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Vivimos hoy en un mundo más interconectado que nunca, con continuas
innovaciones tecnológicas y científicas, pero sujeto a la
recurrencia de inciertos avances económicos y profundas crisis. Un mundo en el cual se asiste a una
creciente polarización económica y social de riqueza y pobreza (entre
regiones y países y en el interior de unas y otros); a conflictos internacionales y guerras de distinto tipo; a la
persistencia de superpotencias y desigualdades notorias en el poder
internacional; a violaciones frecuentes de derechos
humanos, soberanos o jurídicos; a la conformación de bloques e
instituciones regionales; a una explotación
cada vez más imprudente de los recursos naturales; a la aparición y
predominancia de ideologías simplistas o fundamentalistas, económicas,
políticas o religiosas; al aumento del
terrorismo y diversos tipos de organizaciones criminales; a una gran diversidad
de procesos culturales y movimientos populares contestatarios. La
comprensión de estos fenómenos, sumamente complejos, todos ellos con profundas
raíces en el pasado, exige no sólo encuadrarlos y pensarlos simultáneamente, sino reconstruirlos de un modo preciso, estudiando
sus vínculos recíprocos, así como tratar de capitalizar los conocimientos que aportan diversas disciplinas,
como la economía, las ciencias políticas o las relaciones internacionales;
aunque éstos priorizan, por lo general, lo teórico o lo pragmático, cuando, por
el contrario, la
historia los contextualiza y engloba, los transforma en instancias mismas de su
propio contenido.
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La
historia, como el Ave Fénix, resurge todo el tiempo de sus cenizas”, destacó
Mario Rapoport al recibir el premio.
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MARIO RAPOPORT: PENSAR LA HISTORIA.
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Mario
Rapoport.
Página
/12 domingo 27 de abril del 2014.
Es
bueno que existan no una sino muchas escuelas de pensamiento histórico
distintas, lo que no fue siempre el caso en nuestro país. Esto último ocurre
cuando algunos historiadores no reconocen sus propios límites, que suponen la
relatividad de nuestros conocimientos y el hecho de que pertenecen a un tiempo
determinado y no pueden escapar a las ideologías y a las presiones de cada
época.
Hay diferentes formas de
interpretar la historia y todas ellas tienen como premisa una revisión de ella.
El material con el que nos manejamos no es una caja vacía, como la página en
blanco que el novelista debe llenar con su imaginación, pero tampoco está llena
de certezas. Predominan numerosos interrogantes.
En mi caso, me voy a referir
especialmente, como economista y como historiador, a la historia económica y
social y a la historia de las relaciones internacionales, sobre todo de las
épocas más recientes, los dos campos de estudio a los que me he dedicado.
Vivimos hoy en un mundo
más interconectado que nunca, con continuas innovaciones tecnológicas y
científicas, pero sujeto a la recurrencia de inciertos avances económicos y
profundas crisis. Un mundo en el cual se asiste a una creciente polarización
económica y social de riqueza y pobreza (entre regiones y países y en el
interior de unas y otros); a conflictos internacionales y guerras de distinto
tipo; a la persistencia de superpotencias y desigualdades notorias en el poder
internacional; a violaciones frecuentes de derechos humanos, soberanos o
jurídicos; a la conformación de bloques e instituciones regionales; a una
explotación cada vez más imprudente de los recursos naturales; a la aparición y
predominancia de ideologías simplistas o fundamentalistas, económicas,
políticas o religiosas; al aumento del terrorismo y diversos tipos de
organizaciones criminales; a una gran diversidad de procesos culturales y
movimientos populares contestatarios.
La comprensión de estos
fenómenos, sumamente complejos, todos ellos con profundas raíces en el pasado,
exige no sólo encuadrarlos y pensarlos simultáneamente, sino reconstruirlos de
un modo preciso, estudiando sus vínculos recíprocos, así como tratar de
capitalizar los conocimientos que aportan diversas disciplinas, como la
economía, las ciencias políticas o las relaciones internacionales; aunque éstos
priorizan, por lo general, lo teórico o lo pragmático, cuando, por el
contrario, la historia los contextualiza y engloba, los transforma en
instancias mismas de su propio contenido.
