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“Al 22 de julio de 2025, solo cuatro países
(China, Vietnam, Reino Unido e Indonesia)
habían alcanzado acuerdos para reducir aranceles. Los 14 restantes
—incluidos la UE, Japón y Brasil— seguían en pie de guerra. Esta
polarización revela la verdadera apuesta
de la administración Trump: usar el proteccionismo
no como herramienta económica, sino
como arma geopolítica. El mensaje era claro, la cooperación multilateral sería reemplazada por transacciones bilaterales, donde el poder de negociación de EE.UU. resultaría decisivo.
“Los datos demuestran que, hasta julio de 2025, los aranceles
han fracasado en sus objetivos
declarados. El déficit comercial
creció, el empleo se contrajo y la inflación
erosionó el poder adquisitivo. Sin embargo, sería un error juzgar esta
política solo por sus resultados económicos. Su éxito real radica en haber reabierto el tablero
de la geopolítica comercial, forzando a los socios de EE.UU. a elegir entre la resistencia costosa o la adaptación pragmática. El problema es
que, en el proceso, Washington subestimó su propia vulnerabilidad. La economía global no es un juego de suma cero, y el daño autoinfligido por el proteccionismo podría terminar siendo mayor que las
concesiones obtenidas. Trump, en
su afán por revivir el aislacionismo, podría estar llevando a EE.UU. —y al
mundo— hacia un desierto económico del que será difícil escapar.
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Fuentes: El tábano economista [Illustration by The Atlantic. Source: Win McNamee / Getty]
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El experimento
arancelario de Trump.
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Por | 24/07/2025 | Economía
Fuente.
Revista Rebelión jueves 25 de julio del 2025.
La gran
apuesta arancelaria, fracturar la economía global (El Tábano Economista)
El 2 de abril de 2025, el presidente Donald
Trump anunció una medida que sacudió los cimientos del comercio global:
la imposición de aranceles
«recíprocos» sobre las importaciones estadounidenses
procedentes de todos sus socios
comerciales. La base del 10%
aplicable a casi todas las
importaciones se complementó con tasas
adicionales, calculadas en función de los déficits bilaterales
y ajustadas a realidades políticas tanto como económicas.
Brasil, por ejemplo, recibió un arancel del 50%,
justificado no solo por barreras
comerciales sino también por lo que la Casa
Blanca denominó «preocupaciones
políticas» que veremos en el próximo
artículo. Canadá, por su parte,
enfrentó un 35% con argumentos que mezclaban disputas agrícolas históricas con
acusaciones de negligencia en el control del tráfico de fentanilo.
La narrativa oficial insistía en que estos aranceles protegerían la industria nacional y corregirían los desequilibrios comerciales. Sin embargo, tras el lenguaje de reciprocidad se escondía una estrategia más audaz: un intento de reconfigurar el orden económico global mediante la coerción. La pausa de 90 días anunciada el 9 de abril —y extendida hasta el 1 de agosto— no fue un gesto de moderación, sino una tregua táctica para negociar acuerdos bilaterales bajo presión. Las cartas enviadas a más de 20 países el 7 de julio, detallando las tasas que entrarían en vigor sin acuerdo, confirmaron que el objetivo real era la capitulación negociada.
Los datos, sin embargo, desmienten
la retórica de las intenciones americana para las tarifas. Según la Oficina de Análisis
Económico de Estados Unidos, el déficit comercial en bienes y servicios alcanzó los 71.500 millones de dólares en mayo de 2025, un aumento de 11.300 millones respecto a abril. Las exportaciones cayeron en
11.600 millones en el mismo
período, y el acumulado anual mostró
un incremento del 50.4% en el déficit frente a 2024. Lejos de equilibrar la balanza, la política
arancelaria exacerbó el problema que pretendía resolver.
