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Simplificando a “tipos ideales”, en
América Latina un sector de la izquierda defendió el matrimonio con el
nacionalismo (populista)
-la “izquierda nacional” fue la expresión más clara al respecto- como una
posible vía hacia el pos-capitalismo a
través de la profundización de las reformas nacional-populares
(reforzamiento del Estado, nacionalización progresiva de la economía,
integración latinoamericana, etc.) en tanto que una vertiente más “socialdemócrata” o marxista
“revolucionaria” consideró que el
populismo no abría sino cerraba la vía hacia el socialismo. Los primeros en
virtud del carácter estado-céntrico y
anti-pluralista (organicista) del populismo, y los segundos porque
-finalmente- los regímenes “populistas”
eran expresión de una burguesía nacional que sólo quería avanzar
limitadamente en la movilización de las masas y acotarla a una serie limitada
-y ambivalente- de reformas que incluían
mayores derechos junto con elevados niveles de regimentación estatal. Como
es sabido, los
partidos comunistas se posicionaron de manera ciclotímica en estas discusiones, según los lineamientos
internacionales decididos en Moscú,
pasando de caracterizar a los gobiernos
nacional-populares de los años 40
como “nazifascistas” (por ejemplo en Argentina con Juan D. Perón y en Bolivia con Gualberto
Villarroel) a considerar al peronismo, por ejemplo, como un aliado en la
lucha por la liberación nacional y social.
/////
PERÚ: Dr. Alfonso Barrantes Lingán, en manifestación de Izquierda Unida en La Plaza San Martín en 1985.
Izquierda Libertaria y “gobiernos
populares”: varios puentes, no pocos precipicios.
Pensando en Argentina, Bolivia, Ecuador y
Venezuela.
*****
Pablo Stefanoni.
Revista Nuevo Topo/Argentina.
Rebelión sábado 8 de septiembre del 2012.
Resumen
La relación
entre izquierda y “populismo” ha sido siempre un tema en extremo complejo, y
esas relaciones ambivalentes se reactualizan hoy con la llegada al gobierno de
varios movimientos que reviven la matriz nacional-popular. Este artículo
combina un análisis empírico de los avances, las inercias y los desafíos de los
gobiernos de Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela con una discusión más
amplia: ¿existe verdaderamente un clivaje izquierda/derecha?, en ese caso, ¿ese
clivaje es pertinente para aprehender las realidades latinoamericanas?. La
tesis central de este artículo es que una agenda de izquierda puede contribuir
a poner en discusión temas que ni el nacionalismo ni el indigenismo abordan
adecuadamente.
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La cantidad de adjetivos
disponibles para caracterizar a los gobiernos latinoamericanos que se proponen
dejar atrás el neoliberalismo (progresistas, de izquierda, nacionalistas e
incluso posneoliberales -¡dos prefijos seguidos!-) dan cuenta, en sí mismos, de
una dificultad para englobar en un solo bloque a un conjunto de experiencias
disímiles, y producto de trayectorias, coyunturas y culturas políticas muy
diferentes entre sí pero que están atravesados por una cierta solidaridad
ideológica. Con todo, el clivaje izquierda/derecha siempre fue complicado en el
llamado “tercer mundo”, donde el antagonismo nación/imperialismo contribuyó a
desestabilizar -y a menudo a marginalizar- las visiones clasistas tout court
y a definir senderos en los cuales las izquierdas exitosas fueron a menudo
“izquierdas nacionalistas”.
Como ha señalado la sovietóloga
Sheila Fitzpatrick, en gran medida la vertiente desarrollista del marxismo
(para alcanzar a los países desarrollados se pensaba como requisito abandonar
el capitalismo) predominó sobre su vertiente emancipatoria. En efecto, si los
“soviets” como forma de democracia popular semidirecta cayeron rápidamente en
desgracia, la “electrificación” -como metonimia de proyectos industrialistas a
menudo desmesurados- sigue vigente en gran medida hasta hoy.
Obviamente, el vínculo
izquierda-desarrollismo-antiimperialismo determinó un sendero en el que
claramente Lenin se impuso a Marx, y la geopolítica sobredeterminó
-y ahogó- otras perspectivas más libertarias y emancipatorias, que quedaron a
menudo como expresiones de “debilidad pequeño burguesa” frente a los grandes
combates en la guerra entre el campo socialista y el campo capitalista.
Simplificando a “tipos ideales”,
en América Latina un sector de la izquierda defendió el matrimonio con el
nacionalismo (populista) -la “izquierda nacional” fue la expresión más clara al
respecto- como una posible vía hacia el poscapitalismo a través de la
profundización de las reformas nacional-populares (reforzamiento del Estado,
nacionalización progresiva de la economía, integración latinoamericana, etc.)
en tanto que una vertiente más “socialdemócrata” o marxista “revolucionaria”
consideró que el populismo no abría sino cerraba la vía hacia el socialismo.
Los primeros en virtud del carácter estadocentríco y antipluralista
(organicista) del populismo, y los segundos porque -finalmente- los regímenes
“populistas” eran expresión de una burguesía nacional que sólo quería avanzar
limitadamente en la movilización de las masas y acotarla a una serie limitada
-y ambivalente- de reformas que incluían mayores derechos junto con elevados
niveles de regimentación estatal. Como es sabido, los partidos comunistas se
posicionaron de manera ciclotímica en estas discusiones, según los lineamientos
internacionales decididos en Moscú, pasando de caracterizar a los gobiernos
nacional-populares de los años 40 como “nazifascistas” (por ejemplo en
Argentina con Juan D. Perón y en Bolivia con Gualberto Villarroel) a considerar
al peronismo, por ejemplo, como un aliado en la lucha por la liberación
nacional y social.
Tras esta breve introducción
quizás vale la pena preguntarse, ¿cuánto de estas tensiones perviven hoy en la
relación entre lo que podríamos denominar genéricamente una ideología de
izquierda y los gobiernos del bloque del cambio realmente existentes en su
vertiente nacional-popular?, ¿es posible seguir leyendo la realidad en términos
de izquierda y derecha?
Una primera constatación del
actual proceso de cambio a escala sudamericana después de la hegemonía
neoliberal -especialmente durante los años 90- es que los regímenes
considerados más radicales, tanto por las izquierdas como por las derechas, son
aquellos que llegaron al poder a través de organizaciones políticas que no
provienen del tronco de las izquierdas tradicionales (Venezuela, Ecuador y
Bolivia) y los que sí provienen de una tradición de izquierda son los
considerados “moderados” (Brasil, Uruguay e incluso Chile). Y en este punto
vale la pena detenernos e intentar avanzar algunas hipótesis preliminares.
1. La radicalidad de los procesos sudamericanos no
depende solamente de las apuestas ideológicas de los gobiernos (“carnívoros” o “vegetarianos”, según Álvaro
Vargas Llosa), sino de una serie de trayectorias políticas e institucionales
previas, incluyendo los niveles de desconfianza política. Donde el sistema de
partidos implosionó y el propio sistema político fue cuestionado como una
democracia de élites excluyente (Bolivia, Venezuela y Ecuador) surgieron
demandas de refundación del país que se expresaron en la convocatoria a
asambleas constituyentes. Entre otras cosas, estas se proponían acabar con el
“colonialismo interno”, que en el caso de Bolivia y Ecuador -pero también en
Venezuela- excluyó material y simbólicamente a las mayorías indígenas, afros o
mestizas.
2. La izquierda organizada que llegó al poder (el Partido de los Trabajadores brasileño, el
Frente Amplio uruguayo y en parte el Partido Socialista chileno, a los que
podríamos agregar ahora el FMLN salvadoreño) sufrió de manera directa el
impacto de la crisis post 1989, que en general derivó en la profundización de
un tránsito hacia el centroizquierda (una evolución que en América Latina ya se
había iniciado durante los procesos de restauración democrática en los 80,
alentada además por la autocrítica de la violencia en los años 70). Ello no
ocurrió, u ocurrió en menor medida, con las izquierdas más débiles y dispersas
que buscaron una tabla de salvación en el nacionalismo y el indigenismo (el
país real y sumergido frente al país visible y formal), así como en el
antipartidismo. Ello les proveía nuevas fuentes de radicalización ideológica:
la defensa de la patria, la reivindicación de los indígenas, el rechazo a la
partidocracia... El principal significante de las refundaciones es que ahora
“hay patria para todos”, eje del antineoliberalismo.
3. En efecto, si observamos con más detalle los
procesos más “radicales”, es posible
concluir que su fuente de radicalidad proviene de la matriz nacionalista:
antiimperialismo, polarización entre pueblo y oligarquía, nacionalizaciones,
recambio de elites en el poder, etc. y si el socialismo (“del siglo XXI”) ha
vuelto a la agenda, vuelve a ser pensado como la profundización lineal del
nacionalismo (no casualmente, ni Chávez, ni Evo ni Correa suelen hablar de
lucha de clases). Incluso en gran medida, dado el carácter extractivo de las economías
venezolana, ecuatoriana y boliviana, opera una suerte de socialismo o
nacionalismo geológico. Lo novedoso en todo caso es que el nuevo nacionalismo
ya no pendula entre la derecha y la izquierda (como Vargas, Perón o Paz
Estenssoro) y ha desaparecido su faceta anticomunista; de hecho hay un fuerte
vínculo geopolítico/afectivo con el régimen cubano.