En tiempos recientes, la
expansión de una profusa ensayística sobre la llamada globalización, de matriz
neoliberal, en su afán de eternizar el presente, llegó a proclamar el fin de la
historia y a enunciar leyes eternas y abstractas, fundamentalmente económicas
–por ejemplo, las de los mercados globales y autorregulados donde el hombre y
sus conductas son simples abstracciones predeterminadas–, dejando únicamente
para el historiador los intentos de capturar el puro “instante” subjetivo, lo
puramente biográfico; o de realizar un microanálisis independiente de todo
contexto poniendo así en evidencia su carácter a-histórico o mejor aún
anti-histórico.
Una visión que se
compatibiliza con el diagnóstico sobre los cambios mundiales de los años ’90:
si antes había habido historia (en el sentido del desarrollo y las
transformaciones cualitativas de los procesos sociales) ahora ya no la habría o
ésta era un “mero residuo tribal” de épocas pasadas.
Ese “pensamiento único”
exaltaba lo nuevo y obturaba una comprensión profunda del presente y del
pasado, de la particular combinación de continuidades y rupturas.
La proclamación, asimismo,
de otros finales –de los Estados-nación, de los ciclos y las crisis, de los
imperios– desafiaba en su mismo objeto a la disciplina histórica. Así, por
ejemplo, ya que se sostenía la caducidad del Estado-nación, no habría
relaciones internacionales, reemplazadas por el estudio de las combinaciones
entre lo “local” y lo “global”. Esas ideas, desmentidas crudamente por la
realidad que vivimos, todavía influyen y seguirán influyendo a través de los
mundos virtuales y los intereses que los nutren, y exigen profundizar el aporte
empírico y teórico, tanto de los procesos mundiales como el de nuestras propias
historias nacionales y regionales.
La historia del tiempo
presente, de las crisis, de los ciclos y de las incertidumbres forma, en este
sentido, una parte importante de nuestra tarea. En los movimientos y procesos
actuales descubrimos las puntas del iceberg que en el pasado hundieron muchos
Titanic. En todo caso, somos prisioneros del presente y el pasado se nos abre
como las puertas de una cárcel para poder explicar mejor los paisajes que nos
rodean o los caminos de salida que podemos percibir.
Un plano de la discusión
entre los intelectuales críticos de estas concepciones era el de indagar sobre
la profundidad histórica de los fenómenos económicos que se pretendían
conceptualizar bajo el nombre de globalización. Sus orígenes se situaban, en
verdad, como lo han demostrado numerosos estudios, en los albores del
capitalismo europeo, poniendo de manifiesto la correlación entre la
conformación de una economía mundial y el desarrollo de los espacios económicos
nacionales y de las relaciones centro-periferia. Había así una continuidad
esencial con el pasado y la necesidad del análisis histórico para la crítica de
las ideologías económicas en boga.
Otro plano era el de la
necesaria distinción entre los hechos y las ideologías, que tenían sus raíces
en el pensamiento neoliberal. Esa crítica desmontaba una pretendida teoría que
al absolutizar el grado de internacionalización de las relaciones económicas,
diluía e incluso proclamaba el fin tanto de las asimetrías y de la polarización
económica y política entre grandes potencias y países periféricos, llegándose a
enunciar incluso la caducidad del fenómeno histórico nacional.
En cuanto emergían
crecientes pujas y conflictos internacionales y surgían diversos movimientos
nacionales de distinto tipo y significación económica, política e ideológica,
éstos eran presentados como resabios de una época ya superada, lo que no era el
caso para las nuevas intervenciones militares y la violación de los derechos
soberanos y humanos de otros países por parte de las grandes potencias.
En última instancia, esta
visión de la globalización configuraba una ideología que en sus versiones más
extremas se convertía en una vulgar apología de la expansión del capital
financiero y económico transnacional y en una profundización de las
desigualdades entre países y regiones, la mayor parte de las cuales quedaban
excluidas de los presuntos beneficios de la globalización.
