&&&&&
La globalización -término hoy
"demasiado" de moda; en todo caso, eufemismo por decir "triunfo
del capitalismo sobre las primeras experiencias socialistas"- es un proceso no sólo económico. Es más: si
queremos extremar el concepto, donde más podemos verla, sufrirla incluso, es en
la perspectiva ecológica que viene
trayendo el nuevo modelo de producción industrial surgido hace doscientos años,
hoy triunfador absoluto en todo el mundo. La
globalización, en términos estrictos, es
ante todo la mundialización de los problemas medioambientales, de los que
nadie, en ningún punto del globo, puede sustraerse. Por tanto, la solución a esa degradación de nuestra
casa común -el
planeta Tierra- que desde hace algunos años se viene dando con una
velocidad vertiginosa, es más que un
problema técnico: es político, y no hay ser
humano sobre la faz del planeta que no tenga que ver con él. Así como nadie
escapa a la publicidad comercial que inunda el globo, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero negativo,
a la lluvia ácida, a la desertificación y a la falta de agua potable; en
ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización que en el campo de la ecología. Y al mismo tiempo,
en ningún campo de acción en torno a grandes problemas humanos se encuentran
respuestas más comunes, más globalizadas
que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental. Un
habitante de las Maldivas, consumiendo
100 veces menos que un estadounidense
o un europeo, está tanto o más afectado que ellos por los modelos de desarrollo injustos y
depredadores que envuelven a toda la humanidad. Dicho muy rápidamente: o nos salvamos todos, o
no se salva nadie.
/////
La globalización de la ecología: nadie
escapa al efecto invernadero negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación
y a la falta de agua potable.
***
Nuestra casa común, la Tierra, está en
peligro. Un problema que toca a todos.
*****
Lunes 10 de septiembre del 2012.
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
.
"No entiendo por qué nos matan a nosotros y destruyen nuestros bosques sacando petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York".
"No entiendo por qué nos matan a nosotros y destruyen nuestros bosques sacando petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York".
Dirigente indígena
ecuatoriano
La "Flor de las
Indias", como las llamara Marco Polo cuando las conoció, es decir: las mil
doscientas pequeñas islas e islotes de coral desperdigadas por el Océano Indico
más conocidas como Islas Maldivas, con sus 225.000 habitantes (hoy día paraíso
turístico… para quienes pueden pagar el viaje), están condenadas a desaparecer
bajo las aguas oceánicas en un lapso no mayor de 50 años si continúa el
calentamiento global de nuestro planeta -fundamentalmente debido a la
sobreemisión de gases de efecto invernadero, en especial de dióxido de carbono
(CO2)- y el consecuente derretimiento de casquetes polares y glaciares con el
subsiguiente aumento de la masa líquida de la superficie terrestre. Lo curioso
-¿tragicómico?, ¿incomprensible?- es que los habitantes de esta región
geográfica no han vertido prácticamente ni un gramo de este agente
contaminante.
La globalización
-término hoy "demasiado" de moda; en todo caso, eufemismo por decir
"triunfo del capitalismo sobre las primeras experiencias
socialistas"- es un proceso no sólo económico. Es más: si queremos extremar
el concepto, donde más podemos verla, sufrirla incluso, es en la perspectiva
ecológica que viene trayendo el nuevo modelo de producción industrial surgido
hace doscientos años, hoy triunfador absoluto en todo el mundo. La
globalización, en términos estrictos, es ante todo la mundialización de los
problemas medioambientales, de los que nadie, en ningún punto del globo, puede
sustraerse (tal como nos lo ilustra el ejemplo de apertura).
