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“Estas
circunstancias no responden únicamente a limitaciones o perversidades en las personas, sino que los propios mecanismos e instituciones políticas se muestran incapaces de
resolverlos. Es por ello que las crisis se repiten bajo distintos actores, y la
desaprobación con los políticos trepa a niveles escandalosos, superando el 90%. Se disemina la necropolítica,
y que ese extremo pase desapercibido para muchos, es otra indicación del
agotamiento de la política bajo la modernidad
contemporánea. El término agotamiento refiere a la incapacidad para generar
respuestas, sean innovaciones o reformas, sea en las prácticas o en las
instituciones, para revertir la sucesión de crisis que se sustentan sobre la
violencia y la muerte. Esta interpretación, aunque use otras palabras,
esencialmente se corresponde con la de José Carlos
Agüero al diagnosticar que se está ante un colapso
social. Por lo tanto, agrega, no son crisis sino
un colapso por el cual las instituciones dejan
de serlo y el tejido social se deshilvana.
“La
deriva hacia la necropolítica justamente
resulta de ese colapso en tanto hay una imposibilidad en lograr una respuesta
social generalizada que bloquee nuevas violaciones en los derechos de las
personas y la Naturaleza, en asegurar la calidad de vida o en fortalecer la democracia. Ese agotamiento también radica en negar o
minimizar que esta problemática se arrastra desde hace años. La necropolítica es muy efectiva en producir cegueras a
sus propias consecuencias. A su vez, lo que se interpreta como “una crisis” pasa a ser una consecuencia más de esas
condiciones. Las herramientas de análisis usuales también adolecen de límites;
por ejemplo, abordar los eventos recientes desde las ideas de clase, raza o subalternidad pueden tener sus utilidades específicas,
pero son insuficientes.
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EL
AGOTAMIENTO DE LA POLÍTICA CLÁSICA EN PERÚ.
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Por Eduardo Gudynas | 22/04/2023 | América Latina y Caribe
Fuente Rebelión sábado 23 de abril del
2023…
Son muchos
los que sostienen que Perú está atravesando una
severa crisis, casi siempre calificada como política o
institucional, con violentas represiones de las marchas ciudadanas, y
aunque los agrupamientos políticos se desacreditan cada vez más, de todos modos,
mantienen cuotas de poder.
En muchos
sentidos esa descripción es acertada,
y es urgente denunciar esas represiones
y esas muertes. Pero eso no debe impedir hurgar en causas más profundas. Se debe explorar
las implicancias de que los eventos
actuales sean parte de una sucesión de hechos que comenzaron antes de la presidencia de Dina Boluarte, e incluso antes de la gestión de Pedro Castillo, y tienen una duración mucho más
larga. Se lidiaría con el agotamiento
de los mecanismos e institucionalidades
de la política convencional que
avanza, poco a poco, por la resignación
de algunos y la aceptación de otros.
De ese modo, la presente crisis o las
anteriores serían síntomas de una enfermedad crónica.
Un primer plano se ubica la durísima represión gubernamental con su saldo de casi 70 muertos y centenares de heridos. Esos hechos han sido denunciados por muchos, tanto dentro de Perú como a nivel internacional. Pero como ocurre en varios países, también están los que consideran que los violentos eran los que marchaban en las calles de Lima y otras ciudades, respaldaron las acciones policiales y militares, y entendían que las muertes se debían a eventos que se salieron de control. En esas posiciones asoma la ingenuidad y el temor.
En efecto, la
ingenuidad radica en una concepción
simplista de la violencia, ya que se tolera
o reclama aquella que ejerce el Estado,
pero al mismo tiempo desconoce que
los que desde distintos rincones del país
llegaron a Lima, en sus lugares de
origen sufren cotidianamente de todo
tipo de violencias, desde hace largo
tiempo, y que incluso es ejecutada o
tolerada por ese mismo Estado.
Es además una postura
temerosa por el miedo que sienten ante los manifestantes, ante los que llegaron desde las regiones, a esos otros que conciben como distintos, y ese sentir los lleva a aceptar
que se los reprima con violencia.
En efecto, muchos de los que protestan han padecido múltiples formas de violencia, y no son pocos los que, aplastados por ella, apenas
sobreviven. Son testigos de la prepotencia
o las torturas policiales, los amenazados
por empresarios o políticos, o los
que sufren a las bandas criminales.
