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“Un nuevo contrato social. Quizá,
en un futuro no tan lejano,
el pleno empleo ya no sea un objetivo realista. En este escenario, la pregunta no será solo cómo sobreviviremos sin empleo, sino cuál debe ser nuestro
propósito y cómo garantizar vidas dignas
cuando trabajar ya no sea necesario, ni posible, para todos. Todo esto obliga a repensar a fondo el sistema económico y fiscal. ¿Cómo se financiarían la renta básica o los servicios universales? ¿A través de impuestos sobre los beneficios de actividades económicas producidas
por máquinas? ¿Con tributos al capital?
¿Con nuevos sistemas económicos aún por diseñar? No hay una única vía, pero sí un interés creciente en abrir este
debate. No tengo todas las respuestas. Pero si estos
modelos futuros plantean incógnitas, el actual plantea aún más.
“Porque,
últimamente, tampoco paro de pensar en el presente del trabajo.
No hace falta mirar muchas décadas adelante para ver un mercado
laboral frágil y un sistema fiscal fracturado. Tener empleo ya no garantiza bienestar. La percepción de desigualdad va en aumento. El acceso a la
vivienda está marcado por una verdadera crisis por exceso de demanda y falta de oferta. La
percepción de desigualdad va en aumento. La combinación
de esperanza de vida al alza y baja
natalidad cuestiona la sostenibilidad del sistema de pensiones. Mientras tanto, los costes de vida —alimentación, vivienda, crianza— no dejan de subir, mientras los salarios permanecen estancados. Redefinir
el sistema económico para volver a
poner en el centro la prosperidad compartida, y no otros fines, no es solo una
necesidad futura. Es una
urgencia presente.
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CRISIS DEL TRABAJO:
PRECARIEDAD PRESENTE, FUTURO INCIERTO.
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Fuente
Francisco Ortiz Córdoba. /Economía/ España.
Fuente.
Revista Rebelión miércoles 16 de julio del 2025.
El empleo atraviesa una doble crisis: la precariedad marca el presente y
la inteligencia artificial pone en duda el futuro del trabajo. Es necesario
repensar cómo garantizar vidas dignas cuando el acceso al empleo se restringe.
Últimamente, no paro de pensar en el futuro del
trabajo. Durante décadas, se nos ha dicho que la automatización reduciría el empleo disponible y, sin embargo, una y
otra vez, ha acabado generando nuevas
tareas. Hoy,
más del 75 % del empleo en España se concentra en el
sector servicios, muy lejos de aquel mundo industrial y agrícola de nuestros
abuelos.
Pero
la llegada de la inteligencia artificial (IA) supone
algo distinto. Esta vez no se trata solo de automatizar procesos físicos o mecánicos, sino también tareas cognitivas.
Y, cuando uno se detiene a pensarlo —no en un horizonte de cinco años, sino de
décadas—, cuesta imaginar un trabajo que, al menos en parte, no pueda hacer mejor una máquina.
¿Quién
será taxista o camionero cuando los vehículos autónomos sean más seguros y
baratos?
¿Qué
ocurrirá con miles de empleos administrativos, de atención al cliente,
limpieza, de logística, gestión de proyectos o incluso de diagnóstico médico?
Un
estudio del Foro Económico Mundial (2025) estima que, actualmente, el 47 % de los trabajos los realizan humanos, el 22 % la tecnología (máquinas y algoritmos) y el 30 % una combinación de ambos. En tan solo cinco años, se espera que el porcentaje
humano baje al 33 %, y que el principal ejecutor de tareas sea la
tecnología (34 %). Si ampliamos la perspectiva
temporal, la pregunta no es si habrá
empleos que puedan hacer las máquinas,
sino si quedará alguno que no.
Y
si solo una parte pequeña
de la población conserva un empleo remunerado, ¿de dónde obtendrán ingresos los demás? Es cierto que podríamos reorientarnos hacia actividades más creativas o a experiencias físicas.
Quizás aumenten los profesores de
cerámica, los entrenadores
personales o los terapeutas. Pero cuesta imaginar que ese crecimiento
compense la magnitud de los empleos
perdidos, o que una clase media
pueda seguir sosteniendo las cargas financieras del hogar. La sustitución masiva del trabajo por IA reducirá costes para las empresas, pero como
el propio Sam Altman, CEO de
OpenAI, menciona, puede expulsar a millones de personas del sistema.
Poner en marcha la renta básica universal, es la revolución.
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Ingresos sin empleo.
Conviene
recordar una definición muy aceptada, pero poco
recordada de economía, la de Lionel Robbins:
“la ciencia que estudia el
comportamiento humano como relación entre fines dados y medios escasos con usos
alternativos”.
Si
el objetivo es maximizar el bienestar de las personas
que componen una sociedad, entonces quizá deberíamos medir el desarrollo
económico por la eficiencia en el
uso de recursos para garantizar vidas dignas, y no por
indicadores como el pleno empleo.
¿Tiene sentido seguir forzando la creación de empleo si las máquinas pueden
cubrir nuestras necesidades materiales?
Por lo
tanto, la pregunta ya no es solo
cómo crear más empleo, sino cómo garantizar el bienestar sin depender exclusivamente de él.
Una
de las respuestas más
repetidas es la provisión universal de
servicios básicos: vivienda, sanidad, transporte, energía,
agua, conectividad o educación. Hacerlos gratuitos o muy asequibles reduciría
el coste vital mínimo y es una de las medidas que ha demostrado ser más efectiva para erradicar
la pobreza, incluso en hogares sin empleo.