La historia era
interpelada en su propio objeto porque, en el mismo momento en que se
proclamaba la caducidad de los “grandes relatos”, la ideología globalista
proyectaba sobre el pasado una interpretación evolutiva, unilineal y mecánica,
basada en el ascenso del capitalismo, entendido como ley natural y “economía” a
secas: una interpretación en la que los conflictos de los siglos XIX y XX, las
crisis mundiales y las guerras, el imperialismo y las resistencias nacionales,
la descolonización y las revoluciones sociales se convertían en extravíos
históricos, en expresión de irracionalidad (porque no, cultural) frente a la
marcha irresistible del progreso. En suma, se retrocedía de las expresiones más
avanzadas de la historiografía a un evolucionismo economicista y positivista,
que por otra parte escamoteaba también las propias contradicciones económicas
del presente.
Por el contrario, nuevas
corrientes historiográficas aportaron elementos de comparación que permitieron
encontrar, entre aspectos novedosos, viejas tendencias en el proceso de la
“financiarización” de la economía internacional y de las burbujas especulativas
que precedieron a la actual crisis mundial.
Con el estallido de esta
última, que les daba la razón y destruía en los hechos esas ideologías, se
constató que la misma constituía no sólo la culminación de crisis sucesivas que
afectaron distintas regiones y países y cuyo origen se situaba en los años ’70,
con la caída del dólar y el alza de los precios del petróleo, sino que también,
en muchos de sus aspectos, contenía elementos de la gran depresión de los años
’30, como si el capitalismo poco hubiera aprendido de su propia historia. El
fracaso de Bretton Woods ya era una señal evidente de ello.
En el caso argentino, la
exaltación de la globalización, el pretendido triunfo del neoliberalismo, llevó
a muchos a creer, en los años ’90 del siglo pasado, que éramos de nuevo una
colonia informal próspera del mundo civilizado, como alguna vez lo habíamos
sido, y a considerar nuestro destino manifiesto el de ser un foco cultural y
material de la potencia dominante, antes europea ahora situada en la misma
vecindad, en medio de la presunta barbarie del resto de nuestro continente.
Sólo bastaba con volver al modelo agroexportador y vivir del endeudamiento
externo.
Todo lo que suponía la
defensa de intereses nacionales era atacado, bajo el supuesto de que ése había
sido el pecado por el cual nos habían presuntamente excluido del mundo. Pero la
crisis de 2001 demostró el fracaso de estas ideologías, algunos de cuyos
portavoces terminaron incluso por desear que fuéramos gobernados económicamente
por instituciones internacionales, porque según su mentalidad colonial no
podíamos hacerlo por nuestra propia cuenta. Por suerte, no fue así.
Recordemos, sin embargo,
que esos episodios tenían fuertes antecedentes. Así, por ejemplo, promediando
el siglo XIX, frente a la primera crisis financiera de magnitud, un presidente
juraba que millones de argentinos “economizarían hasta sobre su hambre y su
sed” para responder a los compromisos de la deuda externa contraída
imprudentemente; y que aun desde mucho más lejos resuenan los ecos del inútil
empréstito Baring de 1824, que terminó de pagarse casi un siglo más tarde.
¿Cuánto del despilfarro,
de la corrupción, de la riqueza mal ganada y de la desigual distribución de los
ingresos que vivimos durante tantos años y que en parte seguimos viviendo
estaba inscrito ya en esas etapas de nuestra vida pública?
Esto lo ha demostrado
ampliamente, para varias etapas de nuestra historia, José María Rosa, aquel
ilustre historiador que lleva el nombre del premio que hoy me han otorgado,
muchas veces relegado por aquellos que conformaban la historiografía oficial
junto a otros intelectuales de igual valor que pagaron con el silencio o el
desprecio su defensa de los intereses argentinos.
Este premio constituye
para mí el reconocimiento de una obra que responde a un pensamiento nacional, está
basada rigurosamente en fuentes documentales y trata de tener en cuenta el
conjunto de factores económicos, políticos y sociales de manera de impedir
cualquier interpretación unilateral de nuestro pasado. La historia, como el Ave Fénix, resurge todo el
tiempo de sus cenizas
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Extractos del discurso pronunciado por el autor en ocasión del Premio Bianual
José María Rosa otorgado por el Instituto Dorrego.
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