Antes del 11-S, la televisión servía a nuestras órdenes, o al menos a las de nuestros sueños materiales: lujo, poder, riqueza… Hoy, las series y programas televisivos vomitan realidad a borbotones: taras físicas, enfermedad, soledad, estupidez. Los actores ya no viven vidas prestadas por un grupo de guionistas bien pagados. Actualmente, el único guión es el que escribe con renglones torcidos la propia vida. La vida a secas, precaria, despiadada, la que reparte generosamente pústulas, males, fealdad y desorden.
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Fin de esta historia. Septiembre 11.
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Hace diez años el mundo cambió para siempre. Hoy se cumple el décimo aniversario del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York.
Septiembre 11 - - Ángela Vallvey
La Razón.es Lunes 12 de septiembre del 2011.
El planeta entero se radicalizó a partir de ese día, sin que nos diésemos cuenta. Todo arreció. La lucha contra el terror derivó en guerras que aún se batallan. La fea globalización dejó más beneficios y más perjuicios a partir de entonces.
La seguridad desapareció –aunque puede que nunca hubiese existido–, la ilusión compartida de su existencia se hizo añicos. Las ideologías se extremaron. Las religiones también. Después del 11 de septiembre de 2001, hemos visto cientos de veces las imágenes de la matanza, de la destrucción, sin saber que son la metáfora de la ruina de Occidente, del principio del fin –ahora sí– de la decadencia de Occidente.
Comenzó ese día un proceso imparable de humillación. USA y Europa han agachado la cabeza. Con el 11-S concluyó el colonialismo –ahora sí–. El Imperio Romano tardó siglos en caer. El occidental empleará mucho menos tiempo en el proceso si nadie lo remedia.
La televisión es nuestro gran teatro contemporáneo, aquel donde se representa la humillación incesante, voraz y ambiciosa del individuo occidental, de impulsos autodestructivos, que obtiene un extraño placer haciendo públicas sus desdichas, sus llagas espirituales, mentales o físicas, como heridas bañadas por el Sol.
Algunos programas, de corte temático, se ocupan de que estemos al tanto de las variedades infinitas de sordidez que poseemos. Casi podemos asistir a espectáculos titulados con el nombre del «defecto» de los protagonistas: obesidad, orfandad, pobreza, sentimentalismo... Es el gran circo de la carne en mal estado exhibido con una altanera humildad, a lo mejor la «humilité vicieuse» de que hablaba Descartes; tal vez la falsa humildad del necio taimado que confía en la lástima como fuente de ingresos morales, ferozmente igualitaria.
Sin duda, la moral del esclavo. Dice María Moliner respecto a la humillación: «Le humillan obligándole a obedecer al que antes estaba a sus órdenes». Antes, Occidente mandaba. Ahora, se somete ante los que fueron sus subordinados (Asia, Iberoamérica, Oriente Próximo…). El viejo esclavo se convirtió en su propio amo y se explota a sí mismo (los países emergentes). Y el antiguo patrón está en la ruina, sin esclavos.
Antes del 11-S, la televisión servía a nuestras órdenes, o al menos a las de nuestros sueños materiales: lujo, poder, riqueza… Hoy, las series y programas televisivos vomitan realidad a borbotones: taras físicas, enfermedad, soledad, estupidez. Los actores ya no viven vidas prestadas por un grupo de guionistas bien pagados. Actualmente, el único guión es el que escribe con renglones torcidos la propia vida. La vida a secas, precaria, despiadada, la que reparte generosamente pústulas, males, fealdad y desorden.
Mejor para nosotros. Peor para los otros. Nos recuerda unos tiempos que, seguramente, nunca volverán.
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