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“Muchos
países de América Latina pasan
por una degradación de la ciudadanía, en especial de los derechos civiles. Las nuevas economías criminales –sofisticadas, entrelazadas y transnacionales--
despliegan una serie de prácticas que
atentan contra la ciudadanía. Y en la mayoría de los casos
podríamos establecer que el deterioro de los derechos civiles lleva al de los derechos políticos. El caso salvadoreño es paradigmático: una ciudadanía aterrorizada por décadas ante grupos criminales que dominaban
el 70% de los barrios prefirieron renunciar a sus derechos políticos con tal de recuperar los elementales derechos civiles de libre tránsito, a la vida o a la propiedad. Y ese trueque
fáustico les ha dado resultado:
al tiempo que han regresado los negocios
a los barrios y la gente puede desplazarse sin temor a ser asesinada por la mara, han entronizado a su buen tirano. Por el momento
están contentos. Recuperaron unos
elementales derechos civiles.
“Pero
el caso peruano es
distinto, al menos en dos aspectos. Primero, entre nosotros, la degradación de la política abrió espacio a la criminalidad.
Como proponíamos con Rodrigo Barrenechea en un libro
del año pasado, el vaciamiento democrático llevó a la perforación del Estado de derecho. O traduzcámoslo
a sus consecuencias sobre la ciudadanía:
la degradación de los derechos
políticos impulsó la erosión de los
civiles. Lo contrario de El Salvador. Y luego hay una segunda y crucial diferencia: en el Perú se están hundiendo todas las dimensiones de la ciudadanía. No hay trueque. La economía ya no tiene fuerzas para mantener a flote la política; las elecciones no
consiguen alterar la descomposición estatal y social; los derechos civiles no reflotan a los políticos, ni los políticos a los civiles o sociales. A este paso la nueva edición de Ciudadanos sin república deberá
titularse Ciudadanos sin ni michi.
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CIUDADANOS
SIN NI MICHI,
por
Alberto Vergara.
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La ciudadanía está a merced de distintas
mafias que se expanden frente a un Estado y unas autoridades que, si antes
tenían problemas de incapacidad, ahora lo que las describe mejor es
la complicidad
Por
Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente.
La República domingo 1 de junio del 2025.
Hace doce años publiqué un libro titulado Ciudadanos sin República. Era un intento de diagnóstico del Perú de los años 2000. El argumento principal sostenía que nuestro país estaba definido por el desencuentro entre el éxito neoliberal (la creación de riqueza y consumo con orden macroeconómico) y por el fracaso republicano (el abandono de la vida institucional-democrática). Y planteaba una pregunta principal: “¿será gobernable el Perú cuando escaseen los esteroides del crecimiento y las instituciones sean las de siempre?”
El
título del libro,
por su parte, evocaba la posibilidad del
optimismo: ciertos procesos sociales
y políticos junto al crecimiento económico habían producido en el Perú más
ciudadanos y si llegásemos a construir un consenso de fortalecimiento
institucional republicano (no solo de acumulación) podríamos, ahí sí, pensar
en desarrollarnos y no únicamente
en dejar de ser pobres.
Doce
años después es evidente que nada de esto ocurrió y que, más bien, hemos sufrido una
involución estridente. Por una parte, el orden neoliberal –lo único que funcionaba— se deshilachó
hasta solo quedar en pie el capítulo
económico de la constitución --que a estas alturas funciona más como reliquia simbólica que como una restricción institucional efectiva. En la práctica, el manejo económico del país ya tiene poco que ver con los principios y
prácticas que animaban aquel capítulo económico introducido en 1993.
En
especial, era un modelo que se sostenía en un gran principio:
la política estaba sometida al know-how tecnocrático (o sea, no se decapitaba a un ministro de economía para que la presidenta pueda viajar al Vaticano);
era también uno donde se defendía la
posibilidad del interés general contra la influencia a puerta cerrada (hoy
los empresarios han regresado al paradigma merca);
y era uno donde los organismos
internacionales ejercían una influencia
decisiva sobre las elites locales
(ahora pesa más un reportaje en Willax
que un reporte del Banco Mundial).
