lunes, 27 de octubre de 2025

TRANSICIÓN HEGEMÓNICA Y FRAGILIDAD SISTÉMICA.

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“La llamada «calma» que algunos analistas del Atlantic Council perciben en el horizonte económico no es más que la quietud tensa que precede a un reordenamiento violento del orden económico mundial. Occidente está genuinamente preocupado porque sus herramientas de poder tradicionales —el dólar como moneda de reserva, el FMI como gendarme financiero— se están erosionando frente a sus ojos. China, por su parte, no está improvisando; está ejecutando con frialdad un plan estatal a décadas vista para construir un orden alternativo, usando su control sobre tierras raras y su capacidad de financiación en el Sur Global como palancas geopolíticas fundamentales.

“El riesgo de la «Trampa del Commodity» es, por tanto, más real que nunca. La relación con China, si no es gestionada con una estrategia soberana, puede ser profundamente asimétrica y terminar por reforzar el modelo extractivista del cual se busca escapar. China necesita recursos naturales y alimentos en volúmenes masivos para sostener su propio y ambicioso plan de desarrollo industrial avanzado. Si América Latina se conforma con ser el proveedor pasivo de materias primas para el nuevo centro industrial global, no hará sino perpetuar su rol subalterno en la división internacional del trabajo, actualizando el viejo esquema centro-periferia con un nuevo centro.

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Fuentes: El tábano economista [Imagen: Composición IV, Wassily Kandinsky]

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TRANSICIÓN HEGEMÓNICA Y FRAGILIDAD SISTÉMICA.

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Por Alejandro Marcó del Pont | 27/10/2025 | Economía

Fuentes Revista Rebelión lunes 27 de octubre del 2025.

Una quietud precaria: deuda, extractivismo y el colapso del orden occidental (El Tábano Economista)

La advertencia lanzada en la reunión anual del Grupo del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional poseía una cualidad casi existencial, una crudeza inusual para el lenguaje normalmente amortiguado de la tecnocracia global. Kristalina Georgieva, al mando del FMI, no ofrecía eufemismos. Su mensaje, dirigido a los ministros de finanzas y gobernadores de bancos centrales reunidos, era una profecía: “Abróchense los cinturones: la incertidumbre es la nueva normalidad y ha llegado para quedarse”.

Esta declaración, más que un simple reconocimiento de la coyuntura marcada por los aranceles, la deuda y las vulnerabilidades financieras, funciona como el epitafio de una era. Lo que se está desmoronando no es solo un ciclo económico o un periodo de bonanza, sino el propio orden económico internacional que prevaleció por décadas, construido sobre los pilares del capital financiero desregulado y la fe dogmática en la infalibilidad de los mercados.

La preocupación que recorre los pasillos de Washington no es meramente técnica; es filosófica. Es el reconocimiento naciente de que los supuestos económicos fundacionales de Occidente —la creencia cuasireligiosa de que los mercados libres equivalen inevitablemente al mejor de los resultados posibles— están siendo derrotados no en una batalla campal, sino de manera estructural, paciente y metódica, por un rival institucional que opera bajo una lógica radicalmente diferente.



Esta derrota ideológica ocurre mientras la periferia vulnerable de ese mismo orden, el Sur Global, que durante décadas fue el laboratorio de sus experimentos, se hunde más profundamente en una crisis de deuda que no es cíclica, sino constitutiva, la expresión última de una arquitectura diseñada para la transferencia sistemática de riqueza.

Las cifras, frías y abrumadoras, del Fondo Monetario Internacional —esa deuda global que supera el 235% del Producto Interno Bruto planetario— deben leerse no como un simple número, sino como un mapa de la vulnerabilidad desigual que define nuestro tiempo. Para la economía ortodoxa es un riesgo uniforme; para la mirada heterodoxa es la radiografía de un sistema de dominación. La verdadera fragilidad sistémica no yace en la deuda agregada, sino en su distribución geopolítica: la deuda de los países en desarrollo, a menudo denominada en la moneda fuerte —el dólar estadounidense— y gobernada por las condicionalidades asfixiantes impuestas por instituciones como el propio FMI.