Pero si queremos
preservar también cierta libertad de consumo, hay que ir más allá. De ahí el interés creciente por
la renta básica universal: un ingreso
incondicional y regular que permita vivir
con dignidad, independientemente de si se trabaja o no. Autores como Philippe Van Parijs, Guy Standing o incluso Milton Friedman, desde
visiones muy distintas, han defendido versiones de este modelo. El
propio Sam Altman calcula que, en
tan solo 10 años, la IA podría dar a
cada estadounidense un dividendo de 13.500 dólares
anuales.
Lo
más probable es que no tengamos que elegir entre renta básica o provisión de servicios,
sino que necesitemos una combinación de ambas.
Precariedad laboral. Crisis del trabajo. Precariedad ´presente. Futuro incierto.
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¿Y si nadie hace nada útil en un mundo post-empleo?
La
objeción es inevitable:
si se garantiza un ingreso básico, ¿y si la gente decide no hacer nada? ¿Y
si pasamos los días en el sofá viendo tiktoks, viviendo del sistema? Es una preocupación
legítima. Pero la respuesta no puede ser renunciar a garantizar
condiciones de vida dignas.
La
respuesta puede pasar por cómo diseñamos el sistema.
Más que controlar lo que hace cada
persona, podríamos diseñar incentivos para estilos de vida saludables y
socialmente útiles:
hacer deporte, formarse, cuidar a otras personas, implicarse en la comunidad. Estas actividades no
solo dan sentido vital, sino que generan
beneficios colectivos: reducen costes sanitarios, fortalecen el capital social y cohesionan nuestras sociedades.
Una
posibilidad es que parte de los ingresos de los hogares se
vinculen a comportamientos positivos. Una
especie de salario social variable otorgado
a quien se forme, tenga un estilo
de vida activo o colabore en
proyectos comunitarios. No se trata de imponer un estilo de vida único,
sino de reconocer el valor social de
ciertos compromisos voluntarios.
Eso sí, hay que tener cuidado. ¿Quién define qué es “bueno” y cuál debe ser el propósito de la vida? ¿Cómo se evita penalizar modos de vida legítimos, aunque no normativos? ¿Y cómo se evita que esto se convierta en otro laberinto punitivo y controlador?
Crisis juvenil laboral en Perú. 80% sin protección social.
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Repartir el trabajo.
Otra
opción es repartir el trabajo existente.
Si las máquinas aumentan la productividad,
podríamos trabajar menos horas entre
todos y mantener niveles de ingresos
por hogar similares. Keynes estimó
en 1930 que, en 2030, la jornada laboral sería de 15 horas. No lo hemos cumplido, pero su
lógica no era descabellada.
De
hecho, si se analiza el conjunto de nuestras vidas, el aumento del tiempo dedicado al ocio supera a sus estimaciones (58% más que en 1930,
superior a su estimación del 53% de
crecimiento). Pero ese ocio se
concentra en una jubilación que se
alarga con el aumento de la esperanza de
vida —mientras mantenemos jornadas laborales de 40 horas durante el periodo activo— y
en más vacaciones durante el año.
Reducir la jornada laboral a un tercio plantea
dilemas éticos: ¿tendría derecho la gente a trabajar más de dos
días por semana? ¿Estarían quitando
oportunidades a otros? ¿Habría que
establecer un tope muy restrictivo de trabajo semanal máximo? Aquí chocan dos principios: el reparto justo y la libertad individual. Incluso si todos los trabajos fueran automatizados por máquinas más eficientes que nosotros,
podría haber personas con voluntad de
seguir trabajando por motivaciones
personales. Algunos autores
apuntan que, en ese contexto, dichos trabajos
serían más bien “hobbies inofensivos”, actividades artesanales, plásticas o de cuidados que proporcionan satisfacción, pero que no estarían en
el centro del sistema económico.
Un Nuevo Contrato Social, fundamentado en una agenda transformadora con justicia de género.
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Un nuevo contrato social.
Quizá,
en un futuro no tan lejano,
el pleno empleo ya no sea un objetivo realista. En este escenario, la pregunta no será solo cómo sobreviviremos sin empleo, sino cuál debe ser nuestro
propósito y cómo garantizar vidas dignas
cuando trabajar ya no sea necesario, ni posible, para todos.
Todo esto obliga
a repensar a fondo el sistema económico
y fiscal. ¿Cómo se financiarían
la renta básica o
los servicios universales? ¿A través de
impuestos sobre los beneficios de actividades económicas producidas por
máquinas? ¿Con tributos al capital?
¿Con nuevos sistemas económicos aún por diseñar? No hay una única vía, pero sí un interés creciente en abrir este
debate. No tengo todas las respuestas. Pero si estos
modelos futuros plantean incógnitas, el actual plantea aún más.
Porque,
últimamente, tampoco paro de pensar en el presente del trabajo.
No hace falta mirar muchas décadas adelante para ver un mercado
laboral frágil y un sistema fiscal fracturado. Tener empleo ya no garantiza bienestar. La percepción de desigualdad va en aumento. El acceso a la
vivienda está marcado por una verdadera crisis por exceso de demanda y falta de oferta. La
percepción de desigualdad va en aumento. La combinación
de esperanza de vida al alza y baja
natalidad cuestiona la sostenibilidad del sistema de pensiones. Mientras tanto, los costes de vida —alimentación, vivienda, crianza— no dejan de subir, mientras los salarios permanecen estancados.
Redefinir el sistema económico para volver a poner en el centro la prosperidad
compartida, y no otros fines, no es solo una necesidad futura. Es una urgencia presente.
Francisco Ortín Córdoba,
Economistas sin Fronteras.
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