Si Montesquieu habló del “espíritu
de las leyes”, del orden
neoliberal solo sobreviven algunas leyes
y nada del espíritu.
Como consecuencia, los peruanos ya no reciben beneficios ni siquiera de ese único ámbito que funcionaba medianamente bien. Era un
país sin justicia (ni legal ni
social), pero al menos
chorreaba. En la última década,
en cambio, nuestro crecimiento anual
promedio ha sido 2.5%. En ese mismo lapso la población pasó de 30
a 34 millones de personas. No es un misterio que muchos de los indicadores sociales se hayan desplomado.
Somos el país de América Latina con más
nuevos pobres pospandemia. En fin, el punto es que llevamos una década sin producir riqueza en ritmos que
puedan disminuir la pobreza ni afectar la desigualdad.
Si el país se ha pauperizado, las dimensiones
políticas y civiles de la ciudadanía
han recorrido una trayectoria semejante. El derecho al voto –la dimensión política más elemental de todas— se ha deteriorado
radicalmente. El atentado más artero y
directo a este derecho fue el embuste
según el cual Pedro Castillo ganó la presidencia del año 2021 a través de un fraude. En aquella canallada histórica, se intentó anular el voto de doscientos mil
compatriotas en los sectores más pobres y excluidos del país.
Porque habrá que repetirlo: no se
intentaba hacer trampa anulando votos de Castillo o inflando los de Keiko Fujimori, se buscaba desaparecer en masa votos altoandinos con prescindencia del
candidato que hubieran elegido. No se
impugnaba una elección particular, sino
el hecho de elegir.
Pero las instancias en que el derecho al voto se ha deteriorado no se agotan ahí. Y entendámonos: el voto no solamente en tanto prerrogativa estampada en una hoja de la constitución, sino en el respeto y obediencia a los resultados electorales. A nivel subnacional, era una crisis conocida por mucho tiempo y los alcaldes eran revocados con frecuencia. Es decir, se hizo costumbre que los resultados electorales fueran ninguneados y revertidos. Y de los alcaldes se pasó a los presidentes que, no serían revocados, sino vacados. El 2016 Keiko Fujimori y sus 73 congresistas prometieron destruir a PPK y lo consiguieron. De ahí en más, buena parte del juego político no lo constituye el esfuerzo por procesar las demandas ciudadanas, sino por burlarlas.
Los ejemplos
se multiplican. El golpe de Estado de Pedro Castillo es paradigmático. Nadie lo eligió para gobernar por decreto-ley, ni clausurar
los poderes del Estado, ni para imponer una asamblea constituyente, pero
qué diablos. El señor López
Aliaga se la pasó diciendo que sufriría un fraude en la elección que
finalmente ganó. Y los Congresos
han tenido como objetivo –y este con más ahínco
y éxito que los previos—amañar normas, infiltrar y capturar organismos para, en última instancia, poder desactivar la voluntad popular.
Su desesperación por controlar la Junta
Nacional de Justicia responde al
deseo de intervenir la ONPE y a la RENIEC. Y no dejemos de
mencionar las “inhabilitaciones” dirigidas con ojo político y excluyente descarado.
Si
a esto agregamos que se ha impedido con malas artes
la inscripción de varios partidos
políticos tenemos un panorama en que los derechos políticos –y aquí solo me he detenido en el más elemental
de estos, el voto—han sufrido un retroceso tremendo respecto del 2013 y nadie puede asegurar que el proceso electoral del próximo año alcanzará un estándar democrático. La gente, mientras tanto, reconoce perfectamente el retroceso. Según
la encuesta LAPOP, en 2012 el 15% de los peruanos se sentía
bien representado y el 2023 esto se
redujo a 4%. Hoy debe ser cercano a cero.
Los
derechos civiles también se han hundido.
