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“La
segunda novedad era la estrategia del caos, esto es, destruir los estados
y crear un caos controlado. No se llegaba a esa situación por fortaleza
sino por debilidad: la fuerza militar había
demostrado capacidad de derrotar a un ejército enemigo, pero no hubo capacidad
política de estabilizar al país atacado. La forma de enfrentar esa debilidad
fue entonces, que aquello que no se puede dominar no sea dominado por nadie, y
dentro de ese territorio mantener el control de los enclaves que se considere
necesario. Libia fue una aplicación exitosa de
esa lógica, que terminó con la caída del Gobierno de
Gadafi y el control occidental sobre los recursos energéticos. En Siria solo se cumplieron objetivos parciales, no cayó
el Gobierno, pero se garantizó que los proyectos iraníes de construir
gasoductos hacia el Mediterráneo no tuvieran un
horizonte de estabilidad.
Ninguno
de los conceptos es puro. Pueden presentarse superposiciones o una
evolución dinámica que lleva de uno a otro. Así como la estrategia hegemónica desembocó en el caos, -si bien más difícil-
un éxito inesperado poder llevar del caos a una nueva hegemonía. Ucrania abrió una nueva etapa, ya no solo se trata de
crear caos para que un enemigo no controle un determinado
territorio. Es un catalizador para fracturar el mundo admitiendo que una
parte será controlada por ese enemigo, al mismo tiempo que se «caotizan» otras zonas que se mantendrán en disputa. Ucrania es solo el primer capítulo de la fractura
estratégica que intenta el Departamento de Estado. No
el último.
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LA
FRACTURA DEL MUNDO REEMPLAZA LA HEGEMONÍA.
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Por Pablo Gandolfo | 18/04/2023 | Mundo
Fuentes
Rebelión lunes 24 de abril del 2023-
Fuentes: Rebelión
Debilitado
en su base económica y desprestigiado en el plano internacional por su política
ultraagresiva de los últimos 30 años, Estados Unidos reemplazó
como concepto estratégico la hegemonía por el
caos controlado y ahora por la fractura del mundo.
Ucrania es el primer capítulo de ese giro. ¿Qué rol cumple Taiwán, en la estrategia estadounidense?
En la cúpula geoestratégica estadounidense
hay preocupación. No es para menos. Los problemas pospuestos por décadas se acumularon y se están agravando y acelerando todos juntos. Los
expedientes se amontonan en los escritorios y los mocasines ajetrean
los pasillos. Como un equipo que pierde,
a medida que la cuerda se tensa las
divergencias crecen.
En las
últimas semanas, al
debilitamiento progresivo de Ucrania en el campo
de batalla se sumaron la quiebra de
bancos en Estados Unidos, el rol creciente de China
en la arena internacional –para peor
ubicándose como fuerza portadora de paz-, el lento pero constante aumento del comercio por fuera del dólar,
la solidificación de la alianza estratégica
entre la mayor potencia económica y la segunda mayor potencia militar y el incipiente malestar social en Europa –empezando por Francia-
que en caso de crecer se puede convertir en una amenaza grave en el único frente que no presentaba tormenta.
Desde el comienzo de la guerra en Ucrania hubo sectores críticos dentro de Estados Unidos a la política encaminada por la presidencia Biden, pero provenían de alguna “rara avis” dentro del establishment. Ahora el debate se está trasladando al centro.
Mientras la
Rand Corporation llamaba a negociar con Rusia,
John Kirby vocero del Consejo de
Seguridad Nacional, rechazaba el plan de paz chino antes
de conocerlo, mientras la prensa
comercial parece estar aclimatando
al público estadounidense a la idea de que la guerra no terminará con Ucrania recuperando
su territorio, la principal responsable individual de la
guerra, Victoria Nuland, incita a atacar Crimea;
mientras el Departamento de Defensa
baja el precio a las armas nucleares
tácticas en Bielorrusia, Gran Bretaña
envía munición antitanques con uranio empobrecido.