Si miramos hacia las
sensibilidades ético/morales, no es difícil advertir que estos procesos no sólo
carecen de radicalidad sino que pueden (al menos sus fracciones hegemónicas)
ser abiertamente conservadores en términos de derechos reproductivos o los
derechos para las llamadas minorías sexuales y de género. Un caso aparte es el
kirchnerismo, que ha hecho de estas banderas progresistas un eje de sus políticas,
mostrando la capacidad casi infinita del peronismo para incorporar
reivindicaciones y demandas muy diversas
y en este caso ajenas a su historia, incluso la más reciente.
4. Adicionalmente, el clivaje izquierda/derecha hoy
es teóricamente desafiado no solamente por la tradición nacional-popular (que propone la alianza de las clases nacionales,
aunque hoy se utilice poco esta terminología) sino por el indianismo y diversas
lecturas post o decoloniales y subalternistas que plantean como clivaje alternativo
modernidad/colonialidad vs. decolonización/ “mirada otra”. Esto ocurre
especialmente en Bolivia y Ecuador, donde la presencia mayoritaria o
significativa de indígenas permite construir una serie de lecturas en términos
de otredad radical cuestionadoras de la modernidad/colonialidad con influencia
en la academia estadounidense. Para Mignolo, por ejemplo hablar de una
“izquierda indígena” para caracterizar al Movimiento al Socialismo de Evo
Morales es una prueba de “imperialismo de izquierda” y para el intelectual
aymara y dirigente opositor Simón Yampara, quienes siguen hablando de izquierda
y derecha mantienen en sus cerebros el “chip colonial”.
No hay duda que en países como
Bolivia una parte de la izquierda tuvo actitudes coloniales frente a los
indígenas. El problema es que si la lectura en términos de izquierda/ derecha
no logra aprehender todos los elementos en juego de los actuales procesos de
cambio, lo menos que se puede decir es que plantear las cosas en términos de
modernidad/decolonialidad no simplifica precisamente las cosas y agrega una
nueva serie de problemas, especialmente si trascendemos lo que los actores
dicen de sí y complementamos las entrevistas a los voceros con observaciones de
campo, descripciones densas e incluso etnografías sobre los subalternos
realmente existentes.
5. En realidad, el problema de la vigencia del
término izquierda no se relaciona con su capacidad para armar un “gran clivaje” del campo político contra la derecha (aunque es
cierto que los nuevos gobiernos populares han reactivado una lectura de las
disputas existentes en esos términos). Su potencialidad se vincula a objetivos
más limitados pero no menos potentes: una agenda de izquierda puede poner en
debate temas que ni el nacionalismo ni el indigenismo van a propiciar, en pos
de una democratización radical de la sociedad. Además de la mencionada agenda
anticonservadora en el terreno ético-moral, la izquierda debería reponer
lecturas socioeconómicas del conflicto social que las visiones binarias del
nacionalismo sólo lee en términos políticos (o con la revolución o en contra).
Lo mismo vale para discusiones sobre posibles articulaciones Estado/mercado
-que los indigenistas reducen a versiones trivializadas de la complementaridad y los nacionalistas a lecturas politicistas
(empresarios “patriotas” o “antipatriotas”, por ejemplo) o ilusiones
desarrollistas de matriz “cincuentista”. Para esto último es necesario un
verdadero balance crítico de las experiencias del socialismo real, incluyendo
el caso cubano. La anulación de la pertinencia de la vigencia del término
“izquierda” suele generar, a menudo, un silencio sobre esa agenda que es
neurálgica a la hora de pensar el cambio político, social y cultural.
A la luz de los actuales
procesos, no se trata de reclamar el privilegio ontológico de la izquierda
sobre otras matrices y tradiciones, sino de pensar una posible articulación
entre izquierda, nacionalismo popular y democrático e indianismo/decolonización
para pensar un proyecto emancipatorio que de cuenta y luche contra una
pluralidad de opresiones. Esto no tiene nada de particularmente nuevo; lo
nuevo, en todo caso, es que ya no se trata sólo de un debate teórico en un
auditorio universitario, sino de una discusión que define tomas de posición
concretas frente a los gobiernos “populares” realmente existentes.
A partir de estos comentarios
generales es posible recortar algunos aspectos de las experiencias donde estas
tensiones nacionalismo/izquierda se vuelven más visibles: Venezuela, Bolivia,
Ecuador y -por la evolución “setentista” del peronismo kirchnerista- Argentina.
Crisis políticas y emergencias plebeyas.
Venezuela, Ecuador y Bolivia han
sido los países donde más fuertemente ha impactado la crisis del sistema de
partidos y donde la dinámica de la movilización social ha generado procesos de
renovación política y cambio de élites que han llevado a analistas políticos,
activistas y dirigentes de movimientos sociales de la región y el exterior a
considerar que estos tres procesos constituyen el ala radical del giro a la
izquierda sudamericano. Aunque ello puede ser discutible, especialmente a
partir del análisis de las políticas públicas efectivamente aplicadas y la
amplitud de las utopías en juego, no es menos cierto que fue en este bloque
donde los discursos de refundación tuvieron mayor calado. De estas demandas
emergió la convocatoria de Asambleas Constituyentes que se propusieron no
solamente reformar las cartas magnas vigentes, sino rediseñar el esqueleto
institucional.
Argentina presenta una situación intermedia:
la crisis de 2001 abrió paso a una agenda posneoliberal sui géneris que no
incluyó la nacionalización de los recursos naturales (al menos hasta la
estatización de YPF en 2012) pero sí, por ejemplo, reivindicaciones
progresistas como el matrimonio igualitario, ausentes en los otros tres países.
Pero lo determinante fue que la capacidad del peronismo para reciclarce
ideológicamente limitó severamente la renovación política que se terminó
procesando como una disputa a su interior, hoy una suerte de federación de
peronismos provinciales (al decir del propio Néstor Kirchner) o, dicho de otro
modo, un frente de gobernadores. Así, no se trata de una renovación de las
élites sino de una autorregeneración del peronismo que en los 90 fue neoliberal
y hoy es de nuevo nacional-popular. Strictu sensu, el kirchnerismo es
progresista en la ciudad de Buenos Aires y ultrapragmático en el interior
argentino; su hegemonía nacional se basa en acuerdos con gobernadores
peronistas que han pasado ya por el menemismo, el duhaldismo y ahora adhieren
al kirchnerismo....
Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo
Morales (y muy parcialmente Néstor y Cristina Kirchner) son el resultado de
esta combinación de implosión del viejo sistema político y de la emergencia de
alternativas electorales renovadoras, pero, no obstante, estas crisis
–vinculadas a un creciente cuestionamiento al consenso de Washington- se
procesaron de diferente manera en cada uno de los países, por lo cual vale la
pena detenerse en cada uno de los procesos concretos de crisis y renovación de
la política.
En el caso venezolano, el
Caracazo constituirá un baño de realidad sobre la inestabilidad -y estrechez-
del consenso democrático instaurado a partir del Pacto del Punto Fijo de 1958,
en tanto que en Bolivia y Ecuador se producirán una serie de derrocamientos
presidenciales que marcarán el agotamiento de un tipo de “gramática política”
que marcó los ciclos democráticos iniciados en 1982 y 1979 respectivamente;
pero en ambos casos se observa un elemento en común: van a ser exitosos los
discursos que interpelan a una parte de la sociedad que por motivos étnicos y
socioeconómicos se siente excluida del sistema político. Ello se traducirá
luego en consignas que enfatizarán que -procesos de cambio mediante- la Patria (y
los recursos naturales estratégicos) serán, como ya mencionamos, al fin de
todos. En otras palabras, transformar al Estado en garante de un “acceso efectivo
de los menos privilegiados a los derechos y a los beneficios materiales y
espirituales (en término de estatus y de poder simbólico, por ejemplo) de la
pertenencia a la colectividad nacional”.
En gran medida, hoy se vuelve a
la idea de la existencia de un “partido de la nación” frente a la antinación,
lo que conlleva una “politización” de los conflictos de intereses (es común que
se acuse a tal o cual lucha reivindicativa, incluso llevada adelante por grupos
sociales o políticos aliados, de “hacer el juego al imperio”), un cierto
organicismo no dicho y una idea sui géneris del pluralismo: como lo ha
planteado el propio vicepresidente García Linera, el pluralismo se expresaría
en Bolivia al interior del Movimiento al Socialismo (MAS).