Esta deuda se ha convertido en el mecanismo de dependencia por excelencia, en un sofisticado artefacto para la extracción sistemática de excedentes. Funciona como una bomba de succión que, mediante la obligación de priorizar el servicio de la deuda, fuerza a las naciones del Sur a implementar políticas de austeridad que estrangulan el gasto social, contraen la inversión pública y las reconectan a la dependencia de las materias primas como única vía de generación de divisas. Este circuito perverso garantiza que la nueva riqueza creada y los recursos de esas naciones no se reinvierta localmente en industrias, escuelas o hospitales, sino que emprenda un viaje unidireccional hacia los centros financieros del Norte global en la forma de pagos de intereses, perpetuando un ciclo de subdesarrollo que no es un accidente, sino la consecuencia lógica del diseño.

Esta lógica se entrelaza en lo que solo podemos denominar como «La Gran Reconfiguración»: una triple crisis simultánea que engloba la declinación relativa de Occidente, el ascenso metódico de China y la persistente trampa de la Deuda del Sur Global.

La pregunta central, la que conecta el pasado traumático de América Latina con su futuro incierto, es si la región está condenada a repetir su historia o si, por primera vez, las fracturas en el orden unipolar le otorgan un margen. La analogía con la «Década Perdida» de los años ochenta es inevitable y reveladora, pero en sus diferencias cruciales se esconde la clave de un destino que aún puede ser alterado.



El mecanismo del endeudamiento es estructuralmente similar: en aquel entonces, la deuda fue contraída con la banca comercial occidental y el FMI, actuando como el brazo financiero del Consenso de Washington; hoy, el espectro de acreedores es más diverso mercados de bonos anónimos, el Estado chino, instituciones multilaterales—, pero el efecto asfixiante sobre la soberanía económica es idéntico.

Junto a esta continuidad, se observa una renovación e intensificación del modelo extractivista. Si en los ochenta se consolidó la especialización primario-exportadora como la única vía para generar divisas y pagar la deuda, hoy asistimos al «extractivismo del siglo XXI»: la minería a cielo abierto a escala faraónica, la agroindustria de monocultivo y la profundización de la enfermedad holandesa, ese mal económico que aprecia artificialmente la moneda local y termina por aniquilar cualquier intento de industria nacional, creando economías caricaturescas que exportan commodities e importan hasta los bienes más básicos.

El disciplinamiento también ha mutado. Antes, el FMI imponía el «Consenso de Washington» con la brutalidad de un manual único: austeridad, privatizaciones, desregulación. Hoy, aunque el discurso oficial se ha vuelto más flexible, los mercados financieros globales ejercen la vigilancia. Disciplinan a los gobiernos mediante la fuga instantánea de capitales y el aumento sancionador de los spreads de los bonos (riesgo país) si estos osan alejarse del camino «responsable», es decir, del camino que prioriza el pago al acreedor por sobre el desarrollo nacional.

Es en este panorama desolador donde irrumpe China, no como un salvador, sino como un factor de ruptura geopolítica que altera todas las ecuaciones previas. Los préstamos chinos, ofrecidos sin las condicionalidades de política económica ortodoxa que caracterizan al FMI, brindan a los países del Sur Global un margen de maniobra que simplemente no existía en los ochenta. Además, la transición energética global, garantiza una demanda estructural y sostenida de los recursos que yacen bajo el suelo de América Latina: cobre, litio, la soja. China se erige como el demandante marginal clave, el comprador de última instancia que puede proporcionar un colchón de divisas, un colchón que la región no tuvo en los ochenta cuando los precios de las materias primas se desplomaron.

