“La obra de Keynes se basa en el principio de la
demanda efectiva: la producción de
mercancías se ajusta o depende de la demanda de mercancías. Esta idea implica
una transformación radical: la actividad económica está determinada por la
demanda, no por las limitaciones que pudieran encontrarse por el lado de la
oferta (dotaciones de recursos o por la tecnología). La idea choca radicalmente con la ley de Say y el establishment no
tardó en darse cuenta del peligro de este mensaje subversivo. Keynes identificó
los dos componentes de la demanda agregada, el consumo y la inversión. El consumo es más o menos estable, pero es
insuficiente porque la propensión a consumir (cuando aumenta el ingreso)
crece menos que proporcionalmente. La
inversión, por su lado, puede colmar la brecha para alcanzar el pleno
empleo (los inversionistas también demandan bienes y servicios para sus
proyectos). Sin embargo, la inversión es
inestable porque depende de las expectativas de los inversionistas y está condicionada
por la incertidumbre, otro personaje clave en la obra de Keynes”.
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KEYNES EL SUBVERSIVO.
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Alejandro Nadal.
La Jornada sábado 30 de abril del
2016.
El primer día de 1935 encontró a
John Maynard Keynes escribiendo una carta para George Bernard Shaw. En la
misiva señaló: Creo estar escribiendo un libro sobre teoría económica que
revolucionará en gran medida la manera en que el mundo piensa sobre los problemas
económicos. Mostrando cierta cautela agregaba en un paréntesis que ese
resultado no se dejaría sentir inmediatamente, pero sí en los próximos 10 años.
Quién le iba a decir que pasado el decenio, él estaría a punto de morir de
manera prematura (a los 62 años) y que ya se habría iniciado un proceso
contrarrevolucionario para distorsionar y aniquilar los principales
descubrimientos de su obra.
Keynes tenía razón. Su obra fue
revolucionaria. Y el mensaje central fue juzgado subversivo por la clase política
y por la mayoría de sus colegas en el mundo académico. Ese mensaje puede
sintetizarse en una frase: las economías capitalistas son intrínsecamente
inestables y pueden mantener niveles de desempleo socialmente inaceptables
durante largos periodos de tiempo.
La teoría de Keynes no se hizo en un día. La evolución puede resumirse en una de sus frases más célebres: el problema no está en las nuevas ideas, sino en escapar de las viejas formas de pensar que se ramifican, para nosotros que hemos sido educados en sus tradiciones, hasta ocupar todos los rincones de nuestra mente.
La teoría de Keynes no se hizo en un día. La evolución puede resumirse en una de sus frases más célebres: el problema no está en las nuevas ideas, sino en escapar de las viejas formas de pensar que se ramifican, para nosotros que hemos sido educados en sus tradiciones, hasta ocupar todos los rincones de nuestra mente.
El mundo anterior a Keynes rechazaba
la posibilidad de una crisis económica generalizada. Dominaba la idea según la
cual la venta de mercancías sirve para financiar la compra de otras mercancías.
Es decir, cuando una persona vende una mercancía lo hace para inmediatamente
comprar otra mercancía con el ingreso obtenido. Esta idea recibe el nombre de
ley de Say (por el economista francés del siglo XIX), y de aquí se desprende
que todo el ingreso se gasta y lo que no se gasta se ahorra. De ahí que Keynes
la redujo a la frase la oferta crea su propia demanda. Podría haber un problema
de desequilibrio en un mercado particular, pero, a nivel de toda la sociedad,
lo que deja de gastarse en un mercado se gastará en otro y siempre habrá, en el
agregado, un equilibrio.
La obra de Keynes se basa en el
principio de la demanda efectiva: la producción de mercancías se ajusta o
depende de la demanda de mercancías. Esta idea implica una transformación radical:
la actividad económica está determinada por la demanda, no por las limitaciones
que pudieran encontrarse por el lado de la oferta (dotaciones de recursos o por
la tecnología). La idea choca radicalmente con la ley de Say y el establishment
no tardó en darse cuenta del peligro de este mensaje subversivo.
Keynes identificó los dos componentes de la demanda agregada, el consumo y la inversión. El consumo es más o menos estable, pero es insuficiente porque la propensión a consumir (cuando aumenta el ingreso) crece menos que proporcionalmente. La inversión, por su lado, puede colmar la brecha para alcanzar el pleno empleo (los inversionistas también demandan bienes y servicios para sus proyectos). Sin embargo, la inversión es inestable porque depende de las expectativas de los inversionistas y está condicionada por la incertidumbre, otro personaje clave en la obra de Keynes.
