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“Otro
capítulo es a quién beneficia el racismo. No es difícil observar,
también en la historia y en el presente, que el racismo, como las religiones,
son instrumentos de poder de las clases, de las elites en el poder. Es más difícil
esclavizar al resto de la sociedad, de la
humanidad, si primero no nos convencemos de que somos superiores por nacimiento,
que tenemos derechos especiales (a la tierra, a los capitales,
a la vida) y que, por lo tanto, exterminar o esclavizar al otro es una “defensa legítima” de ese derecho.
Es más difícil esclavizar
al resto de la sociedad, de la humanidad si, además, el resto de la humanidad no acepta, de
forma explícita o implícita, la superioridad del colono, del opresor,
de la clase superior:
los poderosos, los impunes, son más inteligentes, más hermosos,
más buenos y, a la larga, se sacrifican por nuestra prosperidad, como bien lo definió el poema de Rudyard Kipling, “La pesada carga del hombre blanco” que promovió Theodore Roosevelt y se la creyeron casi todos los colonizados. Casi todos, menos
los peligrosos rebeldes que fueron perseguidos y crucificados por los
soldados de la oligarquía criolla colonial.
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LAS
MÁSCARAS DEL RACISMO.
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Por Jorge Majfud | 20/05/2024 | EE.UU., Racismo y opresión capitalista
Fuentes.
Revista Rebelión lunes 20 de mayo del 2024.
Fuentes: Rebelión
Todo
evento histórico se expresa en situaciones concretas, nunca
abstractas, lo que produce la ilusión de la
especificidad de las fuerzas que lo generan. Nadie ama
y odia en abstracto, aunque el objeto de ese
amor (una bandera, un símbolo) y de ese odio (otra bandera, otro símbolo) sea el
resultado de la afiebrada imaginación tribal y
el resultado de una lucha social por los “campos semánticos” y sus valoraciones éticas. Esto ya
lo analizamos en el libro La narración de lo
invisible, 2004.
El
odio produce odio y lo distribuye convenientemente hasta lograr
confundir a un racista
con un indignado. Nadie odia en abstracto. Nadie mata en abstracto. No
hay odio sin una víctima concreta. Incluso los pilotos
que ven la realidad como un videojuego o los operadores de drones a miles de kilómetros de distancia matan seres humanos concretos y sus perpetuadores son seres humanos concretos que luego se ocultan en
mentiras concretas, más allá del guion escrito,
como lo hemos visto desde hace por lo menos tres
décadas.
Sin
embargo, si echamos una mirada lo más
amplia posible a la historia y tratamos
de abstraer esas fuerzas, esos factores comunes
en nuestro tiempo y en tiempos
de Poncio Pilatos, veremos algo más que lo eventual
y específico. Esta idea platónica (la
verdad está más allá del caos de las apariencias visibles) no deja de ser la
base de cualquier reflexión científica. No otra
cosa ha sido la filosofía, de las ciencias y protociencias, desde la caótica economía hasta la
física cuántica.
Como decía un personaje de Ernesto Sábato, la gracia está en entender que una piedra que cae y la luna que no cae son el mismo fenómeno.
Contrario
a las apariencias, no existe el racismo contra
un grupo específico. No existe el racismo específico
e inclusivo. Los racistas
no odian sólo a una raza, a una etnia o a un pueblo. Esta confusión
es otra de las clásicas confusiones estratégicas
que le sirven al racista
para lograr alianzas temporales en favor de su
causa. Puede existir el racismo
blanco y el racismo
negro, el racismo semita y el racismo antisemita, pero un racista es un enfermo de cuerpo y alma y odia
a todo aquel que no pertenece a su raza o a su etnia, esas cosas imaginarias que, como
todo lo imaginario suele ser más poderoso que la
realidad. Un racista odia de forma democrática e
indiscriminada, aunque cada tanto se concentre, distraiga y finalmente logre
descargar todo su odio en otra etnia específica.