Un dato adicional es el ingreso
de militares a la política en el caso venezolano: según la Asociación Civil
Control Ciudadano, más de 200 funcionarios de la Fuerza Armada Nacional ocupan
altos cargos en el gobierno y 2000 oficiales se desempeñan en puestos medios y
subalternos de la administración pública. Ello marca una diferencia, con Bolivia, Ecuador y mucho más con
Argentina donde el progresismo no puede ser menos que antimilitarista.
Tipos de liderazgo y nuevos partidos.
Hugo Chávez es en muchos sentidos
el clásico líder populista en el sentido de Ernesto Laclau: el líder que debe “construir” al pueblo como sujeto
político; en tanto que Evo Morales hizo el recorrido inverso: dirigente
sindical, es producto de un proceso de descorporativización de una serie de
sindicatos agrarios y organizaciones de vecinos y trabajadores que se
desbordaron al ámbito político. De allí que en el caso de Chávez predomine la
dimensión carismática/afectiva en su liderazgo frente a la autorrepresentación
en el caso de Evo Morales (“ahora somos presidentes”, “voy a mandar
obedeciendo”, etc.), liderazgo acompañado de una fuerte “confianza étnica”.
Rafael Correa, por su parte, apareció como un outsider de la política en
un contexto de crisis del sistema político y niveles decrecientes de
movilización social. Y Néstor y Cristina Kirchner salieron de una tradicional
carrera política iniciada en el extremo sur argentino -luego de un pasaje de
juventud por el peronismo de izquierda-, donde su mayor utopía -al menos hasta
2003- fue agrandar la fortuna personal para posibilitar una acción política de
mayor envergadura en línea con su definición de la política como “cash más
expectativas”. Si Carlos Menem hizo un giro liberal de acuerdo al estado del
mundo luego de la caída del Muro de Berlín, los Kirchner hicieron un giro al
centroizquierda en la nueva situación creada por el levantamiento popular de
2001 en Buenos Aires.
Con relación a los nuevos
partidos, también se observan situaciones muy diferentes: en Bolivia llegó al
gobierno un partido (aunque no se defina a sí mismo como tal) creado en 1995
como “instrumento político” de los sindicatos y organizaciones campesinas; en
Ecuador se construyó algo a las apuradas Alianza País en torno a Correa y a un
grupo de intelectuales progresistas, en Argentina el “peronismo infinito” (al
decir de Maristella Svampa) mantuvo el poder con reconfiguraciones internas,
mientras que en Venezuela el Partido Socialista Unido (PSUV) luego del MBR 200
y del Movimiento Cuarta República [MVR]) fue construido desde el Estado a
partir de 2007.
Para el sociólogo Edgardo Lander,
“el PSUV es un campo de tensión: ni representa el ejercicio pleno de la
democracia desde la base, ni es un espacio que pueda controlarse completamente
desde arriba”. No obstante, la profundización de la tendencia al liderazgo
personal ha ido erosionando el primer término de la ecuación (una de las
consignas del PSUV luego de las elecciones de 2010 fue “Somos millones, una
sola voz”). Esta tendencia fue expresada por el propio Chávez sin apelar a
eufemismos en la concentración realizada el 13 de enero de 2010 con motivo de
la celebración de los 53 años de la caída de la dictadura de Marcos Pérez
Jiménez. Allí enfatizó:
“Exijo lealtad absoluta a mi
liderazgo… no soy un individuo, soy un pueblo. Estoy obligado a hacer respetar
al pueblo. Los que quieran patria, vengan con Chávez… Aquí en las filas
populares, revolucionarias, exijo máxima lealtad y unidad. Unidad, discusión
libre y abierta, pero lealtad… cualquier otra cosa es traición”.
De allí que se pregunte sin
responderlo: ¿Cómo procesar las tensiones permanentes que existen entre el
impulso del tejido social de base que se ha fortalecido en estos años, la
organización y participación democrática desde abajo, y un modelo de liderazgo
y toma de decisiones jerárquico y vertical?.
En el caso boliviano, como hemos
señalado, la densidad organizativa de los sectores populares pone límites
-encuadra- al liderazgo carismático de Evo Morales. Pero ello hasta cierto
punto. Moira Zuazo se pregunta en un artículo publicado en Nueva Sociedad,
parafraseando al vicepresidente García Linera, ¿qué pasa cuando los soviets se
repliegan? Claramente, hoy el MAS es incapaz de construir espacios de debate
interno y de posicionar temas en la agenda pública. En efecto, la figura del
“gobierno de los movimientos sociales” o el “mandar obedeciendo” a las
organizaciones no es sencillo en la práctica, cuando los repliegues
corporativos debilitan las miradas más universalistas. Allí el Estado aparece
como el portador de lo universal frente a los movimientos como agentes de
intereses particularistas. ¿qué pasaría si “las organizaciones” se distancian
del gobierno? Por ejemplo, cuando la federación campesina Túpac Katari de La
Paz pidió cambios de ministros, Evo Morales se molestó y señaló: “yo no nombro
dirigentes sindicales, ustedes no van a nombrar a los ministros”. O cuando
el vicepresidente rechazó a las organizaciones indígenas que se oponen a la
exploración petrolera en la Amazonía de hacer valer sus intereses particulares
por encima de los del país.