En 1932 Keynes pudo reconocer la relación de identidad entre los agregados macroeconómicos inversión y ahorro. Es uno de los más importantes descubrimientos de Keynes y hoy el análisis monetario permite identificar no sólo la naturaleza, sino el mecanismo a través del cual se explica esta identidad. Por la creación monetaria de los bancos privados, ya no se necesita una reducción en el consumo para tener un ahorro que pueda invertirse. El crédito bancario genera los depósitos y un incremento en la inversión provoca crecimiento del ingreso. Aquí se invierte la relación de causalidad. Hoy sabemos que el ahorro no precede a la inversión. El alto nivel de consumo, no del ahorro, es lo que lleva a mayor inversión y al crecimiento del ingreso.
Keynes identificó los dos componentes de la demanda agregada, el consumo y la inversión. El consumo es más o menos estable, pero es insuficiente porque la propensión a consumir (cuando aumenta el ingreso) crece menos que proporcionalmente. La inversión, por su lado, puede colmar la brecha para alcanzar el pleno empleo (los inversionistas también demandan bienes y servicios para sus proyectos). Sin embargo, la inversión es inestable porque depende de las expectativas de los inversionistas y está condicionada por la incertidumbre, otro personaje clave en la obra de Keynes.
En 1932 Keynes pudo reconocer la relación de identidad entre los agregados macroeconómicos inversión y ahorro. Es uno de los más importantes descubrimientos de Keynes y hoy el análisis monetario permite identificar no sólo la naturaleza, sino el mecanismo a través del cual se explica esta identidad. Por la creación monetaria de los bancos privados, ya no se necesita una reducción en el consumo para tener un ahorro que pueda invertirse. El crédito bancario genera los depósitos y un incremento en la inversión provoca crecimiento del ingreso. Aquí se invierte la relación de causalidad. Hoy sabemos que el ahorro no precede a la inversión. El alto nivel de consumo, no del ahorro, es lo que lleva a mayor inversión y al crecimiento del ingreso.
Keynes mostró que aún con plena
flexibilidad de precios en todos los mercados el desempleo puede mantenerse
durante largos periodos de tiempo. Aun así, hoy se puede decir que el mundo de
la macroeconomía se divide entre aquéllos que acompañan el análisis de Keynes y
los que siguen insistiendo en que el problema del desempleo está provocado por
algún tipo de rigidez. Típicamente se buscan las fuentes de rigidez en el
mercado laboral (serían los sindicatos los villanos) o en las intervenciones
del gobierno (que vendrían a distorsionar la bella obra de los mercados con
precios flexibles). Frente a esta tontería se yergue la obra de Keynes: los
precios flexibles en el mercado no sólo no resuelven el problema del desempleo,
sino que pueden agravarlo.
Varios mensajes de Keynes irritan a
los economistas convencionales e ignorantes. Pero hay uno que les parece
intolerable porque atenta contra su creencia sacrosanta de que la esfera de lo
económico es autónoma y no debe ser perturbada por nadie porque tiene la
capacidad de autoregulación. Keynes demostró, por el contrario, que se necesita la
intervención externa para poder estabilizar el funcionamiento de una economía
capitalista.
*****
KEYNES Y LA PARADOJA DE LOS PRECIOS.
*****
Robert
Skidelsky.
Project
Syndicate.
Jueves 26 de
febrero del 2015.
En 1923, John Maynard Keynes se
refirió a una cuestión económica fundamental, que todavía es válida, con las
siguientes palabras: “(…) la inflación es injusta y la deflación es
inconveniente. De ambas, tal vez la deflación sea (…) lo peor; porque es peor (…)
generar desempleo que frustrar las esperanzas del rentista. Pero ambos males no
son necesariamente equiparables”. La lógica del argumento parece irrefutable.
Como muchos contratos son “inflexibles” (es decir, no son fáciles de revisar)
en términos monetarios, tanto la inflación como la deflación producen daño en
la economía. El aumento de precios reduce el valor de ahorros y pensiones,
mientras que la caída de precios reduce las expectativas de ganancias, alienta
el ahorro desmedido y aumenta el peso real de las deudas. La frase de Keynes se
ha convertido en un mandamiento de política monetaria (uno de sus pocos
consejos que perduró). La tesis comúnmente aceptada es que los gobiernos deben
buscar la estabilidad de precios con un ligero sesgo inflacionario para
estimular los “espíritus animales” [expectativas económicas] de empresarios y
consumidores.
En los diez años que precedieron a
la crisis financiera de 2008, los bancos centrales independientes fijaron una
meta de inflación de alrededor del 2%, a fin de dar a las economías un “ancla”
para la estabilidad de precios. Nadie debía esperar una desviación respecto de
la meta, a menos que fuera temporal. Se eliminaría de los cálculos
empresariales la incertidumbre respecto de la trayectoria futura de los precios.