Con el
trasfondo de la inflación,
más la fuerte suba de tasas de interés por parte de la Reserva Federal,
la situación interna de Estados Unidos
empeorará sustantivamente en los próximos
meses, lo cual es un caldo de
cultivo temible de cara a la reacción por parte de la clase dominante para capear esa tormenta. Basta revisar su currículum en la historia reciente.
Dentro de las
aguas revueltas hay coincidencia
sobre la necesidad de tensionar
incrementalmente con China y desacoplar las economías. El debate queda acotado
a cuánto y cómo elevar esa tensión.
La posición más suave es restringir la disputa a sectores claves y dificultar el acceso chino a nuevas tecnologías. En esa definición entran los microchips y
semiconductores, una estrategia destinada a impedir que China supere
a Estados Unidos en tecnologías de
punta.
La segunda es avanzar hacia un desacople completo de ambas economías. Como se trata de la principal relación comercial del mundo –China exporta a EEUU 452 mil millones de dólares, y EEUU a China
136 mil millones-, dada la densa trama de vínculos y dependencias mutuas, no es algo que
pueda hacerse por decreto o por apelaciones a la voluntad.
Según Zhang Monan del think tank ChinaUs, especializado en las relaciones entre ambos países, la Ley de Innovación y Competencia, la Ley CHIPS y la Ley de
Reducción de la Inflación de EEUU
“están
diseñados para ajustarse de un sistema de cadena de suministro industrial
global centrado en China a uno centrado en EEUU”.
El peligro
para todos nosotros radica en las opciones estratégicas que tomará el aparato de estado norteamericano para
hacer posible una política de ese tipo.
Las leyes marcan una dirección,
pero una ruptura de ese tamaño no se
implementa mediante una norma, sino
creando la situación que la haga necesaria.
Las palabras y las cosas
Las palabras
no alcanzaban para fracturar a Europa
de Rusia, entonces se creó el
escenario que lo hiciera inevitable. Las
sanciones contra Rusia venían de una década antes, pero fue imprescindible
el hecho desencadenante para
llevarlo al cénit. La guerra permitió hacer a un lado a los
tibios, acusar de
“putinistas” a los fríos y que la dirección quedara en manos de los más belicista, tanto en la UE como en EEUU.
Con China las
palabras sirven menos que con Rusia,
porque los vínculos de los demás países
con ella son más sustantivos. China es el principal
socio comercial de 129 sobre 190 países. Para que la guerra comercial que Estados Unidos emprendió contra China desde Trump tenga éxito, necesita que esos países disparen a sus propios pies. Y es indispensable que el tercer espacio geoeconómico del mundo, la Unión
Europea, acompañe la iniciativa y se autoampute más dedos que los
que ya perdió en Ucrania.
Una guerra comercial unilateral contra China solo perjudicaría al capital estadounidense en beneficio de Europa. Crear el hecho es condición necesaria para que los “socios-competidores” –vasallos según algunos estrategas estadounidenses- se vean compelidos a seguir ese mismo rumbo. Sino lo hicieran quien dispararía a sus pies seria Estados Unidos, que progresivamente perdería su posición económica dentro de Europa.
Allí entra Taiwán en la ecuación, una herramienta a la mano para convertir en línea de acción una política que por otros medios es imposible de maximizar. Como se aprecia por la magnitud del juego, el hecho en cuestión no puede ser una minucia. La política desarrollada por Estados Unidos en Ucrania demuestra la voluntad por parte del establishment de avanzar en ese curso. La visita del año pasado de Nancy Pelosi a Taiwán es indicativa de esa misma voluntad.
Mientras no
se produzca un cisma en la política estadounidense –y
una elección por si misma no es un
cisma- la estrategia está trazada; fracturar el mundo y
llevar para su lado todo lo posible.
Ucrania
fue el disparador que realizó esa política
en el Viejo Continente.
En esa nueva
configuración, junto a Europa el otro baluarte estadounidense
deberá ser América Latina, donde
probablemente también será necesario
algún desencadenante. El presidente brasileño Lula recibió una fuerte presión para
posponer un viaje a China que finalmente realiza esta semana. Por su parte
el presidente argentino Alberto Fernández fue recibido por Biden y luego enfrió tres obras estratégicas que iban a ser financiadas por Beijing. Mientras tanto, a través de Paraguay el Pentágono, logró
introducir la presencia permanente de
militares estadounidenses en la estratégica
vía navegable del Río Paraná, por donde sale
la producción de cereales.