Asistimos, así, a una compleja
combinación entre liderazgo carismático y autorrepresentación social, que en el
caso boliviano aparece como complementaria más que contradictoria, como a
priori podría esperarse. El punto débil de estas lógicas organizativas es la
formación de cuadros e inestables procesos de aprendizaje, y pese a esfuerzos
por armar una escuela de cuadros, estos no han logrado revertir los déficits de
formación política y técnica de los militantes masistas.
En el caso ecuatoriano, Rafael
Correa -quien, como mencionamos, pasó fugazmente por el ministerio de Economía
durante el gobierno de Alfredo Palacio- se presentó exitosamente “por fuera” de
la política, con una fuerte dosis de extroversión. Una mezcla de carisma
juvenil, aura de competencia tecnocrática y cierta prepotencia mesiánica. En
cierto sentido, su forma de “autoritarismo” es muy “ejecutiva”, mezclada con
una especie de narcisismo característico de los intelectuales públicos. Así, en
los debates se caracterizó por su gran eficacia para desarmar los argumentos de
sus adversarios. Y luego desarrollaría aún más estos rasgos desde su programa
de radio y televisión de los sábados, donde suele jugar el papel del “gran
profesor de la nación”. Como señala Ramírez,
“La candidatura de Correa fue, en
efecto, más lejos que ninguna otra, nunca antes, en su intento de sacar
provecho del arraigado anti-partidismo ciudadano. Por un lado, y a
contracorriente de los outsiders del pasado, Correa desconectó su candidatura
de todo anclaje partidista y fundó un movimiento ciudadano - Alianza
País- (...). Con la figura de ‘movimiento ciudadano’ se buscaba remarcar el
origen societal de la nueva formación electoral. A la vez, AP tomó la riesgosa
e inédita decisión de no acompañar la postulación presidencial con la
presentación de candidaturas parlamentarias. Ello delineó la identidad
originaria del movimiento (anti-partidista), le otorgó un carácter
antisistémico, y prefiguró la estrategia del cambio político radical que Correa
conduciría desde entonces”.
Para Ramírez, la mercadotecnia
ocupa un importante lugar en la construcción política correísta, “el implacable
realismo de poder del gobierno, se complementa así con un sutil realismo
sociológico: no tiene sentido procurar la movilización de una sociedad harta y
distante de la política. Se trata, más bien, de interpelarla como opinión
pública y de hacerle ver -televisión mediante- los logros del gobierno. Nada
más efectivo para llegar a una masa de ciudadanos aletargados y desorganizados
que el despliegue mediático […] La suplantación de la construcción organizativa
y la deliberación democrática por el marketing y la procura de amplias
audiencias no bastan, sin embargo, para generar vínculos políticos ni espacios
reales de participación e interlocución con actores realmente existentes”.
Finalmente, el kirchnerismo tiene
varias fechas de nacimiento como movimiento hegemónico al interior del
peronismo. Una podría ser 2003, cuando Eduardo Duhalde, a falta de candidatos y
luego de renunciar a postularse él mismo, pone al gobernador de Santa Cruz como
su candidato. Otra podría ser 2005, cuando Cristina Kirchner le gana a Chiche
Duhalde la senaduría por la provincia de Buenos Aires y denuncia a Duhalde como
“capo mafia”. Una tercera podría ser 2008, cuando luego de perder el conflicto
con los agroexportadores, Kirchner decide radicalizar el discurso y se embarca
en la guerra con Clarín -promulga la Ley de medios- y con la Iglesia, al
organizar él mismo, como diputado, la aprobación del matrimonio igualitario. Y
una cuarta etapa es la posterior a la muerte de Néstor Kirchner en 2010, cuando
por un lado el ex presidente se vuelve un mito movilizador de un “nuevo
sujeto”: la juventud, cuya expresión más oficialista, La Cámpora, traza el
vínculo con la “gloriosa juventud de los 70” y con un peronismo de izquierda bastante ajeno
a la “historia oficial” del movimiento;
operación político simbólica a la que se suma entusiastamente Cristina
Fernández.