Todo ello está embebido en otras violencias
que no pasan por el castigo corporal,
sino que están en la exclusión y
menosprecio. La sufren vecinos
y comunarios, y eso hace que en
muchas ocasiones la reproduzcan dentro de sus comunidades y familias. Responden con violencia porque eso es lo que padecen, lo que observan
y lo que sufren.
No comprender esta situación lleva a ingenuidades que nublan la reflexión, alimentando alertas simplistas, especialmente desde las clases acomodadas en las grandes ciudades, que denunciaban ácidamente la violencia de los de abajo, aunque al mismo tiempo negaban que ellos mismos, por estar allí arriba, tienen mucha responsabilidad en lo que sucede. Pero su simplismo, la ingenuidad y el miedo, hizo que presionaran por enviar a los policías y militares, exculpándose de las muertes y heridos como excesos de unos pocos, pero que en realidad es una forma disimulada de tolerarlo como si fueran las bajas colaterales en una guerra.
Esas
posiciones expresan lo que podría calificarse como auto-exclusiones morales. Son personas que no se sienten corresponsables en que la diseminación
de la violencia. Esa prescindencia
lleva a que se
tolere la violencia, y con ello, promueve que se repita. Del mismo modo, casi todos los políticos, sea en el gobierno, en el congreso y aún a nivel regional o local,
muestran que esas muertes no les resultan intolerables o
insoportables.
En esto hay un contraste con lo observado en otros países en otros momentos. Por ejemplo, en Argentina, bajo las protestas ciudadanas en 2002, la muerte de dos manifestantes fue un hecho considerado intolerable por buena parte de la sociedad, pero también asumido como tal por la clase política, lo que llevó a que Eduardo Duhalde, en ese momento presidente, adelantara el cronograma electoral para tener elecciones a los pocos meses y desechar a una posible reelección. Nada de eso ocurrió en Perú en los últimos meses: Boluarte se aferra a su silla presidencial, y la tragedia que vive el país no le resulta vergonzosa a la mayor parte de los congresistas. Son actitudes que refuerzan la tolerancia y resignación ante la violencia y la muerte.
Esta
condición tampoco es la primera vez que ocurre. Considerando mayores escalas de tiempo,
se recordará que se han repetidos por años las movilizaciones
y protestas ciudadanas que son contenidas por represiones violentas.
En ocasiones amplios sectores de la
sociedad reaccionan ante esos hechos, muchos
de ellos horrorizados por las muertes. Por ejemplo, en 2009, después de conocerse la masacre en Bagua, desde Lima
se repetía que había servido para una nueva
comprensión de la realidad indígena y que un
hecho así nunca debería repetirse.
Pero ese rechazado se diluyó poco a
poco, y esa es una cuestión clave
que no puede pasar desapercibida. Con cada nueva
crisis se va naturalizando la violencia, y al mismo tiempo se la naturaliza, aunque cada evento puede
ser un poco más grave que el anterior.
Denunciar la
situación actual es necesario,
pero es igualmente alarmante, o tal
vez más, que se repita. Esa deriva
la subraya, por ejemplo, José de Echave, quien
fuera candidato a la vicepresidencia por Nuevo Perú,
agregando que
“transcurridos
20 años del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y 40 años de
la violencia que golpeó al país, pareciera que nada sustantivo ha cambiado” (1). Queda en evidencia una resistencia, como advertía
años atrás Víctor Vich, para reconocer lo traumático y grotesco de la
violencia, el miedo y el autoritarismo (2).
Ante esas circunstancias siempre se elevaron denuncias y resistencias, y podría decirse que las mayorías despreciaban prácticas como torturas, golpizas o represiones violentas a manifestantes. Pero lo que está ocurriendo es que los balances en estos y otras cuestiones, se modificaron, en especial después de la pandemia por coronavirus. Se volvió más común aceptar la violencia y la muerte. Se llega a los extremos actuales tales como disparar contra multitudes, algo que ni siquiera ocurrió bajo el fujimorismo según describe Eduardo Cáceres, de la Asociación Pro Derechos Humanos (Aprodeh) (3).
Esa
aceptación de la muerte de las personas y también de la naturaleza es propia de la condición
de la necropolítica. A pesar de las denuncias
y de los intentos de cambiar esas
conductas, incluso más allá de
algunos éxitos, parecería que ya no
se logra detener la violencia, y
poco a poco avanza la aceptación de ese dejar morir (4).