Desde 2008, la Junta de la Reserva Federal y el Banco Central Europeo no
pudieron cumplir la meta del 2% de inflación en ningún año; el Banco de
Inglaterra sólo lo logró en uno de siete. Además, en 2015 se prevé una caída de
precios en Estados Unidos, la eurozona y el Reino Unido. ¿Qué queda del ancla
inflacionaria? ¿Y qué supone la caída de precios para la recuperación
económica? Lo primero que debe tenerse en cuenta es que el “ancla” siempre fue
tan insegura como la teoría monetaria en la que se basaba. El nivel de precios
en un momento cualquiera depende de muchos factores, de los que la política
monetaria tal vez sea el menos importante.
En la actualidad, es probable que el
derrumbe de precios del crudo sea el principal factor que impide alcanzar la
meta de inflación, así como en 2011 su encarecimiento tuvo el efecto contrario.
Como señaló el economista británico Roger Bootle en su libro de 1996 La muerte
de la inflación, el efecto abaratador de la globalización influyó mucho más
sobre el nivel de precios que las políticas antiinflacionarias de los bancos
centrales. De hecho, la experiencia poscrisis con la flexibilización
cuantitativa evidencia la relativa incapacidad de la política monetaria para
compensar la tendencia deflacionaria global. De 2009 a 2011, el Banco de
Inglaterra inyectó 375.000 millones de libras (578.000 millones de dólares) en
la economía británica, para “volver a la meta de inflación”. En un lapso algo
mayor, la Reserva Federal inyectó tres billones de dólares. Como mucho, esta enorme
expansión monetaria sólo produjo un “pico” inflacionario temporal. Como dice el
dicho: “Uno puede llevar el caballo al agua, pero no obligarlo a beber”. No se
puede forzar a la gente a gastar dinero si tiene buenos motivos para no
hacerlo. Es improbable que las empresas inviertan en un contexto de negocios
incierto y que las familias se pongan a consumir cuando están enterradas en
deudas. Es una verdad que el BCE descubrirá muy pronto con su propio programa
de expansión monetaria por un billón de euros con el que busca estimular la
estancada economía de la eurozona. ¿Qué pasará con la recuperación si caemos en
lo que a modo de eufemismo algunos llaman “inflación negativa”?
La opinión comúnmente aceptada
indica que el efecto sobre la producción y el empleo ha de ser perjudicial.
Keynes lo explicó en 1923: “el hecho de la caída de precios perjudica a los
empresarios; en consecuencia, el temor a la caída de precios los lleva a
protegerse limitando sus operaciones”. Pero a muchos analistas no les preocupa una
reducción de precios, ya que distinguen entre “desinflación benéfica” y
“deflación dañina”. Lo primero supone aumento del ingreso real para
prestamistas, pensionados y trabajadores, además de abaratamiento de la energía
para la industria. Todos los sectores de la economía gastarán más y eso
impulsará la producción y el empleo (al tiempo que sostendrá el nivel de
precios). En cambio, la “deflación dañina” supone un aumento de las deudas en
términos reales. Los deudores están obligados por contrato a pagar cada año una
suma fija en concepto de interés.
Si el dinero se revaloriza (al caer
los precios), el interés que pagan les cuesta más (medido por los bienes y
servicios que podrían comprar con ese dinero) que si los precios se hubieran
mantenido. (En el otro sentido, el caso inflacionario, los intereses les
costarán menos.) De modo que la deflación de precios implica inflación de
deudas; y a mayor endeudamiento, menos gasto. Con las enormes deudas que aún
tienen los sectores público y privado, la deflación dañina sería, como señala
Bootle, “una pesadilla indescriptible”. ¿Cómo evitar que la desinflación
benéfica se convierta en deflación dañina? Los apóstoles de la expansión
monetaria creen que basta con acelerar la máquina de imprimir billetes. Pero si
no funcionó estos últimos años, ¿por qué va a hacerlo en el futuro? Para evitar
la deflación (y así sostener la recuperación económica) parece necesaria una de
dos condiciones: un veloz retroceso del abaratamiento de la energía o una
política deliberada tendiente a elevar la producción y el empleo por medio de
la inversión pública (algo que, paralelamente, produciría un aumento de
precios). Pero esto obligaría a abandonar el objetivo prioritario de reducir el
déficit. Lo primero es una eventualidad impredecible; lo segundo, ningún
gobierno está dispuesto a hacerlo. Así que lo más probable es que sigamos viendo más de lo
mismo: una economía semiestancada por tiempo indeterminado.
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