En Asia y el Pacífico hay países alineados
a uno u otro lado de la disputa, mientras que África es terreno de continuos enfrentamientos incluyendo
guerras de baja intensidad. En todos lados habrá quienes intenten la difícil tarea de transitar por la
bisectriz. El principal “global player” en
esa tesitura es India,
que comparte los BRICS con unos, mientras participa en el QUAD con otros, una iniciativa de seguridad de Estados Unidos en el Pacífico, impulsada en su
momento por el neoconservador Richard
Cheney y revivida por Trump. El o los “hechos” tienden a reducir al mínimo el margen de maniobra de
quienes pretendan equidistancia.
A diferencia
de la Guerra Fría, se trata de un ordenamiento menos estanco, donde la mayoría de los países mantienen relaciones con los dos polos.
Pero eso se puede modificar en tanto el
conflicto tienda a resolverse en el plano militar.
Hegemonía, caos y fractura
Las guerras de Afganistán e Irak, comenzaron con el concepto de mantener la hegemonía. Bajo ese proyecto, luego de la invasión debería haber comenzado una reconstrucción del país mediante un Gobierno dócil en un territorio pacificado. Esa planificación quedó sepultada en algún lugar de las arenas del desierto iraquí. Tanto, que el actual Gobierno en Bagdad, además de tener un buen vínculo con Irán está evaluando comerciar con China en yuanes y así hace su pequeño aporte para debilitar al dólar.
Como
consecuencia de ese entierro,
las guerras de
Libia y Siria trajeron dos novedades. Por un lado, el “liderazgo en la retaguardia” –concepto
enunciado por la entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton- con Francia
y Gran Bretaña ocupando la vanguardia en el ataque militar a Libia. El giro se
debía al costo político que implicaba para Estados
Unidos encabezar las agresiones luego de los dos primeros fiascos. De paso, introducía tensiones al interior de
la UE al
convidar con los beneficios imperiales a dos países europeos perjudicando a otros. El eje de una
potencial autonomía europea pasa por
Berlín y París, dos países que habían coincidido en 2003 en su oposición a la invasión de Irak. Estados
Unidos buscaba 8 años después, construir un eje París-Londres que equilibrara a Berlín e impidiera una acumulación
de fuerzas tal que pudiera aspirar a
la autonomía estratégica en tres
áreas claves: política exterior, abastecimiento
energético y defensa.
La segunda
novedad era la estrategia del caos, esto es, destruir los estados y crear un caos controlado.
No se llegaba a esa situación por fortaleza sino por debilidad: la fuerza militar había demostrado capacidad
de derrotar a un ejército enemigo, pero no hubo capacidad política de estabilizar al país atacado.
La forma de enfrentar esa debilidad fue
entonces, que aquello que no se puede dominar no sea dominado por nadie, y dentro de ese territorio mantener el control
de los enclaves que se considere
necesario. Libia
fue una aplicación exitosa de esa lógica,
que terminó con la caída del Gobierno de Gadafi y
el control occidental sobre los recursos energéticos. En Siria solo se cumplieron objetivos
parciales, no cayó el Gobierno,
pero se garantizó que los proyectos
iraníes de construir gasoductos hacia el
Mediterráneo no tuvieran un horizonte de
estabilidad.
Ninguno de
los conceptos es puro. Pueden
presentarse superposiciones o una
evolución dinámica que lleva de uno a otro. Así como la estrategia
hegemónica desembocó en el caos, -si bien más difícil- un éxito inesperado poder llevar del caos a
una nueva hegemonía.
Ucrania abrió una
nueva etapa, ya no solo se trata de crear caos para que un enemigo no controle
un determinado territorio. Es un catalizador
para fracturar el mundo admitiendo que una parte será controlada por ese enemigo, al mismo tiempo que se «caotizan» otras
zonas que se mantendrán en disputa. Ucrania es
solo el primer capítulo de la fractura estratégica que intenta el Departamento de Estado. No el último.
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