado, como Cornel West se
ha apresurado a señalar con gran brillantez, es importante
tener en cuenta que “una rebelión no es para nada lo mismo que una revolución”;
y es fundamental subrayar esto porque, según el filósofo, activista y
catedrático afroamericano,
“lo que necesitamos es un proyecto revolucionario no violento a gran escala que promueva una democracia para compartir —el poder, la riqueza, los recursos, el respeto, la organización— y una transformación fundamental de este imperio estadounidense”. Por este motivo, concluye West que “toda esta energía rebelde tiene que canalizarse a través de organizaciones enraizadas en la búsqueda de la verdad y la justicia”.
“lo que necesitamos es un proyecto revolucionario no violento a gran escala que promueva una democracia para compartir —el poder, la riqueza, los recursos, el respeto, la organización— y una transformación fundamental de este imperio estadounidense”. Por este motivo, concluye West que “toda esta energía rebelde tiene que canalizarse a través de organizaciones enraizadas en la búsqueda de la verdad y la justicia”.
Así,
y ante la magnitud de las expresiones de indignación popular por el asesinato
de Floyd y su sentido último, la cuestión del potencial de la rebelión para
trascender y transformarse en un proyecto revolucionario de genuino cambio
social se nos presenta de nuevo, como tantas veces antes, como el problema
político central a debate entre la comunidad afroamericana; y, por extensión,
entre el resto de la mayoría de explotados en Estados Unidos. Sin embargo, el
gran obstáculo para que esto suceda, como es bien conocido, proviene de las
dificultades históricas de estos sectores subalternos para constituirse
alrededor de un proyecto político que pueda dar respuesta a sus demandas y
ambiciones; ya no solo de raza, sino, y sobre todo, de clase.
Y es
que Estados Unidos se ha dedicado a lo largo de su historia, con especial
perseverancia y desde bien temprano, a cercenar toda posibilidad de que las
alianzas de su clase trabajadora pudieran orientarse por medio de un proyecto
político consolidado. Así ocurrió, por ejemplo, con la Rebelión de
Bacon de 1676 en Virginia. Como expuso el historiador
Howard Zinn en La otra
historia de los Estados Unidos, allí las clases dominantes en
disputa se sirvieron de determinadas tácticas —que hoy algunos llamarían
populistas— para primero enfrentar a sirvientes y esclavos, tanto blancos como
negros, contra los nativos, y después aplacar cualquier posibilidad de alianza
de clase por medio del racismo institucional que separaría a blancos y negros
gracias a los nimios privilegios destinados a los primeros. Con mayor o menor
virulencia, según los periodos en los que la posibilidad de estas alianzas se
hiciera más reales, este tipo de medidas fueron siempre desplegadas por los
aparatos del Estado, como sucedió con la persecución del fantasma comunista en
el periodo macarthista. Y de este modo, las tensiones entre el Partido
Demócrata y los sindicatos, cuyas reivindicaciones fueron a menudo aplacadas
por medio de prebendas que en no pocas ocasiones desembocaron en el
clientelismo y la corrupción, acabaron por negarle a la clase trabajadora, de
toda raza y condición, la posibilidad de un proyecto político que sirviera de
referente. El problema, como se hace evidente una y otra vez, persiste hasta
hoy.