Asistencialismo
o igualdad: ¿Qué inclusión social?.
La voluntad de salir del rentismo
se expresó en Venezuela en la fórmula de Arturo Úslar Pietri: “sembrar
petróleo”, que apuntaba a reinvertir los recursos de la renta petrolera en
sectores productivos de la economía, especialmente en la agricultura; y esa
agenda sigue siendo el pilar del nacionalismo también en Ecuador y Bolivia,
donde bastaría con reemplazar petróleo por gas. Pero -como demuestra la
historia- no es fácil salir del extractivismo y no alcanza para ello la
voluntad presidencial; muchas fuerzas se estructuran alrededor de los intereses
que sedimenta. Hoy Venezuela es uno de los mayores importadores de alimentos de
toda América Latina (por un monto de más de 5.000 millones de dólares).
También Bolivia y en gran medida
Ecuador, cuya economía, además, sigue dolarizada, padecen de esta “enfermedad
neocolonial”. Incluso en Argentina, el auge de la megaminería fue impresionante
en los último años, fomentando la acumulación por desposesión. Pero a
diferencia de los otros casos, aunque con altos niveles de concentración y
extranjerización, Argentina presenta una mayor diversificación industrial, hoy
combinada con una recuperación de la capacidad de negociación salarial de los
sindicatos, en un contexto de reducción del desempleo y ampliación de las
políticas sociales (especialmente a través del innovador Seguro Universal por
Hijo) pero de muy elevada inflación.
Es en Venezuela donde se han
ensayados más políticas, aunque también, de los tres, es el país donde estos
emprendimientos han estado más desarticulados con las institucionalidad
vigente. Vale la pena detenernos aquí, ya que el socialismo bolivariano es a
menudo considerado la experiencia más radical en el continente. En más de una
década, el régimen de Chávez ha ensayado varios mecanismos -en la primera
etapa, “operativos cívicos militares”- para llevar adelante “procesos de
inclusión masivos y acelerados” a través de “una distribución más justa de la
renta petrolera”. Los críticos del rentismo hablan de la “cultura de campamento”
en Venezuela, en la que predominan los operativos extraordinarios sin
continuidad en el tiempo. Pero fue el propio Chávez quien, admitiendo
implícitamente el fracaso de una agenda de desarrollo poshidrocarburífera,
definió al proyecto en marcha como “socialismo petrolero”.
En ese marco, la receta más
exitosa para este fin fueron las misiones sociales, con mucha repercusión
dentro y fuera de Venezuela y cuyo comienzo está fechado en 2003. Las razones
de su implementación estuvieron relacionadas con la coyuntura política y el
propio Chávez relacionó la implementación de las misiones con las encuestas que
le daban perdedor para el revocatorio convocado para 2004 a iniciativa de la
oposición, ante lo cual pidió ayuda a Fidel Castro para montar una megapolítica
social.
Aunque incluso los críticos
admiten los efectos positivos de las misiones, los cuestionamientos remiten a
su carácter ad hoc de la institucionalidad vigente (en general, son
financiadas por la petrolera estatal PDVSA), lo que se justificó en el
oficialismo en la necesidad de evitar las trabas burocráticas y dotarlas de
celeridad (el viejo Estado aparece a menudo como una traba para la revolución
que se resuelve creando institucionalidades paralelas y no poco inestables en
términos de continuidad).
Al mismo tiempo, el sistema de
salud formal ha enfrentado su peor crisis entre 2008 y 2009 y las propias
autoridades reconocieron el colapso funcional del sistema sanitario (incluyendo
casos de cierre por migración del personal médico, el mal estado de la
infraestructura y la insalubridad y la inseguridad). A lo que se suman niveles
muy elevados de inseguridad ciudadana que afectan sobre todo a los sectores
populares.
También en Ecuador y Bolivia el
modelo podría definirse como una combinación de extractivismo -con una mayor
presencia estatal, vía procesos de nacionalización-, desarrollismo moderado
(sobre todo infraestructura caminera) y democratización en el reparto de la
renta hidrocarburíferas . En general, también en Argentina, se apuesta por
políticas de transferencia directa de renta (bonos) e infraestructura social
(salud, educación, alimentos a bajo costo, etc.). Pero a pesar de los discursos
-que trasmiten mucho de ilusión desarrollista/industrialista- y ciertos planes
de desarrollo más heterodoxos (sobre todo en Ecuador, al menos en el papel) hay
pocos avances en la elaboración de una agenda posextractivista de mediano o
inclusive de largo plazo.