Estas
circunstancias no responden únicamente
a limitaciones o perversidades en las personas, sino que
los propios mecanismos e instituciones
políticas se muestran incapaces de resolverlos. Es por ello que las crisis se repiten bajo distintos actores, y la desaprobación con los políticos trepa a niveles escandalosos,
superando el
90%. Se disemina la necropolítica,
y que ese extremo pase desapercibido
para muchos, es otra indicación del
agotamiento de la política bajo la modernidad
contemporánea.
El término agotamiento refiere a la incapacidad para generar respuestas, sean innovaciones o reformas, sea en las prácticas o en las instituciones, para revertir la sucesión de crisis que se sustentan sobre la violencia y la muerte. Esta interpretación, aunque use otras palabras, esencialmente se corresponde con la de José Carlos Agüero al diagnosticar que se está ante un colapso social. Por lo tanto, agrega, no son crisis sino un colapso por el cual las instituciones dejan de serlo y el tejido social se deshilvana (5).
La deriva
hacia la necropolítica justamente resulta
de ese colapso en tanto hay una imposibilidad
en lograr una respuesta social
generalizada que bloquee nuevas
violaciones en los derechos de las
personas y la Naturaleza, en asegurar la calidad de vida o en fortalecer la democracia. Ese agotamiento también radica
en negar o minimizar que esta problemática se arrastra desde hace años. La necropolítica es
muy efectiva en producir cegueras a sus propias consecuencias. A su vez, lo que se interpreta como “una
crisis” pasa a ser una consecuencia más de esas condiciones. Las herramientas de análisis usuales también adolecen
de límites; por ejemplo, abordar
los eventos recientes desde las ideas de
clase, raza o subalternidad pueden tener sus utilidades específicas, pero son insuficientes.
En estas
circunstancias postular respuestas
ante la crisis,
tales como aplastar la protesta
ciudadana carece de todo fundamento, no sólo porque acentuará la necropolítica
sino porque no resuelve ningún problema y al poco tiempo estallará otra crisis. Restituir a Pedro
Castillo como proponen unos pocos, no solo deja en claro que no se entiende la
coyuntura, sino que los que eso postulan
también son parte del problema. Promover
elecciones presidenciales
cuanto antes, como exigen unos
cuantos más, serviría para descomprimir
la crisis presente y acabar con la represión,
lo que no es poca cosa. Pero si las causas son más profundas y van más allá de las
personas, como se argumenta aquí,
tampoco está asegurada una solución
sustantiva. Ni siquiera la convocatoria
a un proceso constituyente puede asegurarlo, porque dadas las actuales tendencias en el electorado es posible que se repita
un escenario similar a la última
elección, dominado por la fragmentación y las posturas conservadoras e incluso reaccionarias.
Para
enfrentar y revertir la condición necropolítica es necesario avanzar en al menos dos
frentes a la vez. Por un lado, reconstruir el sentido de pertenencia a una
misma comunidad política, incorporando
en especial a los excluidos y marginados.
Por otro lado, se debe promover una política pero que tiene que ser de otro modo (una “política otra”). Esta podrá incluir
mecanismos, instituciones y
prácticas políticas que pueden ser
conocidas pero que deben obligatoriamente
ajustarse y desplegarse de otros modos,
junto a necesarias innovaciones. Ese esfuerzo descansa en una postura que
debe ser muy distinta a la que siguen
los políticos convencionales. Debe ser una política que
no tolera la violencia, ni siquiera desde
el Estado, se espanta con las
muertes, y su propósito, irrenunciable,
es detener la necropolítica
y avanzar hacia el fortalecimiento de la
democracia y
la protección de la vida. Para iniciar esa tarea
es indispensable que el primer paso sea reconocer la condición necropolítica.
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Notas
1. Las cifras
que duelen, J. de Echave, Noticias
Ser, 1 marzo 2023, 2. El caníbal es el otro. Violencia y cultura en el Perú contemporáneo, V. Vich, IEP y Horizonte, Lima, 2017 [2002].
3. Eduardo
Cáceres: “Disparar a multitudes movilizadas en marchas, eso no sucedió ni en el fujimorismo”, A. Telles,
entrevista a E. Cáceres, Noticias Ser, 7 marco 2023,
4. Hoy es
distinto: políticas de la muerte y las aperturas a otra política, E. Gudynas,
Cuestiones y Disputas en Otra Política No 1, 27 febrero 2023.
5. José Carlos
Agüero: “La gente suele decir que estamos en una crisis política, pero es otra
cosa: es un colapso social”, E. Patriau, La República, 18 diciembre
2022,
Eduardo
Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).
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