Por tanto, la solución a
esa degradación de nuestra casa común -el planeta Tierra- que desde hace
algunos años se viene dando con una velocidad vertiginosa, es más que un
problema técnico: es político, y no hay ser humano sobre la faz del planeta que
no tenga que ver con él. Así como nadie escapa a la publicidad comercial que
inunda el globo, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero
negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación y a la falta de agua potable;
en ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización
que en el campo de la ecología. Y al mismo tiempo, en ningún campo de acción en
torno a grandes problemas humanos se encuentran respuestas más comunes, más
globalizadas que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental. Un
habitante de las Maldivas, consumiendo 100 veces menos que un estadounidense o
un europeo, está tanto o más afectado que ellos por los modelos de desarrollo
injustos y depredadores que envuelven a toda la humanidad. Dicho muy
rápidamente: o nos salvamos todos, o no se salva nadie.
Quizá en un primer
abordaje del asunto del desastre ecológico que padecemos, podríamos estar
tentados a considerarlo como consecuencia de factores exclusivamente ligados a
la tecnología, solucionables también en términos puramente técnicos. Pero la
tecnología es un hecho altamente político. Si nuestra forma de concebir e
impulsar la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de
desarrollo (sin dudas bastante contrario al equilibrio ecológico), ello es,
ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las
relaciones sociales y con el medio circundante.
La industria moderna,
hija del capitalismo, ha transformado profundamente la historia humana. En el
corto período en que la producción capitalista se enseñoreó en el mundo -estos
últimos dos siglos, desde la británica máquina de vapor de James Watt en
adelante- la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en su ya
dilatada existencia de dos millones y medio de años. En principio podría
saludarse ese salto adelante como un gran paso en la resolución de ancestrales
problemas: desde que la tecnología se basa en la ciencia que abre el
Renacimiento europeo con su visión matematizable del mundo y la primacía del
concepto como llave para entender y actuar sobre la realidad, se han comenzado
a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas
transformaciones, se hizo más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza.
Pero esa modificación en
la productividad no dio como resultado solamente un bienestar generalizado.
Concebida como está, la producción es, ante todo, mercantil. Por tanto, lo que
la anima no es sólo la satisfacción de necesidades, sino el lucro. Más aún: la
razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener
beneficios económicos. A partir de esta clave esencial puede entenderse la
historia que transcurrió en este corto tiempo desde la máquina de vapor de
mediados del siglo XVIII a nuestros días; la historia del capitalismo (europeo
primero, americano luego, igualmente el japonés, hoy día extendido
planetariamente) no es otra cosa que la obsesiva búsqueda del lucro, no
importando el costo. Si para obtener ganancia hay que sacrificar pueblos
enteros, diezmarlos, esclavizarlos, e igualmente hay que depredar en forma
inmisericorde el medio natural, ello no cuenta. La loca sed de ganancias no
mide consecuencias.
Hoy día, dos siglos
después de puesto en marcha ese modelo, la humanidad en su conjunto paga las
consecuencias. ¿Se merecen los habitantes de las Maldivas desaparecer bajo las
aguas porque en Los Ángeles, Estados Unidos, hay un promedio de un automóvil de
combustión interna por persona arrojando dióxido de carbono, o porque los
ciudadanos estadounidenses económicamente más privilegiados consumen más de 100
litros diarios de agua, mientras uno en el África debe conformarse sólo con
uno? ¿Se merece cualquier habitante del planeta tener 13 veces más riesgo de
contraer cáncer de piel a partir del adelgazamiento de la capa de ozono que
cien años atrás por el hecho de tener cerveza fría en la refrigeradora? ¿Es
éticamente aceptable que un perrito de un hogar del "civilizado"
primer mundo consuma un promedio anual de carne roja superior al de un
habitante del Sur o que tenga servicios psicológicos mientras en otros países
faltan vacunas básicas… ¡o comida!?
