LO PENDIENTE, LA
RETIRADA DE GUANTÁNAMO.
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Emir
Sader.
Página
/12 lunes 2 de febrero del 2015.
El
gobierno de Estados Unidos dijo que busca cerrar el centro de torturas
instalado en Guantánamo, pero que no pretende devolver a Cuba el territorio,
ocupado militarmente desde finales del siglo XIX. Las razones son
insostenibles: dicen que la base militar en Guantánamo es importante para
Estados Unidos. Más allá de que la base no tiene ninguna importancia militar
–salvo el centro de torturas–, ello no le da a Washington ningún derecho a
mantener la ocupación de una parte del territorio cubano, como si las
necesidades de EE.UU. se pudieran imponer por encima de la soberanía de Cuba.
Estados Unidos se
comporta como si fuera el propietario natural de un territorio adquirido
militarmente, sin necesidad de argumentar. Se comporta como si la ocupación
militar diera derecho a la apropiación de un territorio que no le pertenece.
Fue una clara ocupación
militar lo que llevó a cabo Estados Unidos cuando intervino en el momento en
que Cuba estaba derrotando a la decadente potencia colonizadora española, a
fines del siglo XIX, bajo el pretexto de pacificar el conflicto, pero en verdad
para bloquear la independencia de Cuba. La apropiación de Guantánamo mediante
un contrato impuesto, por un siglo, contribuyó a denunciar el carácter
neocolonial de la intervención norteamericana, que además se ha complementado
con la tutela de los gobiernos cubanos a lo largo de toda la primera mitad del
siglo XX, caracterizado como un período neocolonial.
Cuba sólo pudo realizar
su anhelo nacional con la Revolución Cubana de 1959, para lo cual tuvo que
derrotar y tumbar al régimen de Fulgencio Batista, representante de los
intereses estadounidenses en la isla.
La de Guantánamo fue una
intervención paralela a la del Canal de Panamá. Después de inducir la
separación del territorio de Panamá de Colombia, Washington retomó
inmediatamente el fracasado proyecto francés de construcción del canal y lo
completó, revelando cuál era el sentido de la separación de Panamá. E impuso un
contrato de control del territorio del canal por un siglo por parte de EE.UU,
además de introducir el dólar como moneda, para consolidar el carácter
neocolonial de toda la operación.
Cuando se acercaba el
siglo de ocupación del canal, el presidente nacionalista panameño Omar Torrijos
impidió que, por la vía de los hechos, EE.UU. prorrogara de forma indefinida la
ocupación de la zona del canal. Se firmaron entonces convenios que implicaban
la devolución del control del canal al gobierno de Panamá, lo cual finalmente
se terminó concretando al final del siglo XX.
Cuba llegó, en un
momento dado, a no plantear la devolución del territorio de Guantánamo como
condición para el re-establecimiento de relaciones entre los dos países, en un
gesto de buena voluntad. Pero ahora, en la reunión de la CELAC, en San José de
Costa Rica, el presidente de Cuba, Raúl Castro, incluyó la devolución de
Guantánamo como una de las condiciones para la efectiva normalización de las
relaciones entre los gobiernos de Cuba y de Estados Unidos.
En el momento en que el
gobierno norteamericano hace un listado de condiciones que quiere imponer a
Cuba, desconoce la más evidente de las cuestiones pendientes: la retirada
definitiva y total del territorio de Guantánamo y su devolución al gobierno de
Cuba. Los norteamericanos no tienen argumentos que puedan esgrimir públicamente
para no hacer la devolución. Sus supuestas necesidades militares como potencia
imperial son suyas y no tienen por qué ser asumidas por otros países, menos
todavía por Cuba, víctima de esa agresión y de tantas otras.
Con la
derrota y el re-establecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y
Estados Unidos, ahora se trata de que se termine de forma definitiva y completa
el bloqueo y que Guantánamo sea devuelta a Cuba, de la que nunca debió haber
sido arrebatada.
PODER,
CONTRAPESOS Y EL FUTURO DE URRESTI.
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Dr. Politólogo. Steven Levitsky
La República. Domingo, 01 de febrero de 2015.
El abuso del poder sigue siendo demasiado común en
América Latina. Cuarenta y tres estudiantes desaparecidos en México. Presos
políticos en Venezuela. La reelección indefinida en Nicaragua y quizás en
Ecuador. El reglaje en el Perú.
Cuando hay abusos, solemos enfocarnos en las
personas que los cometen. El problema son los fujimoristas, los chavistas, los
Kirchner. Pero el problema principal no son las personas sino el poder. Ningún
político es un ángel. Si nuestros gobernantes tienen demasiado poder, sin
contrapesos, tarde o temprano van a abusar de ello.
Fujimori es un ejemplo. En medio de una severa
crisis, los peruanos le dieron un cheque en blanco: aplaudieron cuando cerró el
Congreso y disolvió la Constitución. Fujimori dijo que actuaba por el bien del
país, pero terminó encabezando un gobierno criminal.
Los Kirchner son otro ejemplo. Néstor
Kirchner fue elegido durante una profunda crisis que destruyó a sus principales
rivales partidarios. Gracias a un boom económico, su aprobación superó el
70%. Ese apoyo, junto con el colapso de la oposición, le permitieron concentrar
el poder. Los Kirchner utilizaron ese poder para varios fines progresistas
(matrimonio gay, derechos laborales, políticas sociales), pero también
politizaron al Poder Judicial, los servicios de inteligencia y los medios –con
graves consecuencias–.
El mejor mecanismo para controlar a los gobiernos
son las instituciones fuertes. Un Congreso fuerte. Un Poder Judicial
independiente. Agencias (Contraloría, Defensoría del Pueblo) con capacidad de
investigar y denunciar los actos ilícitos del gobierno. Estos contrapesos
institucionales existen en Chile, Costa Rica, y Uruguay. Se han fortalecido en
Brasil y Colombia (donde Uribe no pudo conseguir la “re-reelección” a pesar de
su apoyo popular). Donde no existen contrapesos institucionales, como en
Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú, el riesgo del abuso presidencial es mayor.
Los peruanos han inventado otro mecanismo para
controlar a sus gobiernos: no quererlos. Desde la caída de Fujimori, los
peruanos desconfían de todos sus gobiernos. Toledo, García, y Humala pasaron la
gran parte de sus presidencias cerca o debajo de 30% de aprobación. Según el
Latinobarómetro, la aprobación promedio de los gobiernos peruanos entre 2002 y
2011 fue la más baja de América Latina: 26.5%, comparado con 52% en Argentina y
México, 59% en Chile, 63% en Brasil y 66% en Colombia.
El descontento (casi) permanente mina la capacidad
de los gobiernos (un gobierno muy impopular difícilmente logra implementar reformas
importantes), pero ayuda a controlarlos. Un presidente con 26% de aprobación no
puede seguir el modelo de Fujimori, Chávez o Correa, utilizando mecanismos
plebiscitarios para manipular a las instituciones y concentrar el poder. Si lo
intentara, terminaría como Lucio Gutiérrez.
Pero los gobiernos débiles son un pobre sustituto
por los contrapesos institucionales. Ecuador pasó por casi dos décadas de
gobiernos impopulares y débiles. Cayeron tres presidentes. Pero Rafael Correa
se aprovechó del descontento para movilizar a las mayorías detrás de un
proyecto populista que vulnera la institucionalidad democrática.
Si una ciudadanía desconfiada y descontenta puede
servir como contrapeso, entonces, también puede convertirse en la base de un
proyecto populista. El populismo –la movilización de las masas en contra del
establishment, a través de un fuerte discurso antisistema– siempre surge en un
contexto de amplio descontento público.
El populismo facilita el abuso del poder. Para un
presidente populista, haber vencido a la odiada “clase política” es una gran
fuente de apoyo popular. Y, por otro lado, una clase política deslegitimada que
acaba de ser derrotada por un outsider no es un buen contrapeso. La combinación
de un presidente apoyado por 70%-80% del electorado y una oposición débil es
una receta para el abuso. Le permite al gobierno esquivar, debilitar o eliminar
a los contrapesos institucionales –muchas veces “democráticamente” a través de
elecciones o referendo–. Es lo que ocurrió con Fujimori, Chávez y Correa.
¿Podría ocurrir de nuevo en el Perú? Sin duda. Como
los contrapesos institucionales siguen siendo débiles, otro Fujimori sigue
siendo una posibilidad.
Paradójicamente, si hay un Fujimori en 2016, no
será Keiko (que no es populista), sino Daniel Urresti. Como Alberto Fujimori,
Urresti tiene un estilo personalista y antiinstitucional. Se presenta como
alguien que soluciona los problemas de la gente, sin intermediarios
institucionales. Y ataca –achoradamente– a los políticos.
Pero un populismo encabezada por Urresti
enfrentaría varios problemas. Primero, Urresti forma parte del gobierno. Los
populistas movilizan a la gente en contra del establishment. Pero Urresti es
ministro. Es difícil ser antisistema y a la vez estar encargado de la policía
que reprime las protestas.
Formar parte del gobierno también implica pagar los
costos políticos de un gobierno abrumado por sus propios escándalos e errores.
Defender al gobierno ante políticas fracasadas como la ‘Ley Pulpín’ y
escándalos como los de Martín Belaunde y el reglaje genera desgaste. Uno puede
ser un ministro popular en un gobierno impopular por un tiempo, pero tarde o
temprano el desgaste afecta a todos.
Si Urresti quiere ser un candidato populista
exitoso, entonces tendrá que dejar al gobierno. Pero sin partido o
movimiento, salir del gobierno podría ser un salto al desierto.
Otro problema es que Urresti carece de una base.
Los populistas atacan a la clase política en nombre de alguien –algún
movimiento (aunque sea ficticio)–. Urresti ataca solo. Sus tuits pueden
caer bien, pero no movilizan a nadie. Dicen que la base de Urresti es el
antifujimorismo y el antiaprismo, pero no creo. Los votantes más fervorosamente
antifujimoristas y anti-Alan son los paniagüistas. Son los cívicos/liberales/caviares
que defienden los derechos humanos y la institucionalidad. Los paniagüistas
están esperando a Gastón, no a Urresti. Urresti tendría que disputar el voto
popular con Keiko. Y Keiko tiene más experiencia, mejor
organización, y la ventaja de no estar en el gobierno.
Existe todavía un espacio populista en el Perú.
Según GfK, la mitad del electorado no quiere ni a Keiko ni a Alan ni a PPK.
Aunque Urresti no sea candidato populista exitoso en 2016, el actual
liberalismo por default no durará para siempre. Hay que construir
contrapesos institucionales.
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