Sin embargo, el riesgo real no es repetir la Década Perdida en su forma pura, sino caer en una versión más compleja y quizás más perdurable: una «Década Perdida con características chinas». El peligro reside en que se consolide una mera sustitución de dependencias. Se puede pasar de la subordinación financiera a Washington a una dependencia comercial y tecnológica hacia Beijing, cambiando al acreedor, pero no la estructura dependiente de fondo. La región podría quedar atrapada en una nueva división internacional del trabajo, igualmente desventajosa, donde exporta materias primas a China e importa manufacturas chinas, sofocando de una vez por todas cualquier esperanza de reindustrialización.

Esto crea una dinámica perversa de «dependencia bifurcada «: se mantiene la subordinación financiera a los mercados de capital occidentales (y al dólar) mientras se profundiza la dependencia comercial con China.

Por ello, la presencia china introduce, por primera vez en décadas, una variable de agencia estratégica. El solo hecho de que exista un actor alternativo al consenso occidental rompe el monopolio del pensamiento único y crea un espacio de negociación que antes era inexistente. El destino de América Latina, por tanto, no está escrito en los acuerdos del FMI ni en los planes quinquenales chinos. Dependerá, de manera crucial, de la capacidad de sus políticos —y de la presión de sus sociedades— para aprender de los errores catastróficos del pasado.

La perspectiva fría dicta que el cambio de rumbo solo se materializará si los gobiernos de América Latina adoptan una estrategia consciente y planificada de desarrollo autónomo que trascienda de una vez por todas la mera exportación de commodities hacia cualquier comprador, ya sea occidental o chino. Para que la temida Década Perdida 2.0 no se concrete, la región debe, como mínimo, emprender tres movimientos estratégicos de gran calado.



Primero, debe industrializar el vínculo con China: esto implica una transición deliberada de exportar mineral de litio en bruto a exportar baterías de litio, o de exportar cobre a exportar cables de fibra óptica y componentes electrónicos. Este salto no ocurrirá por la mano invisible del mercado, sino que requiere la planificación estatal y la voluntad política que el propio modelo chino ejemplifica.

Segundo, es imperativo gestionar la deuda con inteligencia geopolítica: usar el financiamiento chino —y de cualquier otra fuente— no para tapar agujeros fiscales o financiar déficits de consumo, sino para proyectos de infraestructura e industrias estratégicas que aumenten la capacidad productiva interna y, en última instancia, generen las divisas necesarias para pagar la deuda de manera sostenible.

Tercero, y quizás lo más importante, fortalecer la integración regional de manera sustantiva: la única manera de romper con la lógica de la dependencia de un solo hegemón —ya haya sido históricamente Estados Unidos o pueda serlo China en el futuro— es construir mercados regionales fuertes, integrados y con políticas comunes. Solo una coordinación férrea entre países les dará la masa crítica y el poder de negociación necesarios para enfrentarse a los gigantes globales sin ser avasallados.

La llamada «calma» que algunos analistas del Atlantic Council perciben en el horizonte económico no es más que la quietud tensa que precede a un reordenamiento violento del orden económico mundial. Occidente está genuinamente preocupado porque sus herramientas de poder tradicionales —el dólar como moneda de reserva, el FMI como gendarme financiero— se están erosionando frente a sus ojos. China, por su parte, no está improvisando; está ejecutando con frialdad un plan estatal a décadas vista para construir un orden alternativo, usando su control sobre tierras raras y su capacidad de financiación en el Sur Global como palancas geopolíticas fundamentales.

El riesgo de la «Trampa del Commodity» es, por tanto, más real que nunca. La relación con China, si no es gestionada con una estrategia soberana, puede ser profundamente asimétrica y terminar por reforzar el modelo extractivista del cual se busca escapar. China necesita recursos naturales y alimentos en volúmenes masivos para sostener su propio y ambicioso plan de desarrollo industrial avanzado. Si América Latina se conforma con ser el proveedor pasivo de materias primas para el nuevo centro industrial global, no hará sino perpetuar su rol subalterno en la división internacional del trabajo, actualizando el viejo esquema centro-periferia con un nuevo centro.

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