Aunque hay alimentos en
cantidades inimaginables, viviendas cada vez más confortables y seguras,
comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo
libre para la recreación, etc., etc., la matriz básica con que el capitalismo
se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la
mercancía y su comercialización que el sujeto para quien va destinada. Si
realmente hubiera interés en lo humano, en el otro de carne y hueso que es
nuestro semejante, nadie debería pasar hambre, ni faltarle agua, ni sufrir con
enfermedades que la técnica está en condiciones de vencer. En definitiva, se ha
creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de
la vida como especie en función de seguir obteniendo ganancia. Para que un 20 %
de la humanidad consuma sin miramientos, un 80 % ve agotarse sus recursos. Y el
planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro
trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo
se va tornando invivible. Peligroso, sumamente peligroso incluso.
La cada vez más
alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos
tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el
adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los
desechos atómicos, son problemas de magnitud global a los que ningún habitante
de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es, claramente, un
problema político y no sólo técnico. Y es en la arena política -las relaciones
de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos- donde
puede encontrar soluciones.
En el Foro Mundial de
Ministros de Medio Ambiente reunido en la ciudad de Malmoe, Suecia, en mayo del
2000 en el marco del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente
(PNUMA), se reconocieron en la llamada Declaración de Malmoe que las causas de
la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y
económicos tales como la pobreza generalizada, los patrones de producción y
consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la
carga de la deuda externa de los países pobres.
En otros términos, vemos
que la destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas,
a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de
poder; en definitiva: a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el
capitalismo y con la ciencia occidental moderna, además de producir un salto
tecnológico sin precedentes (quizá más que la aparición de la agricultura, o de
la rueda o la navegación a vela) generó también problemas de magnitud
descomunal. El poder de destrucción -y de autodestrucción- alcanzado por la
especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las
posibilidades de autodesaparecernos son cada vez más grandes. Valga agregar que
la totalidad del poder atómico con fines militares generado en la actualidad
-alrededor de 14.000 ojivas nucleares, detentando Washington casi la mitad,
cada una de ellas equivalente a 20 bombas de las arrojadas sobre Hiroshima-
posibilitaría generar una explosión cuya onda expansiva llegaría hasta la
órbita de Plutón; proeza técnica, sin dudas, pero que no termina con el hambre,
nuestra principal causa de muerte todavía.
En otros términos: el
desprecio moderno por el medio ambiente que nos lega el capitalismo de Europa
se ha instalado con una soberbia aterradora. Los esquemas que utilizó, o
utilizan, las experiencias socialistas no le dieron un mejor trato a nuestra
común, el planeta, que lo que le dio el capitalismo.
Lo cual reafirma que
occidente y la idea de desarrollo que ahí se gestó están en franca desventaja
con otras culturas (orientales, americanas precolombinas, africanas) en
relación a la cosmovisión de la naturaleza, y por tanto al vínculo establecido
entre ser humano y medio natural. El desastre ecológico en que vivimos no es
sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es
sustentable en el tiempo y centrado en el sujeto concreto de carne y hueso que
somos, no es desarrollo. Si se puede destruir el lejano Plutón pero no se puede
asegurar la vida de los habitantes de las Maldivas porque la idea de desarrollo
no los contempla, porque no son "viables", entonces hay que cambiar
ese modelo, por inservible. Es una pura cuestión de sobrevivencia como especie.
A no ser que haya sectores sociales -detentadores
de omnímodos poderes, por cierto- que ya estén apostando por una vida fuera de
este planeta, contaminado, lleno de "pobres", sin solución en
definitiva. Pero los que no hacemos voto por ello, los mortales de a pie, los
que creemos que es más importante un habitante de las Maldivas que cambiar el
automóvil cada año, los que no queremos morir de un evitable cáncer de piel, o
tapados por el derretimiento de los hielos polares, tenemos mucho por seguir
luchando aún. El problema de nuestra casa común nos toca a todos. Todos,
entonces, podemos -tenemos- que hacer algo. Involucrarse en estos asuntos es,
definitivamente, hacer política. Votar cada tanto tiempo para que nuestros representantes nos
¿representen? y arreglen las cosas, no parece la mejor manera de hacer la
política.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario