viernes, 22 de octubre de 2010

Vivir del Estado social. La incapacidad de los gobiernos para proteger a sus ciudadanos

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En el ambiente francés hay un acaramelado regusto del 68 de las tres «emes»: Mao, Marcuse y Marx. Y si Francia resume el ciclón económico y la mutación de los valores, la vieja Gran Bretaña, a bordo el Gobierno conservador/liberal, aborda una reforma del Estado social definida por el primer ministro, David Cameron, como «radical». Lo ha dejado dicho el ministro de Hacienda y número dos del Gobierno, George Osborne: «Si la gente piensa que vivir de los beneficios sociales es un estilo de vida, debemos hacer que se lo piense dos veces».
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Los halcones del déficit, buscan destruir el Estado Social.

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Vivir del Estado social.



La incapacidad de los gobiernos para proteger a sus ciudadanos.



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Martes 19 de octubre del 2010.


JESÚS CIVERA

O recortas el gasto público o acabas como una marioneta golpeada por los mercados. La frase no la hubiera suscrito Franklin Delano Roosevelt en la Gran Depresión -ni tampoco Obama, por lo que se observa-, pero sí Cameron/Clegg, Zapatero, Sarkozy, Merkel y más o menos todo el antiguo balneario europeo ilustrado. En manos de los mercados o atrapados por los especuladores de la globalización, con las herramientas financieras a la última. Es igual. Lo central es que el Estado del bienestar, surgido del pacto entre el capital y el trabajo en la larga posguerra -y con Alemania como motor dinamizador-, se está desintegrando, y no sólo por la excitación de los tinglados financieros con sede en Wall Street o en la City londinense. Los estados son incapaces de proteger a los ciudadanos bajo el modelo luminoso de las décadas pasadas: la caja no da más de sí. Desempleo, índices demográficos soportados sobre la dilatación de la vida, anchas jubilaciones, sanidad y educación, gastos sociales, servicios. Las garantías sociales están en quiebra. Y quizá también lo esté el pacto social, la génesis de cuya matriz parte el edificio actual del Estado.

No sólo se ven incapaces los gobiernos de auxiliar a la sociedad; ellos mismos se han de proteger. Es una dislocación sustancial que ha puesto de relieve esta crisis, a diferencia de las de las últimas décadas. El Estado se socorre a sí mismo, los estados salen al rescate de los otros estados. Las consecuencias sobre la ciudadanía, la erosión sobre sus economías domésticas, sólo son derivaciones de una especie de endogamia que se aleja del reflejo ciudadano, hoy sobrecogido y abrumado. El existencialismo recogió la desazón tras la Gran Depresión y el campo de batalla europeo. A falta de una doctrina «oficial», hoy sólo se constata un tapiz de desolación que anuda muchos interrogantes.

Wall Street y la City, mientras tanto, regatean con los bonos soberanos de los países sin que del ciclo emerja un final. La conclusión siempre la establece Francia. Así ha sido desde Condorcet. En el país donde la política se halla en el menú de cada mesa desde el setecientos, Sarkozy está contra las cuerdas por la rebelión del trabajo y la disconformidad estudiantil (los estudiantes, paradójicamente, no quieren hacer la revolución, sino vivir como sus padres). En el ambiente francés hay un acaramelado regusto del 68 de las tres «emes»: Mao, Marcuse y Marx. Y si Francia resume el ciclón económico y la mutación de los valores, la vieja Gran Bretaña, a bordo el Gobierno conservador/liberal, aborda una reforma del Estado social definida por el primer ministro, David Cameron, como «radical». Lo ha dejado dicho el ministro de Hacienda y número dos del Gobierno, George Osborne: «Si la gente piensa que vivir de los beneficios sociales es un estilo de vida, debemos hacer que se lo piense dos veces».


A Londres, como a Berlín o a París, no le cuadran las cuentas. Necesita ampliar los recortes para sanear la caja. Tal vez Cameron/Clegg, esa pareja feliz, a la que ya califican como el «yin» y el «yang», administre los restos del naufragio desde una revisión profunda de la sociedad británica, espantosamente desigual según la OCDE. Cameron pone los inflexibles principios conservadores ahumados en calendas pasadas; Clegg, el legado liberal clásico: respeto prístino a las libertades civiles, deseo de reforma de la justicia, paralización de la construcción de más prisiones, eliminación de cámaras de seguridad. Las ideologías son inapelables. El encendido del motor para la rehabilitación económica y social, no tanto. Se dispone sobre un embrollo de dudas, las mismas que calan en la ciudadanía. ¿Cómo succionar el Estado del bienestar sin aniquilar las prestaciones sociales en un país en el que el Gobierno destina el 50 por ciento del PIB a los servicios públicos?



Cameron/Clegg pretenden amputar 95.000 millones de euros mientras sostienen que respetarán la sanidad pública (un 20% del gasto). Es decir, la cirugía se posará sobre el otro 30%. Supresión de beneficios por hijos de las clases medias, amputación de las ayudas para la calefacción de los mayores de 60 años, eliminación de los billetes gratis del transporte público, subida de las tasas universitarias. Algún observador ha dejado escrito que detrás del hijo de Churchill está Ronald Reagan. Sí, y también Thatcher. Y la escuela neoliberal. La duda está en el contrapeso de Clegg y el posible desajuste de su partido. ¿Resistirán los liberales la receta que formula Cameron y que guillotina a las clases medias y bajas? ¿Es posible segar el Estado social sin derrumbes ideológicos? Cameron y, tal vez, Clegg lo han de asumir sin temblores en sus conciencias. Su tradición doctrinal lo permite. Pero, ¿y Zapatero, que capitanea un Gobierno socialdemócrata? La crisis -y el nuevo orden que alimenta- no distingue escuelas o colores. Sólo insta a la duda y a la debilidad de las clases medias. Manufactura vértigo. Algo comienza y algo no acaba de morir. Ése es el debate en el que también está atrapado Cameron.

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