Pero
ante esta realidad, la historia ofrece otros poderosos ejemplos sobre el
potencial de las rebeliones para apoyarse y sostener sus anhelos
transformadores en procesos revolucionarios de más largo alcance. Estos
ejemplos, a pesar de que puedan resultar lejanos por sus circunstancias
históricas y geográficas, a menudo han dado pie a análisis que también pueden
resultar útiles ante los desafíos del presente, por el diálogo entre semejanzas
y diferencias. A este respecto, puede ser útil recuperar algunas de las
reflexiones que hace el historiador indio Vijay Prashad en su libro Una estrella
roja sobre el Tercer Mundo, a propósito de la relevancia de las
reflexiones de Lenin en ¿Qué hacer? (1902)
y Un paso
adelante, dos pasos atrás (1904), después del fracaso de
las huelgas espontáneas de 1896 en las fábricas de San Petersburgo. En ellas,
como observa Prashad, aparece un Lenin preocupado por desarrollar tácticas
eficaces para afianzar las alianzas de clase entre el proletariado industrial y
el campesinado. Y para ello subrayaba la necesidad de un partido disciplinado
que sirviera a ambos colectivos de explotados, y entrenara a sus cuadros a
estar junto a ellos, para alimentar la confianza en su potencial revolucionario
y estar preparados ante el inevitable levantamiento espontáneo que habría de
llegar. Esa “experiencia y claridad política del partido se hacía necesaria
para asegurarse de que el movimiento [popular] no fuera rebasado por el aparato
del Estado”, escribe Prashad. Y así, la existencia de un partido de estas
características resultaba para Lenin aún más relevante al observar la capacidad
de los partidos socialdemócratas para absorber la energía de los trabajadores y
disolverla por medios de un consenso conciliatorio alejado de sus intereses de
clase. La espontaneidad de las masas exigía estar siempre alerta, y el partido
se ofrecía como un instrumento por medio del cual canalizar la rebelión por
vías revolucionarias. Los bolcheviques aprendieron bien estas lecciones y,
preparados ante las posibilidades que el tiempo abriría, a pesar del fracaso de
la Revolución de 1905, les darían forma y fondo político en octubre-noviembre
de 1917.
Por
supuesto, las realidades sociales a las que se enfrenta la rebelión
antirracista que ha desencadenado el asesinato de Floyd son bien diferentes.
Sería absurdo tratar de establecer un vínculo absoluto entre la experiencia
histórica de los bolcheviques y la realidad social que aún hoy discrimina y
aniquila a la comunidad afroamericana en los Estados Unidos. Sin embargo, hay
dos factores políticos análogos a los que se enfrenta el movimiento
antirracista actual que son capitales para dar continuidad revolucionaria a la
indignación que desborda hoy las calles, los cuerpos y las mentes en Estados
Unidos: por un lado, una alianza interseccional de todos los explotados y
oprimidos es imprescindible para extender el movimiento y conducir sus reclamos
con éxito hacia el cambio radical deseado; y, por otro lado, es imperativo
trascender los espacios partidarios que ofrece la realidad institucional
estadounidense para construir un ámbito de lucha común que dé respuesta a estas
mismas ambiciones de cambio de las mayorías subalternas.
Sin
esto, como deja entrever LA 92 hacia el final de la
película —cuando el discurso de 1965 del presidente demócrata Lyndon B. Johnson
se superpone repetido, palabra por palabra, por el del presidente republicano
George Bush padre en 1992— se estará condenado a repetir cíclicamente cada
tragedia como farsa. Porque, como dejó escrito Rodolfo Walsh, el escritor y
guerrillero argentino asesinado por la Junta Militar, “nuestras clases
dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia” para
que “cada lucha deb[a] empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores”;
así, “la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan [y] la
historia aparece como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas
las otras cosas”.
El
admirable movimiento Black Lives
Matter, que nació en 2013 en respuesta a la represión policial y
la connivencia con esta de los poderes del Estado, en memoria de Trayvon Martin, Michael Brown, Eric Garner, Tamir Rice, Eric Harris, Walter Scott, Jonathan
Ferrell, Sandra Bland, Samuel DuBose, Freddie Gray, Ahmaud Arbery,
George Floyd y tantos otros, no puede permitir que esto suceda, como ya sucedió
en 1965, en 1992 y tantas veces antes, durante y después.
Y
por supuesto, nosotros tampoco lo olvidemos. Ni olvidemos los asesinatos, casi
simultáneos al de Floyd, del palestino
con autismo Iyad al-Halak en
la Ciudad Vieja de Jerusalén ocupada, del adolescente João Pedro
Mattos Pinto en Río de Janeiro, del trabajador de la
construcción Giovanni López en
Jalisco o del peón rural Luis Armando
Espinosa en Tucumán. Todos
ellos asesinados por la violencia policial.
Alejandro Pedregal es escritor,
cineasta y profesor en la Universidad Aalto, Finlandia. Su libro más reciente
es Evelia: testimonio de Guerrero (Akal/Foca,
2019).
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