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“Los vacíos no duran. La expansión de las economías
ilegales no se debe solo
a su rentabilidad. También responde a la falta de alternativas
productivas y a la débil presencia estatal. En regiones como Madre de Dios, La Libertad, Amazonas y
Puno, actividades como la minería
ilegal, la tala o el narcotráfico avanzan donde el Estado no llega, llega tarde o llega mal. No hablamos de actores marginales. En 2025, las exportaciones
de oro ilegal podrían superar los $12 mil millones,
representando casi la mitad de todo el
oro exportado. La minería ilegal
ya equivale al 2.8 % del PBI nacional.
El precio del oro —que se ha
duplicado en cinco años— ha sido un incentivo
poderoso para expandir esta actividad justo donde el Estado es más
débil.
“En
distintas partes del país
las actividades ilegales están presentes
y consolidadas. En Madre de Dios,
unas 50 mil personas dependen de la minería
aurífera informal o ilegal, que representa hasta el 40 % del PBI regional y ha degradado más de 300 mil hectáreas de bosque
amazónico. Esta presencia va de
la mano con una escasa o episódica presencia del Estado, sobre todo en lugares como La Pampa o Delta Uno. En La Libertad, esta actividad ha generado disputas
violentas y la captura parcial de autoridades locales, según la Defensoría del Pueblo. En Condorcanqui, los mismos Apus denuncian que la minería avanza sin regulación ni
respuesta estatal.
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CUANDO
EL ESTADO SE VA, LO ILEGAL SE QUEDA,
por
Mónica Muñoz-Nájar.
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El ciclo de desconfianza perpetúa el desarrollo
estancado en Perú, donde la minería ilegal representa casi el 3% del PIB
nacional. Urge un Estado
presente y eficiente que construya legitimidad y ofrezca servicios de calidad
en zonas vulnerables.
Por
Mónica Muñoz-Nájar. Economista. Docente Universidad del Pacífico.
Fuente.
La República domingo 13 de julio del 2025.
Una comunidad tiene una única escuela primaria, con seis
aulas, una para cada grado. Pasan años
pidiendo apoyo: no tienen materiales
educativos, los profesores faltan por semanas, una de las aulas está en mal
estado y necesitan construir dos más y una losa deportiva. Tocan las puertas de
la UGEL, del municipio, del gobierno
central. Nadie responde.
Entonces llegan los mineros, sacando
oro del río. Los Apus deciden dejar de esperar al Estado y comienzan a
coordinar con los mineros ilegales
que habían llegado a la zona.
Esta
es la realidad de Pagata,
una comunidad ubicada en el distrito de El
Cenepa, en la provincia de Condorcanqui,
Amazonas. Desde 2021, se ha
reportado una creciente presencia de mineros
ilegales en la zona, documentada en
fuentes oficiales y en reportajes de
medios especializados como Mongabay,
Convoca y un documental de Latina TV próximo a estrenarse. En este último, los Apus cuentan cómo empezaron a colaborar
con los mineros, que ofrecieron materiales y pequeñas mejoras. No lo
hicieron por generosidad, sino
porque esa ayuda les habría espacio.
En un entorno desatendido, los ilegales comenzaron a ocupar el lugar que el Estado nunca asumió. Y con ello,
ganaron algo más que acceso: legitimidad.
Este
no es un caso aislado.
Es apenas una muestra de lo que ocurre cuando el Estado se ausenta durante años de vastos territorios del país: aparecen
otros actores, muchas veces ilegales, que ofrecen soluciones inmediatas donde el Estado solo ha ofrecido silencio. Así, lo que empieza como una relación
por necesidad termina consolidando estructuras paralelas de poder y economía.
El espacio no queda vacío: alguien siempre lo ocupa.
Los vacíos no
duran.
La expansión de las economías
ilegales no se debe solo
a su rentabilidad. También responde a la falta de alternativas
productivas y a la débil presencia estatal. En regiones como Madre de Dios, La Libertad, Amazonas y
Puno, actividades como la minería
ilegal, la tala o el narcotráfico avanzan donde el Estado no llega, llega tarde o llega mal.
No hablamos de actores marginales. En 2025, las exportaciones
de oro ilegal podrían superar los $12 mil millones,
representando casi la mitad de todo el
oro exportado. La minería ilegal
ya equivale al 2.8 % del PBI nacional.
El precio del oro —que se ha
duplicado en cinco años— ha sido un incentivo
poderoso para expandir esta actividad justo donde el Estado es más
débil.
