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“Ante el actual
desvanecimiento de las narrativas legitimadoras y el extravío del
curso histórico del capitalismo, la ideología
de la geoeconomía es uno, de los varios
intentos que aun abran, para llenar ese vacío existencial de creencias
cohesionadoras. Su aporte radica en sacar a luz la sistemática e
ininterrumpida presencia del Estado
en la organización de la economía de
los países. Los Estados
monopolizan recursos económicos, bajo
la forma de impuestos, derechos, bienes públicos y de deuda. Los estados
centralizan la emisión del
dinero, las tasas de interés, el valor del salario, el valor de las
propiedades, incluidas las educativas. Cierran mercados, abren fronteras, crean mercados, direccionan
flujos financieros, regalan dinero, expropian dinero castigan a ciertas clases sociales, ayudan a formarse a otras y, por, sobre todo,
concentran el sentido de pertenencia de
las sociedades a una única entidad
territorial. Al ser, temporalmente,
la exclusiva forma de unificación material y espiritual de la sociedad, los Estados son las privilegiadas fuentes de coacción
económica y producción de legitimidad
de los gobiernos. Y hoy, los
debates sobre geoeconomía lo que hacen es desnudar brutalmente esa su
función real.
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GEOECONOMÍA Y ESTADO.
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Por Álvaro
García Linera.
Sociólogo.
Científico Social. Maestro Universitario.
Fuente.
Página /12 domingo 1 de junio del 2025.
Primero
fue el FMI que usó la
categoría para alertar de la fragmentación regional del globalismo. Luego el Financial Times lo menciona para nombrar el
inicio de una nueva era de relaciones internaciones. Geoeconomía es el nuevo
concepto que algunos de los productores de narrativas políticas buscan instalar
como alternativa al declive del ideologema
neoliberal. Ciertamente hay autores que intentan proporcionar una estructura argumental más seria como
Babic (Geoökonomie.
Anatomie der neuenWeltordnung, 2025); e, incluso, otros ensayan fórmulas matemáticas
básicas con el objeto de parametrizar el concepto y prever comportamientos gubernamentales venideros (Clayton, The political economy of geoeconomic power, 2025). Lo cierto es que estamos ante una categoría
que será invocada con más frecuencia por economistas
y políticos.
La mayoría de los autores que nombran a la geoeconomía lo hacen para resaltar el uso estatal de coacciones comerciales y financieras para inducir a otros estados a realizar acciones que beneficien económica y geopolíticamente al primer Estado, dando lugar a espacios regionales de influencia y vasallaje. Las herramientas que se utilizan para tal propósito van desde las sanciones económicas (por ejemplo, excluir a un país del sistema Swift); control de exportaciones (por ejemplo, prohibir la venta de biotecnología a China); reestructurar las cadenas de suministros (por ejemplo, relocalizar los lugares donde se fabrican automóviles); manipular la ayuda exterior para asegurar alineamiento político (por ejemplo, que el FMI otorgue préstamos a un determinado país); presionar a empresas nacionales o extranjeras para que modifiquen sus inversiones (por ejemplo, que Apple fabrique el IPhone en EEUU); subir los aranceles para limitar importaciones (por ejemplo, el 30% a las industrias más eficientes de China o Alemania); subvencionar con fondos públicos emprendimientos privados en el país (por ejemplo la ley CHIPS en EE.UU), etcétera. Es decir, el uso del poder del Estado para lograr objetivos económicos y políticos estratégicos frente a otros estados.
Para cualquier persona medianamente
informada se trata de acciones que no tienen
nada de extraordinario. Son
actividades que un gobierno, con una
mirada de mediano plazo del bienestar
de su población, ha implementado para apuntalar el crecimiento económico de su nación. El industrialismo asiático de los últimos 30 años ha crecido bajo la atenta protección de un Estado
intervencionista que regulaba a su beneficio el libre comercio occidental. Igualmente, las invasiones norteamericanas a Irak, Libia o Afganistán nos recuerdan que las grandes potencias
imperiales finalmente lo son porque
someten a su interés estatal a naciones
más débiles. Incluso el modelo
híbrido que propugnan las nuevas derechas norteamericanas y
europeas, proteccionismo hacia afuera y neoliberalismo redoblado
hacia adentro, requiere de un Estado fuerte que lo implemente.
Lo novedoso no son pues las acciones
“geoeconómicas”, sino el momento
en que estas se intensifican para ser reivindicadas y, con ello, a la vez, se abdica de un orden mundializado para dar
paso a zonas de influencia
regionalizadas.