***
A la luz de este rápido repaso,
sin duda hay puentes entre una izquierda libertaria y los actuales procesos de
cambio, pero también hay algunos precipicios. Es claro que las izquierdas
formaron parte de los movimientos populares que debilitaron al neoliberalismo
en las calles y que en Bolivia, Venezuela, Ecuador y -de manera mucho menos
directa y más compleja- en Argentina habilitaron nuevos gobiernos progresistas.
Si estos gobiernos fracasan lo que vendrá no será “más izquierda” sino
tendencias restauracionistas del viejo orden (aunque en lagunos países surgieron
renovadas oposiciones de centroizquierda que complejizan en algo esta
afirmación). Sin duda, la vuelta del Estado, niveles más consistentes de
independencia nacional y voluntad de integración latinoamericana son parte del
haber de los nuevos gobiernos y las izquierdas deberían escapar a
las lecturas “antipopulistas”: la política ha vuelto al centro de la escena y
eso es positivo.
Sin duda, es posible observar un
proceso de democratización en su sentido amplio: siguiendo a Tilly, el
desarrollo de la confianza política, la disminución de la autonomía de los
centros de poder independiente (los poderes fácticos) en relación a la
producción de las políticas públicas y el aumento de la igualdad política. Pero
eso no debe impedir enfrentar tendencias efectivas contra la autonomía social
derivadas de lógicas organicistas o procesos de judicialización de la política,
ni deberíamos caer en polarizaciones “fáciles” contra enemigos elegidos por los
gobiernos en función de objetivos a menudo coyunturales.
Lo mismo vale para la economía:
si se avanzó en políticas sociales más amplias no es menos cierto que un
proyecto de izquierda debería ir más allá de perspectivas compensatorias y
poner la redistribución en un plano más ligado a un proyecto de reformas consistente
(no es casual que la reforma impositiva siga siendo una tarea pendiente a
excepción de Ecuador). Y eso también vale para los valores: en Venezuela se ha
conformado la llamada “boliburguesía” o “burguesía bolivariana” en un contexto
de elevadísima corrupción y niveles no menos preocupantes de impunidad. En
tanto que en Argentina, el kirchnerismo (por su propia trayectoria y forma de
construcción política) ha habilitado niveles de pragmatismo político
incompatibles con una verdadera reforma intelectual y moral de la política. Acá
habría que decir que criticar la idea de que “la política es no hacerle asco a
nada” (Néstor Kirchner) es sinónimo de mera candidez intelectual. No hay que
perder de vista que la cara oscura del “retorno de la política” -y esto vale
especialmente para Argentina- es el capitalismo de amigos, una medición
“política” de la inflación y la consolidación de una visión camarillesca del
poder.
Un tema aparte es el geopolítico.
El apoyo más o menos explícito del bloque “nacional y popular” a Kadafi o el
dictador sirio Bashar al Asad ha colocado a los gobiernos de Chávez, Evo
Morales, Daniel Ortega y Correa en una posición hostil hacia la revolución
democrática árabe. El hecho de que en un comienzo Chávez haya admitido que se
informó de la situación que vivía Egipto y Túnez a través de Kadafi y Asad dice
mucho de la visión puramente “geopolítica” del nacionalismo en el poder en
contra de una solidaridad internacionalista efectiva con los pueblos que
luchan. Al mismo tiempo, el abrupto giro de Chávez frente a Colombia, a cuyo
gobierno ahora entrega a jefes capturados de las Farc, advierte sobre la
necesidad de no hacer seguidismo y mantener posiciones críticas e
independientes.
Obviamente, el apoyo crítico no
es sencillo en la práctica donde a menudo es difícil posicionarse entre el
oficialismo acrítico y la oposición “destituyente” sin aparentar neutralidad o
dar la imagen de purismo intelectual. Como es sabido, cualquier toma de
posición en política tiene consecuencias que escapan a quien emite cierto
discurso. Pero entre meterse acríticamente en el “barro” para “estar con el
pueblo” o mantenerse en una cómoda torre de marfil hay una variedad de
posicionamientos posibles tanto en términos políticos como intelectuales, sin
aceptar un binarismo que en boca de Bush o de Chávez conduce al mismo
resultado: ahogar el pensamiento crítico. Como señala Guillermo Almeira, llevar a la
política una instrucción que aparecía al lado de los choferes del transporte
colectivo en Argentina: “no molestar al conductor”.
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1 comentario:
A pesar de que me coloco en la posición de oficialista acrítico, recocnozco que está muy bueno el enfoque.
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