En
distintas partes del país
las actividades ilegales están presentes
y consolidadas. En Madre de Dios,
unas 50 mil personas dependen de la minería
aurífera informal o ilegal, que representa hasta el 40 % del PBI regional y ha degradado más de 300 mil hectáreas de bosque
amazónico. Esta presencia va de
la mano con una escasa o episódica presencia del Estado, sobre todo en lugares como La Pampa o Delta Uno. En La Libertad, esta actividad ha generado disputas
violentas y la captura parcial de autoridades locales, según la Defensoría del Pueblo. En Condorcanqui, los mismos Apus denuncian que la minería avanza sin regulación ni
respuesta estatal.
El Informe de Desarrollo Humano 2025 del PNUD pone nombre a esta realidad: “regímenes
híbridos”, donde conviven lo
legal, lo informal y lo ilegal,
sin que el Estado logre imponer la ley ni brindar servicios
públicos de calidad. El informe identifica 111
distritos con desarrollo humano
muy bajo, de los cuales 35 combinan alta
conflictividad, economías ilegales y debilidad institucional.
Son las llamadas “zonas marrones”,
donde el Estado aparece de forma intermitente
o simbólica, cuando no está
totalmente ausente.
En contextos así, las economías ilegales no solo operan: prosperan. No siempre se imponen por la fuerza; muchas veces entran porque ofrecen ingresos, caminos, materiales o cierto orden básico donde el Estado ha fallado durante años. Son aceptadas por necesidad, y con el tiempo, ganan legitimidad.
Ausencia y desconfianza.
La expansión de estas actividades ocurre sobre un terreno marcado por años de desconfianza
acumulada en el Estado. Según el Informe
de Desarrollo Humano 2025 del PNUD, Perú se encuentra entre los países de América Latina con menor confianza en las instituciones
públicas. Apenas el 20 % de la
población confía en los gobiernos
regionales, y el porcentaje es todavía
menor en zonas rurales y
amazónicas. Muchos peruanos sienten una desconexión muy grande con el Estado.
A
pesar de mejoras innegables
en la calidad de vida de millones de
peruanos —como muestra el mismo informe—, la desconfianza persiste. En las últimas tres décadas, el Índice
de Desarrollo Humano subió un 27 %, la esperanza de vida creció 13.8 años y el ingreso per cápita aumentó 141 %. Sin embargo, estos avances promedio ocultan profundas desigualdades
territoriales y de acceso a servicios, especialmente en la Amazonía, la sierra rural y otras zonas históricamente excluidas.
La
desconfianza ha crecido por varios factores identificados
por el PNUD: la persistente
percepción de corrupción, la baja capacidad de respuesta de los
servicios públicos, la alta rotación
de autoridades y la sensación de abandono estatal en amplios territorios del país.
Incluso cuando el Estado está presente,
muchas veces lo hace de manera
intermitente o con servicios
precarios, lo que erosiona la legitimidad
institucional.
El ciclo de
desconfianza.
Las consecuencias de esta baja confianza son profundas. Como señala el Banco Interamericano de Desarrollo en su informe “Confianza:
la clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe”
(2022), la desconfianza en
las instituciones alimenta un círculo
vicioso: menos personas quieren pagar impuestos, menos empresas se formalizan, lo que reduce la recaudación y limita la inversión pública. Con menos recursos, el Estado ofrece servicios de
menor calidad, lo que refuerza la
percepción de que el Estado no
sirve y justifica la informalidad y el incumplimiento
de las normas. Así, se perpetúa
un ciclo que arrastra al país hacia
un desarrollo estancado: alta
informalidad, baja inversión,
servicios deficientes, y de nuevo desconfianza.
Necesitamos un Estado presente.
Lo
que se ha construido durante años de abandono no se desmonta con decretos y cambios de ley, aunque estos
son necesarios. Se necesita algo más
difícil, pero más duradero: un
Estado que funcione donde más se le necesita.
Eso implica llegar, quedarse y
responder. No solo controlar, sino también construir. Invertir en escuelas, postas y caminos
no es un gasto asistencial: es una
estrategia de seguridad, desarrollo y
legitimidad. Fortalecer la gestión
pública, en municipios, gobiernos regionales y organismos que llegan al territorio, es la única manera de
cerrar el paso a las economías
ilegales que hoy ganan terreno en el vacío.
El Estado no puede ser un visitante
ocasional. Tiene que volver a ser un vecino permanente.
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