(Antes
una advertencia rápida: como en todo lo
que refiere a temas institucionales
en el Perú, no debemos confundir
nuestro actual deterioro con algún
tipo de pasado glorioso. Siempre
fuimos un desastre, el asunto es que
lo éramos un poco menos.)
Los derechos civiles refieren, por nombrar algunos básicos, al derecho
a la vida, al libre tránsito, a la propiedad
privada o a poder expresarse con
libertad. El derecho a la vida, el más básico, se ha relativizado en términos
que eran ajenos al 2013 cuando
publiqué Ciudadanos
sin República. Quiero decir, cuando ocurrió la masacre de Bagua el año 2009 cayeron varias
autoridades. Funcionó alguna forma de responsabilidad
política ante una desgracia absoluta. Hoy eso se diluyó. Las masacres a inicios del gobierno de Dina
Boluarte ya no produjeron una
responsabilidad parecida. Nadie la censuró,
el establishment nacional
osciló entre aplaudirlas y hacerse el sueco. Al mismo tiempo, el Congreso desactivó toda investigación sobre la represión y muertes
durante el breve gobierno de Manuel
Merino. Que el Estado asesine
ilegalmente ya no produce responsabilidad política ni indignación en las
distintas elites. El derecho a la vida se ha puesto entre paréntesis.
Y,
al mismo tiempo, se
extiende el asesinato criminal. “Cuchillo” y “bisturí” son dos caras de
un mismo fenómeno. El año 2017
hubo 671 homicidios y en lo que va del 2025 estamos por llegar a 1000. Según el SINADEF, en el Perú cada cuatro horas alguien es asesinado.
La
degradación del
derecho a la vida está atado al deterioro de otro derecho civil elemental:
el derecho
a la propiedad privada. La ciudadanía
está a merced de distintas mafias
que se expanden frente a un Estado y unas autoridades que, si antes tenían problemas de incapacidad, ahora lo que las describe mejor es la complicidad. El país entero es un terreno traficado o por traficar; la
extorsión es un acápite más en el
presupuesto familiar. Y el Congreso con el Ejecutivo expanden y refinan la impunidad que
precariza a los peruanos.
Muchos
países de América Latina pasan por una degradación de
la ciudadanía, en especial de los derechos civiles. Las nuevas
economías criminales –sofisticadas,
entrelazadas y transnacionales-- despliegan
una serie de prácticas que atentan
contra la ciudadanía. Y en la mayoría de los casos podríamos establecer que el deterioro
de los derechos civiles lleva al de
los derechos políticos. El caso salvadoreño
es paradigmático: una ciudadanía
aterrorizada por décadas ante grupos
criminales que dominaban el 70% de los
barrios prefirieron renunciar a
sus derechos políticos con tal de recuperar
los elementales derechos civiles de libre tránsito, a la vida o a la propiedad. Y ese trueque
fáustico les ha dado resultado:
al tiempo que han regresado los negocios
a los barrios y la gente puede desplazarse sin temor a ser asesinada por la mara, han entronizado a su buen tirano. Por el momento
están contentos. Recuperaron unos
elementales derechos civiles.
Pero
el caso peruano es
distinto, al menos en dos aspectos. Primero, entre nosotros, la degradación de la política abrió espacio a la criminalidad.
Como proponíamos con Rodrigo Barrenechea en un libro
del año pasado, el vaciamiento democrático llevó a la perforación del Estado de derecho. O traduzcámoslo
a sus consecuencias sobre la ciudadanía:
la degradación de los derechos
políticos impulsó la erosión de los
civiles. Lo contrario de El Salvador.
Y luego hay una segunda y crucial diferencia: en el Perú se están hundiendo todas las dimensiones de la ciudadanía. No hay trueque. La economía ya no tiene fuerzas para mantener a flote la política; las elecciones no
consiguen alterar la descomposición estatal y social; los derechos civiles no reflotan a los políticos, ni los políticos a los civiles o sociales.
A
este paso la nueva
edición de Ciudadanos
sin república deberá titularse Ciudadanos sin ni michi.
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