El informe del Laboratorio de
Presupuesto de la Universidad de Yale, publicado el 14 de
julio, cuantificó el costo interno de
esta estrategia: los consumidores
estadounidenses enfrentan una tasa
arancelaria efectiva promedio del 20.6%,
la más alta desde 1910. El impacto inmediato se tradujo en un aumento
del 2.1% en el nivel de precios, equivalente a una pérdida de 2.800 dólares por hogar en 2025. El PIB real crecería 0.9 puntos porcentuales menos, el desempleo aumentaría un 0.5% y se destruirían 641.000 empleos.
Lo más revelador fue la naturaleza
regresiva de estos impuestos: el 10%
más pobre de la población soportaría
una carga 3.5 veces mayor que el 10% más rico (-3.9% vs. -1.1% de sus ingresos). Las pequeñas empresas, incapaces
de renegociar precios con
proveedores extranjeros, absorbieron gran parte del impacto. Un ejemplo paradigmático fue China, donde los exportadores
redujeron sus precios solo un 0.7%
pese a los aranceles del 30%, trasladando el costo a los importadores estadounidenses
y, finalmente, a los consumidores.
No todo fueron pérdidas. El gobierno federal
proyectó un aumento de 171.100 millones
de dólares en ingresos fiscales (0.56% del PIB), el mayor desde 1993. A largo plazo, se esperaba que la manufactura local creciera un 2.6%, aunque este beneficio sectorial
palidece ante el daño macroeconómico.
Aquí reside la paradoja: el proteccionismo de Trump operó como
un impuesto encubierto, redistribuyendo recursos desde los hogares y las pymes hacia el fisco y algunas industrias selectas.
Las consecuencias externas
fueron aún más profundas. Las represalias no se hicieron esperar: la UE, China, Canadá, México e India impusieron sus propios aranceles a productos
estadounidenses, desde automóviles
hasta alimentos. El sector agrícola, dependiente de las exportaciones, fue el más golpeado. Pero el
verdadero daño se produjo en las cadenas
de suministro. Industrias como la electrónica
o la automotriz, que dependen de insumos globales, enfrentaron disrupciones, aumentos de costos y retrasos.
La OCDE y el Banco Mundial revisaron a la baja sus proyecciones de crecimiento global, advirtiendo que los
aranceles podrían reducir el PIB mundial en un 0.5% a corto plazo y hasta un 2%
a mediano plazo. La incertidumbre
política ahuyentó inversiones y contrajo el comercio internacional. Este «caos
controlado» no fue un efecto
colateral, sino parte de un cálculo
geopolítico: al fragmentar las redes comerciales, EE.UU. buscaba ralentizar el ascenso de China y los BRICS, mientras renegociaba su
posición en un mundo multipolar.
Al 22 de julio de 2025, solo cuatro países (China, Vietnam, Reino Unido e Indonesia) habían alcanzado acuerdos para reducir aranceles. Los 14 restantes —incluidos la UE, Japón y Brasil— seguían en pie de guerra. Esta polarización revela la verdadera apuesta de la administración Trump: usar el proteccionismo no como herramienta económica, sino como arma geopolítica. El mensaje era claro, la cooperación multilateral sería reemplazada por transacciones bilaterales, donde el poder de negociación de EE.UU. resultaría decisivo.
Los datos demuestran que, hasta julio de 2025,
los aranceles han fracasado en sus objetivos declarados.
El déficit comercial creció, el empleo se contrajo y la inflación
erosionó el poder adquisitivo. Sin embargo, sería un error juzgar esta
política solo por sus resultados económicos. Su éxito real radica en haber reabierto el tablero
de la geopolítica comercial, forzando a los socios de EE.UU. a elegir entre la resistencia costosa o la adaptación pragmática.
El problema es que, en el proceso,
Washington subestimó su propia vulnerabilidad. La economía global no es un juego de suma cero, y el daño autoinfligido por el proteccionismo podría terminar siendo mayor que las
concesiones obtenidas. Trump, en
su afán por revivir el aislacionismo, podría estar llevando a EE.UU. —y al
mundo— hacia un desierto económico del que será difícil escapar.
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