Un nazi no odia sólo a los judíos. Un supremacista del Ku Klux Klan no odia solo a los negros. Un antisemita no odia solo a
los semitas. Un sionista supremacista no odia solo a los palestinos. Esto no es solo una observación teórica o
una definición lingüística. Es algo observable
en la historia y en el presente. Si alguien defiende al grupo objeto de su odio, pasa a ser
un enemigo y objeto de su odio sin ninguna
reserva. Recientemente, el New York Times y CNN identificaron
a los promotores de la violencia
contra los manifestantes pro-palestinos en las universidades de Estados Unidos. Junto con las turbas
pro-sionistas había activistas de la extrema derecha
antijudía y al menos un conocido antisemita identificado, repartiendo palo a los estudiantes
contra la masacre en Palestina,
entre ellos estudiantes y profesores judíos.
Ejemplos similares sobran. No tengo aquí el espacio para mencionar ni una
mínima fracción de esa larga lista.
No,
un racista no odia sólo a un grupo específico, aunque la confusión
estratégica insista en presentarlo de esa forma. Si el grupo que representa el odio del racista
desapareciera de la faz de la Tierra, en cuestión de horas pasaría a descargar su enfermedad sobre otro grupo. A nadie le viene diarrea
súbita por pasar por un determinado baño. Cualquier
baño le sirve para descargar su incontinencia.
El
racismo es, probablemente, una patología
evolutiva (tal vez, con algún componente genético
individual no estudiado como tal,
como la psicopatía) que se potencia y se enquista en una cultura con elaboraciones, justificaciones y racionalizaciones. En
el siglo XIX esas racionalizaciones
supremacistas
fueron teorías raciales pseudocientíficas (genética
colectiva), para justificar el colonialismo, el expolio y las masacres
globales de las pulcras democracias
noroccidentales. En el siglo XXI, como hace
cinco mil años, se trata de una justificación religiosa, articulada por la fantasía mesiánica de
cada grupo y liderada por sus miembros más patológicos, que son quienes el sistema político
suele seleccionar, casi siempre de forma democrática—aunque
nunca libre.
Pero la historia también muestra que, si bien el racismo es una maldición universal, no
todos los pueblos lo han ejercido en la misma escala ni con la misma pasión. Aunque no libre de terribles masacres
promovidas y justificadas por el racismo, África también provee de
muchos ejemplos históricos donde la raza era un detalle irrelevante. Lo mismo podemos
decir de varios pueblos nativos americanos.
Todos salvajes y subdesarrollados… Nada
comparable con el suprematismo
genocida que los
imperios noroccidentales practicaron a escala
industrial. Hubo culturas, hay culturas más enfermas que otras y todas, religiosas o no, son antihumanistas.
Otro capítulo es a quién beneficia el racismo. No es difícil observar, también en la historia y en el presente, que el racismo, como las religiones, son instrumentos de poder de las clases, de las elites en el poder. Es más difícil esclavizar al resto de la sociedad, de la humanidad, si primero no nos convencemos de que somos superiores por nacimiento, que tenemos derechos especiales (a la tierra, a los capitales, a la vida) y que, por lo tanto, exterminar o esclavizar al otro es una “defensa legítima” de ese derecho.
Es más difícil esclavizar al
resto de la sociedad, de la humanidad si, además, el resto de la humanidad no acepta, de
forma explícita o implícita, la superioridad del colono, del opresor,
de la clase superior:
los poderosos, los impunes, son más inteligentes, más hermosos,
más buenos y, a la larga, se sacrifican por nuestra prosperidad, como bien lo definió el poema de Rudyard Kipling, “La pesada carga del hombre blanco” que promovió Theodore Roosevelt y se la creyeron casi todos los colonizados. Casi todos, menos
los peligrosos rebeldes que fueron perseguidos y crucificados por los
soldados de la oligarquía criolla colonial.
Una
última. Otra funcionalidad del racismo, como
del sexismo, es que, a pesar de ser un instrumento imperial de dominación, tiene la virtud de distraer a
sus detractores con reivindicaciones legítimas. La “guerra cultural” (La narración de lo
invisible) ha silenciado el cuestionamiento
al mismo orden al que sirve el racismo. Esto ha sido probado en Estados
Unidos primero y luego en otros países: en el siglo
XXI, las marchas y protestas contra la violencia racial
acallaron la conciencia de los años sesenta: la mayor expresión de racismo es el imperialismo, que es la mayor
expresión del sistema global de dominación a través del dios
más abstracto que existe, el dinero, cuya
religión es el capitalismo.
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