Claro, en tiempos en que las grandes
potencias mundiales hacían pasar sus coacciones y directrices estatales
como “leyes naturales de la economía”, el
intervencionismo estatal no
desapareció, solo que quedó almibarado
por la gran narrativa del “libre
comercio” y achicamiento del Estado.
Las políticas de privatización (implementadas
por los estados), de desregulación laboral (implementadas
por los estados), de apertura de
fronteras y protección de la inversión
extranjera (implementadas por los estados), desde los años 80s del siglo XX, estabilizaron la economía, apuntalaron tasas
moderadas de crecimiento, en todo caso, mejores que las de los últimos años
del ciclo del capitalismo de Estado
(1940-1970).
Como lo muestran las estadísticas del gasto público mundial (Our world data), en todos los años de victoria del “libre mercado”, el poder económico del
Estado en las economías más
poderosas nunca disminuyó. Pero, no
se lo usó para universalizar la riqueza
estatalmente monopolizada sino, se la
transfirió privilegiadamente a un segmento reducido de la sociedad
(los exportadores, la inversión
extranjera, el mundo de las finanzas). Y
todo ello bajo la apariencia del despliegue de “leyes” económicas “naturales”.
La trama del comercio global fue un tejido
mundial en el que los estados eran
los nodos que garantizaban los flujos transfronterizos de capital, mercancías y personas. Lo que se presentaba como la “mano invisible del mercado” era en
realidad la sumisa mano colaborativa de los estados,
especialmente los más pequeños, en los que se hacía reposar los cursos de desposesión de los salarios,
los recursos comunes y el consumo. En ese sentido el neoliberalismo fue la narrativa cultural
que encubrió esta reorganización de la economía
mundial alrededor de los estados
financieramente más fuertes.
Pero ahora, todo este edificio se viene abajo. El globalismo engendró descontentos por el incremento de la desigualdad.
Desindustrializó a las potencias financieras y reindustrializó
a quienes pudieron ofrecer mercancías más
baratas a los consumidores globales,
acelerando la transición de los hegemones
mundiales. Y, con ello, la narrativa
dominante del globalismo perdió
credibilidad para explicar el nuevo contexto de un “occidente” en declive, unas clases medias enfadadas y unos mercados cada vez más violentados por decisiones políticas proteccionistas.
Ante el actual desvanecimiento de las narrativas legitimadoras y el extravío del
curso histórico del capitalismo, la ideología
de la geoeconomía es uno, de los varios
intentos que aun abran, para llenar ese vacío existencial de creencias
cohesionadoras. Su aporte radica en sacar a luz la sistemática e
ininterrumpida presencia del Estado
en la organización de la economía de
los países. Los Estados
monopolizan recursos económicos, bajo
la forma de impuestos, derechos, bienes públicos y de deuda. Los estados
centralizan la emisión del
dinero, las tasas de interés, el valor del salario, el valor de las
propiedades, incluidas las educativas. Cierran mercados, abren fronteras, crean mercados, direccionan
flujos financieros, regalan dinero, expropian dinero castigan a ciertas clases sociales, ayudan a formarse a otras y, por, sobre todo,
concentran el sentido de pertenencia de
las sociedades a una única entidad
territorial. Al ser, temporalmente,
la exclusiva forma de unificación material y espiritual de la sociedad, los Estados son las privilegiadas fuentes de coacción
económica y producción de legitimidad
de los gobiernos. Y hoy, los
debates sobre geoeconomía lo que hacen es desnudar brutalmente esa su función real.
Si bien aún hay feligreses del
libre mercado que señalan al Estado como un “crimen”, los verdaderos
señores de la economía global saben que esas frases están hechas para fósiles
tontos que añoran el liberalismo
decimonónico. El Estado es
la mayor fuente de poder concentrado que poseen las sociedades y ningún interesado en
el curso acrecentado de sus negocios puede dejar de lado el cálculo de
iniciativas que debe obtener para usufructuar
de una parte de ese poder y riqueza monopolizadas. Igualmente, la sociedad
laboriosa sabe que, los esfuerzos por ampliar
derechos y socializar riqueza pasan por una democratización ascendente
de ese poder estatal.
Pero lo que ahora está en juego ante este regreso crudo de la temática estatal es saber cuáles serán las maneras
adecuadas de su intervención,
las formas eficaces del uso de su poder y recursos para apuntalar un nuevo
ciclo expansivo de crecimiento económico y reorganizar
el comercio mundial.
En todo caso, sea lo que sea que emerja
en la siguiente década como nuevo ciclo de acumulación económica y
legitimación política mundial, tendrá al Estado como un elemento
central de su composición histórica.
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